Estuve leyendo la prensa del 12 de octubre de 1963. Me llamó la atención el encabezado “Mueren dos artistas”, y me puse a leer. El texto hablaba sobre Jean Cocteau, a quien describía como “un pensador que consideraba todas las esferas del arte como sus dominios”.
La nota se alargaba en sus actividades, logros e ideas, hasta que avisaba “pasa a la página seis”. Ahí continuaba la biografía intelectual de l’enfant terrible del pensamiento. Luego venía una nota más pequeña para hablar del fallecimiento de Édith Piaf.
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Me pregunté si hoy no habría sido al revés. “Muere Édith Piaf”, diría la nota, y ya como un anexo: “También falleció Jean Cocteau”.
Así traía la cabeza porque en estos días habían muerto dos personajes que he leído con interés, cariño, admiración y agradecimiento: Roger Scruton y George Steiner; y en medio de los dos había muerto un baloncestista.
De la suerte de los dos intelectuales me enteré, no por la noticia en sí, sino a través de la columna de algún crítico o escritor. En cambio, no se podía abrir la prensa sin tener al deportista en primera plana. Otra vez corroboré lo que ya se sabe: fama mata grandeza.
Lo que podemos cuestionar es a qué se debe que enaltecer las ideas y al ser humano gane poca fama y rebotar una pelota merezca tanta admiración. Quizá por la capacidad de entendimiento.
Abro un libro de Scruton al azar y leo: “En las dos últimas décadas, el campo de las humanidades ha sido invadido por el darwinismo, y de una manera que difícilmente habría podido prever el propio Darwin. La duda y la vacilación han dado paso a la certeza, la interpretación ha sido subsumida en la explicación, y todo el ámbito de la experiencia estética y el juicio literario ha sido bajado del Olimpo y reducido a “adaptación”, es decir, una parte de la biología humana que existe por el beneficio que reporta a nuestros genes”.
Del mismo modo leo un fragmento de Steiner: “El latido yámbico de Marlowe electriza la abstracción. Las proposiciones teológicas y metafísicas de Fausto no tienen menos empuje nervioso que los delirios imperiales de Tamerlán o el enloquecido afán de venganza del judío Barrabás. El incandescente intelectualismo de Marlowe cautivó a sus contemporáneos. Tenía ‘en sí esas valientes cosas traslunares’, dijo Michael Drayton. Mucho después, Coleridge juzga que ha sido ‘la mente más pensativa y filosófica’ de los dramaturgos isabelinos. Marlowe sigue siendo, junto con Milton y George Eliot, el más académico de nuestros grandes escritores, el que más a sus anchas está en el arcano fulgor del saber”.
Supongo que decir: “Bota la pelota y métela en el aro” está al alcance de más gente.
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