Kim Ki-duk: el director surcoreano de cine extravagante y personajes atribulados

Cine

El recién fallecido realizador surcoreano vivió una época dorada del cine de autor y gran éxito económico, con historias de violencia, fragilidad y amor.

Kim Ki-duk, director surcoreano. (Markus Schreiber | AP)
Fernando Zamora
Ciudad de México /

Es un lugar común decir que la locura está cerca del arte. Pero es real con Kim Ki-duk (20 de diciembre de 1960-11 de diciembre de 2020). Su cine es extravagante. Choca y descoloca. Es un enajenado cuya locura ha ganado poco a poco notoriedad por lo controvertido de sus temas. La violencia, por ejemplo. Es necesario advertir, sin embargo, que en Kim la violencia no es gratuita. Es más bien el punto de partida que lleva al espectador hasta el terreno espiritual.

Pietà (así, en italiano) es una suerte de parábola maldita. Una antiparábola para un anticristo. La vida de Gang-do transcurre en tres momentos: buscando deudores de la empresa “préstamos felices” para la que trabaja, emborrachándose y sumiéndose, al caer la noche, en sueños húmedos, de niño precoz. Con los deudores Gang-do es malévolo. Hasta que un día aparece en su vida una mujer. La sola mención del vínculo entre ella y él produce en el espectador un vuelco en lo que percibe. Y lo que era pura violencia física se torna violencia psicológica.

Como los trágicos griegos, Kim nos enfrenta con el tabú primigenio: la madre-Edipo, la madre-Orestes, la madre-Medea. Todas ellas adquieren espacio y tiempo en esta fábula de venganza que pareciera señalar justamente en el sentido contrario al título de la película: ¿acaso en el mundo capitalista de “préstamos felices” es imposible la piedad? La respuesta es menos obvia de lo que parece. La piedad, entendemos con Kim, es una relación, una forma de apego entre dos que se aman.

A lo largo de este siglo, el cine surcoreano entró en una suerte de edad dorada que permitió la aparición del cine de autor. Kim es uno de los más notorios. Ha creado con Pietà una película de doscientos sesenta mil pesos, con dos actores principales y una barriada pobre como escenario. Y ha recuperado sesenta millones de pesos.

Es probable que el éxito económico haya acelerado la locura de Kim. Como el más paradigmático de sus personajes (el monje budista de Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera del 2003) su espiritualidad no pudo despegar nunca del todo. Y eso que fue misionero cristiano y que realizó una de las más contundentes películas de la espiritualidad budista. Porque sí: Primavera, verano… es una puesta en escena del Sutra del corazón, un mantra que repite en series infinitas: “Partir, partir, partir a lo alto. Partir a lo más alto. Despertar. Que así sea”.

Pero este monje (que es Kim) no pudo nunca despertar. Envuelto en una serie de escándalos que se acentuaron con la atención que el movimiento #MeToo atrajo sobre todo el mundo se dijo que el autor coreano era un golpeador de mujeres, un acosador. Fue así que entró en él la última etapa de la sinrazón. Y enfrentó a la pandemia.

A finales de este 2020, en pleno rebrote de covid-19, Kim decidió dejar de ser coreano. Quería volverse letón. Viajó a la ciudad báltica de Jūrmala para comprar una casa e iniciar una nueva etapa en su obra. En aquellas playas grises, rodeado siempre de casas de madera, en este país amenazado por la invasión, se encontró con lo inefable. Si es que sirve para algo en el más allá, la muerte de Kim nos deja algo. Su obra. Sus personajes atribulados. En Pietà, por ejemplo, nos regala la relación entre este hombre y esta mujer. Con ellos hemos aprendido que la aparición del amor aún en los personajes más desgraciados implica también la aparición de la fragilidad. Un maldito, un pobre diablo, por el puro hecho de ser amado, merece piedad.

Pietà

Kim Ki-duk, Corea del Sur, 2012.Pietà puede verse en México a través de MUBI.


AQ | ÁSS

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