Kazuo Ishiguro: el poder de la nostalgia

Literatura

El proyecto literario del premio Nobel 2017 está anclado en dos hemisferios: los mecanismos de la memoria y la pérdida.

Kazuo Ishiguro, escritor británico de origen japonés. (Javier Etxezarreta | EFE)
Mauricio Montiel Figueiras
Ciudad de México /

He leído la obra de Kazuo Ishiguro, nacido en la renacida Nagasaki en 1954 pero establecido en Inglaterra desde 1960, con la confianza de que es uno de los escritores contemporáneos que pasará la prueba del tiempo, el más temible e imparcial de los jueces. Junto con algunos de sus compañeros de generación —Martin Amis, Julian Barnes e Ian McEwan, por mencionar sólo a tres—, el japonés confirma que el dream team británico registrado célebremente por la revista Granta se convirtió en una realidad empeñada en abrevar de una rica tradición para redefinir las letras en lengua inglesa. He leído Pálida luz en las colinas (1982), Un artista del mundo flotante (1986), Los restos del día (1989), Los inconsolables (1995), Cuando fuimos huérfanos (2000), Nunca me abandones (2005), Nocturnos. Cinco historias de música y noche (2009), El gigante enterrado (2015) y Klara y el sol (2021) convencido de que el de Ishiguro es un proyecto anclado en dos vastos hemisferios: los laberintos y mecanismos de la memoria —sus narradores en primera persona suelen recordar por episodios que acaban por tejer el tapiz de un presente signado por el pasado: el episodio del comedor, por ejemplo, o el episodio de los vales— y la pérdida, asunto que roza lo metafísico y parece constituir el gran tema de la literatura moderna. “Ishiguro se distingue como uno de los más elocuentes poetas de la pérdida”, dice Joyce Carol Oates, y las evidencias son irrefutables: Etsuko, una japonesa cincuentona instalada en Inglaterra, examina su vida marcada por el suicidio de Keiko, su hija mayor (Pálida luz en las colinas); Masuji Ono, un anciano pintor, intenta explicar(se) por qué renunció a las enseñanzas de sus maestros para retratar el imperio militar que se esfumaría luego de la Segunda Guerra Mundial (Un artista del mundo flotante); Stevens, mayordomo que continúa una estirpe de servidumbre, viaja durante una semana por la campiña británica en busca no solo de un sentido para su malograda existencia sino de la mujer que no pudo ni quiso retener (Los restos del día, llevada al cine magistralmente por James Ivory en 1993); Ryder, pianista de renombre, llega a una ciudad europea innominada y advierte que su identidad se ha disuelto en el personaje público en que se ha transformado (Los inconsolables); Christopher Banks, detective, regresa a su natal Shanghái en la era del conflicto sinojaponés para investigar la desaparición de sus padres y toparse con el ideal femenino, que deja huir emulando a Stevens (Cuando fuimos huérfanos); un grupo de personajes errantes y melancólicos luchan por encontrar puntos de unión a través de la música en sus diversas manifestaciones (Nocturnos). Si Pálida luz en las colinas, Un artista del mundo flotante y Los restos del día integran un tríptico velado sobre las heridas legadas por la Segunda Guerra Mundial y su difícil proceso de cicatrización, Cuando fuimos huérfanos y Nunca me abandones componen un díptico sobre la orfandad y el exilio más psíquico que físico. En todas, no obstante, impera una prosa diáfana y pulida que hechiza igual que el opio traficado en el Shanghái de los años treinta. En todas prevalece una noción precisada así: “Es muy importante sentirse nostálgico. Cuando nos sentimos nostálgicos, recordamos. Al crecer descubrimos un mundo mejor que éste. Recordamos y deseamos que volviera ese mundo mejor.”

El gigante enterrado, la séptima novela de Ishiguro, fue publicada dos años antes de que el conjunto de su obra fuera reconocido con el Premio Nobel de Literatura y una década después de la aparición de Nunca me abandones, llevada al cine por Mark Romanek en 2010. Esto demuestra que, a diferencia de la mayoría de los colegas de la notable generación a la que pertenece, Ishiguro es un autor que se demora en el lanzamiento de sus libros, lo que evidencia el cuidado que pone en cada una de sus empresas librescas. Todas las críticas ridículamente negativas que en su momento recibió El gigante enterrado, novela poblada de fascinantes claroscuros que Guillermo del Toro pretende trasladar a la esfera de la animación cinematográfica, palidecen ante la potencia melancólica que ya es la firma de Ishiguro y que en este caso se aplica a una trama inserta de lleno en el terreno de la fantasía medieval y propuesta como una nueva aportación a la nutrida tradición de la literatura artúrica. El periplo que Axl y Beatrice, una pareja de ancianos, emprenden para reunirse con su hijo y que les implica recorrer una Bretaña lastimada por la pugna sangrienta entre bretones y sajones se convierte merced a la elegancia y la sabiduría narrativa de Ishiguro en una odisea en busca de la memoria perdida, disuelta tras el olvido provocado por una bruma persistente que en realidad es el aliento de un dragón hembra llamado Querig. A la par de cumplir con sobrada habilidad con los requisitos de la novela de caballería, especialmente a través de dos personajes entrañables —Gawain, caballero que batalló a las órdenes del rey Arturo, y Wistan, guerrero sajón—, El gigante enterrado plantea una apropiación de elementos mitológicos que dan a la historia un sustrato de enorme solidez. Llena de imágenes indelebles como los ogros congelados al borde de un estanque o la invasión de duendes durante el cruce de un río, la novela tiene en su centro la exploración del amor conyugal, condensado en el rayo de sol que cae sobre el rostro dormido de Beatrice y en el que flota una araña que Axl aparta para no interrumpir el sueño de su mujer. Artífice consumado, Ishiguro entrega una joya que emite destellos finos y nostálgicos hasta su extraordinario final.

El japonés tardó cuatro años en publicar su octava novela después de la concesión del Premio Nobel de Literatura en 2017. Planeada originalmente como una historia para niños, Klara y el sol es una nueva obra maestra que ratifica a su autor como un fabulador excepcional e inquieto, ya que siempre está buscando horizontes inéditos para ejercitar la elegancia desapegada aunque no desinteresada que caracteriza su estilo desde Pálida luz en las colinas, su portentoso debut. El propio Ishiguro ha reiterado en varias ocasiones que lo que le importa no es hallar un género específico para inscribir sus libros como hacen tantos escritores sino, antes que nada, forjar un relato que le apasione aunque después responda a determinada etiqueta literaria. Esto es ostensible en Klara y el sol, que se sitúa en una línea similar a Nunca me abandones al centrar su atención en los avances tecnológicos y su impacto profundo en el hombre si bien corre por un camino distinto al optar por una distopía luminosa y no oscura como la que enmarca la deriva melancólica de los clones de dicha novela anterior. Se ha insistido mucho en que, a través de su entrañable protagonista artificial, Klara y el sol ilumina las posibilidades del amor y el significado de ser humano, y así se dejan de lado las dos cualidades que constituyen el núcleo ígneo de este astro que Ishiguro ha arrojado al firmamento narrativo de hoy día: la curiosidad y la empatía, términos que parecen haber perdido brillo en el mundo opaco en que (sobre)vivimos y que el autor rescata para otorgarles un fulgor renovado con una prosa que asombra y conmueve porque confía en una inteligencia robótica para llevar a cabo la disección emocional de los personajes que integran su universo cotidiano en un futuro impreciso. Ciencia ficción de altísimos vuelos, Klara y el sol deslumbra por los cuatro costados e incrementa el poder de la nostalgia que Kazuo Ishiguro ha patentado con belleza incomparable para regocijo de sus lectores.

AQ

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