Conversé con Kenzaburo Oé en un par de ocasiones. La primera fue en 1997, durante una visita que realizó a España con motivo de la publicación en nuestra lengua de su novela Cartas a los años de nostalgia, en la que rememoraba sus tiempos de estudiante en Tokio, la amenaza de la bomba atómica, sus primeros éxitos literarios, su boda, el nacimiento de su hijo y un viaje a México tras las huellas de su admirado Malcolm Lowry. La segunda ocurrió en 2004, cuando presentó en Madrid su novela Salto mortal, en la que aborda la violencia en las grandes ciudades y su incidencia en un sector de la población que consideraba como el más vulnerable: los jóvenes.
En ambas ocasiones pude confirmar que era cierto lo que se decía de este escritor: que era taciturno, sosegado como un viento ligero, amable en extremo y que su expresión verbal, medida en extremo, apenas era un atisbo del torrente que en su mente se condensaba y que dejó escapar en la casi veintena de obras que publicó.
En aquel 1997, tres años después de la concesión del Nobel, Oé ya tenía muy claro que la literatura transformaría en centrales diversas regiones periféricas del mundo, en las que ya entonces se podía apreciar lo que él definía como una “nueva visión humanista necesaria para considerar a esas periferias en su riqueza diversa y como constituyentes de un universo en flujo dinámico”.
Y es que para el autor de obras como La presa, Arrancad las semillas, fusilad a los niños, Cuadernos de Hiroshima, Una cuestión personal, Renacimiento o Muerte por agua lo que más haría falta en el siglo XXI sería una redefinición del humanismo basada en la reconstrucción de las así llamadas zonas periféricas, cuyos principios básicos se sustentan en los conceptos de “centro” y “periferia”. “En los procesos de modernización”, decía Kenzaburo Oé, “los pueblos de la periferia aspiran a asimilarse a los del centro. Pero los precursores del humanismo como Cervantes, Erasmo, Rabelais o Montaigne, veían atributos superiores en las culturas de la periferia. Y es que los personajes de la periferia en Cervantes, por ejemplo, poseen una sabiduría que llega más profundamente que los del centro”.
Para Oé la periferia era “un lugar complejo y diverso, el hábitat de los pueblos más astutos”, y consideraba que la herencia mayor de los humanistas clásicos era la de su pensamiento diverso y sus críticas a la dicotomía entre el centro y la periferia. “Hay que definir la existencia de los centros en todos los lugares del mundo, de manera que se logre un conocimiento sin fisuras que permita ver el papel singular de cada una de sus periferias. Es a partir de este proceso que va a emerger una nueva y clara imagen de la humanidad, una imagen que debería conformar el humanismo del siglo XXI”, argumentaba.
Frente a la perspectiva expresada por muchos intelectuales de que Japón debía asumir un nuevo liderazgo, él, como japonés, creía que su país no debía ser el próximo centro de la economía del mundo. “Somos un país periférico y debemos crear un desarrollo genuino, no luchar y enfrentarnos a la potencias económicas europeas”, sostenía.
En ese sentido, Oé se declaró siempre un autor distanciado de la mayoría de los escritores del Japón de posguerra, cuya temática se había centrado en el reino sensorial y estético, ubicando sus historias en un mundo que se convierte en escenario moral donde lo que se dirime es la propia conciencia en busca de una verdad última. A este respecto, el escritor me dijo que existía un difícil equilibrio entre los apetitos y la moralidad en nuestra época. “Es cierto que Japón, por ejemplo, se ha modernizado, pero al costo de una horrible guerra que empezó en China y que ha dejado devastados a todos los países asiáticos vecinos, quedando Japón reducido a una reina ardiente. Tokio fue derruido y una peor suerte le tocó a Hiroshima y Nagasaki, pero la modernización continuó con un rápido crecimiento económico, y este paso se dio en el sentido de una centralización y no incorporó a la periferia. Esto ha llevado a una situación de pobreza espiritual que presenta, como tarea para el escritor, el renovar su apetito de moralidad, en el que se establezca un sentido nuevo y posmoderno de la moral, basado en la conciencia de que se parte de la periferia. Por eso he intentado con mis libros representar aspectos de diversas culturas periféricas. Ese puede ser el papel de un escritor en una época como la nuestra. Yo he escrito mis obras con la esperanza de reconstruir culturas periféricas que sean independientes del centro, arraigadas en su propia cosmología, donde los habitantes vivan cada aspecto de sus vidas bajo un tronco común alrededor de la vida de la comunidad: la muerte y el renacimiento. Así es como he podido resistir a la cultura central homogenizadora que ha ejercido su influencia en el mundo. En este sentido, mis novelas tratan de ofrecer una visión distinta. Y así continuaré, expresándome en japonés y esperando formar parte del movimiento del siglo XXI que debería acelerar el dinamismo de las culturas periféricas”.
Al margen de las dos más importantes influencias literarias que Kenzaburo Oé reconocía, la de Murasaki Shikibu (escritora, poeta y cortesana japonesa del siglo XI, autora de la primera novela japonesa, Genji Monogatari, traducida en nuestro idioma como La novela de Genji) y la de Natsumo Sōseki (escritor japonés de finales del siglo XIX y principios del XX, autor de obras como Soy un gato, Botchan o Kokoro), hubo otro hecho que marcó su carrera: el nacimiento de su primer hijo, Hikari, quien nació con una deformidad craneal, circunstancia que, me confesó, había “eclipsado” toda su literatura. “Esta experiencia me estimuló sin piedad a escribir sobre la coexistencia con mi hijo minusválido, que tiene en todos sentidos una existencia periférica en la sociedad. Y esa ha sido mi perspectiva fundamental, una experiencia que influye en todo lo que escribo y hago”.
Su mujer y él, me explicó, habían aceptado esa circunstancia y habían decidido seguir adelante, logrando que el chico, luego de muchos años sin poder hablar y con una edad mental de entre 4 y 6 años, se convirtiera en compositor. “El hecho es que desde que nació Hikari comencé a crear obras más positivas, tratando de que pudieran dar esperanza y hablaran de la reconciliación. Mis primeros cuentos estaban llenos de tristeza; eran violentos y oscuros. Pero a partir de Una cuestión personal, se puede ver la forma en que me cambió ese momento crucial de mi vida”.
Como recordaba Javier Cercas, Hikari Oé fue un niño nacido con graves deficiencias mentales, tantas que los médicos aconsejaron a su padre que lo dejara morir. Pero el novelista —que por entonces acababa de cumplir 28 años y tenía una vida y una carrera literaria prometedoras por delante— no aceptó la sentencia de los médicos, y, tras una operación, su hijo siguió viviendo. “Añadamos”, escribe Cercas, “que la obra de Oé no se entiende sin Hikari, y que muchas de sus novelas —entre ellas obras maestras como Una cuestión personal o Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura— constituyen un salvaje esfuerzo moral por asumir su responsabilidad en el destino de su hijo y un esfuerzo imaginativo asombrosamente logrado por ponerse en su piel”.
Paradójicamente, Oé admitía sentir que siempre había sido el mismo autor. “Los escritores no cambiamos”, afirmó. “Tal vez esa experiencia que viví se tradujo en un cambio solo superficial, que me permitió encontrar un lugar para la autocompasión. Porque ha sido una cruz casi mística”.
Entonces le pregunté por sus creencias religiosas y, tras una larga pausa, aseguró no tener una fe concreta. “No soy budista ni cristiano, aunque siento mucha curiosidad por la mística poderosa que ejercen las religiones. Me interesan mucho, pero creo que no podría adoptar una. No me siento atraído y quizá sea un problema de edad. Ya no me acostumbro”.
En aquella conversación de 1997, el catedrático de la Universidad de Princeton confesó que antes de recibir el Nobel se había planteado dejar la literatura y dedicarse al estudio, pero el premio hizo que no pudiera escapar a su vida de escritor, así que había vuelto a su escritorio y estaba escribiendo un libro que, reveló entonces, no tenía nada que ver con su familia, como había hecho hasta entonces. Se trataba de una novela sobre la juventud japonesa, especialmente aquella que estaba bajo la influencia de los nuevos grupos religiosos.
Esa novela era Salto mortal, obra cuya publicación en español le trajo de nuevo a Madrid, donde en marzo de 2004 volví a encontrarme con el Nobel japonés. En ese momento, Oé, impresionado por los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, abogaba por la reconciliación como el único medio para acabar con el terrorismo. “El terrorismo”, me dijo entonces, “no surge solo de las religiones, sino de su mezcla con las ideologías, los credos y los nacionalismos, que acaban conduciendo a la violencia. Así que el problema más importante que debe enfrentar el ser humano para alejar el terrorismo pasa por una gran reconciliación entre los países de Asia, entre judíos y cristianos, y entre judíos, cristianos y árabes”.
Al respecto, Oé me explicó que en Salto mortal exploraba dos tipos de violencia propias del siglo XX. “Por una parte, la nuclear, solo al alcance de los países más desarrollados. Y por otra, el terrorismo en las grandes ciudades. Precisamente fue estando en México en 1976”, recordó, “cuando leí la noticia de un atentado en Francia, en la Plaza del Trocadero, y fue entonces cuando pensé en esto por primera vez”.
Salto mortal se basa en un hecho real, el atentado con gas sarín cometido en el metro de Tokio por la secta Verdad Suprema en 1995, el cual provocó la muerte de doce personas y afectó a más de 5 mil. En la narración, un grupo de jóvenes científicos que pertenecen al grupo diseñan un dispositivo de alta tecnología con la intención de hacerlo explotar en una central nuclear. “Pero la novela”, me explicó, “se centra en cómo viven los miembros del grupo la ausencia de su líder; ese momento en el que su mayor inquietud es reconstruir sus vidas a partir de la pérdida de su mesías, cuando más de mil jóvenes pierden a su líder espiritual, el dirigente de la secta (Shoko Asahara), por lo que me planteé cómo reconstruirían sus vidas, porque a pesar de su brillante inteligencia se veían enfrentados a un vacío tremendo ante la falta de una figura poderosa que los guíe”.
Oé reflexionó que el juicio y condena a muerte de Asahara había carecido de significado debido a que durante el proceso ni siquiera tomó la palabra ni expuso las razones del atentado, así que lo que más preocupaba al escritor era que esos jóvenes que el líder había dejado huérfanos no habían recibido de su parte ni una sola palabra después de que para ellos había sido lo más fundamental en sus vidas. “Esa fue mi gran preocupación en Salto mortal: cómo los jóvenes podían crearse un futuro tras una gran pérdida”.
Quizá, reflexionó a modo de coda, solo habría una manera de enfrentar el futuro. “Cuando veo a los supervivientes de la hecatombe nuclear hablando y formando parte activa de movimientos para abolir las armas nucleares, veo en ellos la encarnación de una oración para la curación de nuestra sociedad y del planeta”. Ese gesto formaba parte del nuevo humanismo del que Kenzaburo Oé hablaba.
AQ