Una mañana en que teníamos algunas horas libres durante un viaje a Mérida, mi mamá y yo nos aventuramos a contratar a un chofer para que nos llevara a Celestún. Ella, adoradora del Sol y yo, extenuada por esa intensa calidez yucateca que me esclaviza al abanico, nos acomodamos en el asiento trasero de un taxi. Al frente el chofer y su copiloto (¿sería el guía turístico?) tenían en el tablero cantidad de discos compactos. Como cada vez que vamos a Mérida —ciudad de la que somos devotas—, quedamos cautivadas por la inclemente belleza del azul de ese cielo, la tersura de su aire, el cuerpecito op-art del esporádico pájaro carpintero, y por la fauna que aparece y se desaparece en el paisaje.
—¿Gustan oír música? —preguntó el chofer.
Mi mamá, melómana empedernida, se apresuró a contestar que sí y comentó lo extraordinarios que son los compositores yucatecos. Peregrina, de Ricardo Palmerín, por ejemplo: Peregrina de ojos claros y divinos. O desde luego, algún bolero o habanera.
La situación empezó a opacarse cuando nuestros anfitriones nos ofrecieron un menú musical que no distinguía a Guty Cárdenas de Maná o a Pastor Cervera de Arjona. Ante su insistencia de musicalizar el trayecto y, en vista de la irritante antología de éxitos que ofrecían, optamos por el silencio, para absoluto desconcierto de los guías que contaban con la ayuda de la música para llevar a cabo su labor. No obstante, cada cierto tiempo compartían una cápsula de sabiduría, parte de un libreto memorizado al pie de la letra: “Mérida tiene una rica herencia que proporciona un ambiente de mucha historia y diversión”; “Nada como el agua de chaya para quitar la sed”; “La cochinita es un platillo regional que se llama pibil porque…”
Mi mamá y yo nos miramos. Una mirada puede decir más que mil palabras.
Transcurrida una hora el coche disminuyó la velocidad y se adentró en un camino terroso que nos condujo a un sitio muy distinto al que quería mostrarle a mi madre. Emocionada, ella se enderezó y se quitó los lentes de sol, ansiosa por ver el lugar del que tanto le había hablado. Pero, en vez de un paraíso Patrimonio de la Humanidad, nos encontramos en un Celestún alternativo, una tierra baldía en medio de quién sabe dónde.
—¿Y los flamingos? No los veo —dijo mi mamá. Los dos hombres de guayabera se veían algo descompuestos.
En el agua aceitunada lo único que se movía era el encaje de ondas bordado por la brisa y el ocasional picoteo de alguna garza desorientada.
—Los flamencos de Yucatán son los más rosados de todo el mundo —intervino uno—. Esto se debe a que...
—Pues será el sereno, pero aquí no están —dije, molesta.
—Yo creo que no han de haber salido hoy —respondió el guía en voz apenas audible.
Bajamos del coche, en parte para escapar de la catarata informativa y en parte para corroborar lo deslucido del paisaje. Además del estanque verdoso lo único que había era arena y mucha basura. Mi madre, siempre de buen ánimo, veía el lugar como si, por algún milagro, ese paraje salobre pudiera transformarse en un edén poblado por criaturas de brillante plumaje. Sin embargo, de los flamingos, nada: ni un solo ejemplar, ni una rosada pluma, ni un gris polluelo, ni siquiera el eco de su canto como mugido. Nada.
Un destello llamó mi atención y bajé la mirada. En la arena, el cuerpo seco de un pez color plata resplandecía como una moneda extraviada. Mi mamá y yo nos miramos.
Sé que —entre muchas otras cosas— las dos pensamos “esto no es Celestún”, pero no dijimos nada. Yo no quise alarmarla y ella, de seguro, no quiso hacerme sentir mal por lo fallido del paseo. Además, yo no quería provocar un desaguisado con los dos hombres de quienes lo único que sabíamos era su gusto musical y el hecho de que, a todas luces, no eran oriundos de Yucatán ni tenían la menor idea de dónde estaba Celestún.
El viaje de regreso fue más rápido y sin datos. Silencio. Mi mamá, que tiene el don de hacer hablar hasta a una piedra, entabló un diálogo con nuestros guías. Le contaron cómo habían llegado ahí, las circunstancias por las que habían tenido que salir de su hogar en el norte del país, la manera en que intentaban adaptarse y sobrellevar ese exilio obligado, complementando sus ingresos con trabajos ocasionales como este.
Poco habituados a que alguien mostrara interés por ellos y sus vidas, se ruborizaron y conmovieron cuando mi mamá les pagó la excursión e incluso les dio una propina para que aquel domingo llevaran algo especial de cenar a sus casas. La despedida entre ellos fue muy afectuosa.
Ya en el hotel, mi mamá y yo volvimos a trabar miradas. Sin pronunciar una palabra le mostré la única foto del viaje: con su ojito cóncavo el pez seco —único habitante de aquel remoto baldío— parecía mirar al infinito con inextinguible esperanza. Las dos estallamos en carcajadas. Reímos hasta las lágrimas y casi quedar sin aliento. Me maravillaron su alegría y su permanente generosidad. No hay duda de que en los viajes se conoce a la gente. En buena compañía hasta una catástrofe puede transformarse en un recuerdo entrañable.
Septiembre, 2021.
AQ