Un sol que se apagó

Cine

'La ciénaga', de Lucrecia Martel, es el recuerdo de un cine latinoamericano que luchaba por reinventarse frente al carácter capitalista de su industria.

Fotograma de 'La ciénaga', de Lucrecia Martel. (MUBI)
Fernando Zamora
Ciudad de México /

Puede que cause tristeza o desencanto. La ciénaga (disponible en MUBI) es parte de una generación de directores, fotógrafos y escritores que, a principios de siglo nos reunimos en torno a una escuela que en Cuba fundó Gabriel García Márquez. Una generación que se extinguió. Pero el arte, como la vida, encuentra sus caminos y, con o sin influencia de aquella escuela, las preocupaciones artísticas de quienes formamos y fuimos formados en la EICTV de Cuba, han encontrado nuevas formas de crecer.

En esta generación, autoras como Dominga Sotomayor o Claudia Llosa dan la batalla por ofrecer una visión femenina del cine y el mundo. Claudia Simón en España también. Son artistas que trascienden el enfoque más publicitado del cine feminista, el de Céline Sciamma por ejemplo, en Francia, o el de Joanna Hogg en Inglaterra. El cine que en América Latina fundó La ciénaga de Lucrecia Martel sigue vivo y goza de buena salud. Y si la película debe algo a alguien no es a la EICTV sino, en todo caso, a la madre de todos los movimientos del gran cine del mundo: el Neorrealismo Italiano.

A principios de siglo La ciénaga anticipó un arte latinoamericano que parecía, por fin, haber escuchado aquel grito que lanzaba Gabriel García Márquez en la escuela que fundó en San Antonio de los Baños: dejen de mirar a Estados Unidos, miren a Italia. Revisen a De Sica y Rossellini. En aquel tiempo yo era director de la cátedra de guion y con otros llamábamos a la propuesta de García Márquez “cine guerrillero”. Era necesario concebir la creación abandonando del todo las propuestas grandilocuentes. Había que mirar al drama de la vida cotidiana. Por supuesto, no estábamos descubriendo el Mediterráneo. El cine guerrillero no se inventó en Italia. Su espíritu se remonta al Cine Ojo del que teorizó Vértov y a esa película ominosa que en su poesía profetizó el horror de la Segunda Guerra Mundial en 1927: Berlín, Sinfonía de una ciudad, dirigida por Walter Ruttmann.

A decir verdad, La ciénaga demuestra que en la EICTV estábamos siendo ilusos. Que para hacer arte se necesitan becas y apoyos financieros. A Lucrecia Martel volví a verla gracias al apoyo que recibimos tanto ella como yo en el taller del Sundance que tuvo lugar en Oaxaca. Gracias a esa beca yo pude escribir mi primera novela y, tomando mezcales con Martel y otro argentino (Daniel Burman) escuché por primera vez la historia de esta casa de campo en que la directora vivió su infancia. Un grupo de millonarios venidos a menos se emborracha en torno a lo que alguna vez fue una piscina de aguas claras, rodeada de árboles frutales. Y esto es la América Latina: esa piscina que se ha vuelto una ciénaga.

Aquella generación que a principios de siglo formamos parte del Sundance y de la EICTV, de los mezcales en Oaxaca y los guiones que escribimos en Cuba y en Tlaxcala, girábamos sin estar del todo conscientes, en torno a un sol que desde el 2006 no ha vuelto a escribir: Senel Paz. Habrá descubierto, tal vez como Martel, que por más que quiera uno hacer cine guerrillero, este arte nació —como dice Tarkovski— infectado del “virus capitalista”.

Se necesitan becas e institutos que sirvan para escribir y también para deducir impuestos. Artistas como Lucrecia Martel o Lucía Cedrón, Martín Salinas o Antonio Urrutia se han puesto a hacer comerciales o, mejor, otra cosa. Sin embargo, hay algo en La ciénaga que los herederos de Senel Paz podemos recordar. Dice Nietzsche: no hay destino que el desprecio no pueda superar.

La ciénaga

Lucrecia Martel | Argentina | 2001

AQ

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