La Comuna de París ayer y hoy

Ensayo

En 2021 se cumplen 150 años de la instauración del primer gobierno de la clase obrera; este texto analiza sus consecuencias y su legado.

Una barricada en la Rue Voltaire, durante la Semana Sangrienta. (Wikimedia Commons)
Carlos Illades
Ciudad de México /

El socialismo está sólidamente entrelazado a las revoluciones francesas de 1789, 1848 y 1871. La primera, con el movimiento de los sans-culottes, conceptualizó como “cuestión social” el objeto de la acción socialista, puso en práctica la democracia directa cual instrumento deliberativo de la comunidad, intervino el mercado para garantizar el acceso a las clases populares a los artículos de primera necesidad y dio lugar en 1792 a la Comuna Revolucionaria, cuando los ejércitos de los absolutismos europeos sitiaban Francia. El comunismo de Gracus Babeuf, basado justamente en la comunidad de bienes y la igualdad radical, fue uno de sus frutos. 1848 situó al socialismo en el panorama político global, colocó en el debate público los derechos individuales (sufragio universal y voto femenino) y sociales (trabajo, asociación) para las clases trabajadoras, la ciudadanía en sentido amplio (social, no únicamente política) y vinculó la democracia con la solución de la cuestión social. El socialismo de Louis Blanc y Víctor Considerant, el comunismo y el anarquismo crecerán con las revoluciones románticas. Karl Marx definió a la Comuna de París como la primera revolución socialista y Auguste Blanqui participó en ella, cada cual sacó las respectivas conclusiones de esta experiencia libertaria, del igualitarismo y democracia radicales, y de sus falencias. Lenin respiró aliviado cuando la Revolución de Octubre rebasó las diez semanas de la Comuna.

Si hablamos de una pedagogía revolucionaria extraída de estos acontecimientos, también podemos referir el aprendizaje que ellos ofrecieron a las clases propietarias, los defensores del statu quo y la reacción, quienes respondieron con la prohibición del derecho de asociación y de huelga, la cárcel y el destierro, la masacre y el terror estatal. La condena a las clases populares y a la multitud rebelde la firmaría la república de las letras y la ciencia social fundamentaría la necesidad de contenerlas o de excluir del cuerpo político a quienes de antiguo los funcionarios del Estado y los escritores habían bautizado como “clases peligrosas”. Gustave Le Bon confirmaría horrorizado cómo “el advenimiento de las clases populares a la vida política, su progresiva transformación en clases dirigentes es una de las más destacadas características de nuestra época de transición”, problema mayúsculo que su Psicología de las masas intentó confrontar científicamente. La palabra masas mantendría en el siglo XX la connotación de “credulidad, inconstancia, prejuicio de rebaño, bajeza en los gustos y las costumbres” —indica Raymond Williams—, constituyendo estas “una amenaza perpetua a la cultura”. Incluso la democracia, con su “reputación clásica y liberal, perdería su sabor al convertirse en democracia de masas”.


El gobierno popular

Más allá de las colonias modelo alentadas por el socialismo romántico, la Comuna de París constituye la primera experiencia de autogobierno popular de signo socialista. Tras el armisticio resultante de la escandalosa derrota de Napoleón III en la guerra franco-prusiana y el colapso del imperio, el Gobierno Provisional de Defensa Nacional, de inclinación monárquica, se instaló en Versalles, mientras el Ejército prusiano ocupaba la capital. A principios de marzo las tropas del mariscal Von Moltke abandonaron París, en tanto que la Guardia Nacional, de vocación republicana, tomó a su cargo del gobierno para atajar la eventual involución monárquica. No fue un asalto al poder, antes bien fue la instauración de un poder popular frente al vacío estatal, aunado a la escasa representatividad de la Asamblea Nacional, dominada por conservadores y monárquicos, donde prácticamente no tuvieron cabida los republicanos concentrados en París. Esto es, en primer término, la Comuna de París plantea y responde el problema de la legitimidad del régimen.

Ahora bien, la agitación en favor de la Comuna la habían iniciado los blanquistas a principios de 1871. Esta escaló en marzo, cuando el gobierno de Thiers condenó in absentia a muerte a Blanqui —presidente del club La Patria en Peligro— y prohibió la circulación de varios periódicos de izquierda. A continuación, el gobierno de la Defensa Nacional procedió a ocupar militarmente París, mas las tropas de Versalles fracasaron por hacerse de los cañones emplazados en Montmartre tras un par de intentos (12 y 18 de marzo). La Guardia Nacional, a quien correspondía la custodia de estos, y el pueblo llano, repelieron al Ejército, pactando de facto la defensa ciudadana de la capital gala. Con ello, emergió otro elemento de la Comuna: la ciudadanía armada.

El Comité Central de la Guardia Nacional, presidido por un artesano, convocó a elecciones municipales por voto universal y directo a fin de conformar el Consejo de Gobierno de la Comuna, quien haría ondear la bandera roja en el Hôtel de Ville el 28 de marzo. Los objetivos fundamentales de la novel administración eran resolver el problema del abasto de alimentos a la ciudad sitiada, organizar su defensa y preservar la república. Hubo también movilizaciones populares en diversas ciudades francesas (Lyon, Burdeos, Marsella, Ruan), reivindicando la autonomía municipal y la asociación de los conglomerados urbanos en una federación. En esta tónica, el Manifiesto del Comité de los Veinte Distritos —cita John Merriman— definió a la Comuna como “la base de todos los Estados políticos… (esta debería de ser autónoma, con) soberanía completa, al igual que el individuo en medio de la ciudad… Es esa idea… la que acaba de triunfar el 18 de marzo de 1871”. A esta democracia de base, que afirmara la autonomía y la libertad comunal e individual, los communards la llamaron “República democrática y social”, tendiendo un puente con las revoluciones precedentes que también habían proclamado la república. Con esto tenemos en la Comuna la prefiguración de un Estado nacional que integra el principio democrático con la cuestión social dentro de una forma republicana, por definición antimonárquica y adversa al absolutismo.

El Consejo de la Comuna, órgano ejecutivo y legislativo a la vez, conformó comisiones (Militar, Subsistencia, Finanzas, Servicios Públicos, Enseñanza, Seguridad General, Relaciones Exteriores, Justicia y una más de Trabajo, Industria e Intercambios), Posteriormente, en estrecha votación, aquél determinó integrar el Comité de Salud Pública, émulo del jacobino de 1793. Los resultados más palpables del gobierno popular fueron el préstamo del Banco de Francia para pagar a la Guardia Nacional, la abolición del trabajo nocturno de los panaderos, la prohibición de la prostitución, la educación primaria gratuita y obligatoria, las guarderías infantiles, la separación de la Iglesia y el Estado, la confiscación de los bienes de las órdenes religiosas y el retiro de los subsidios gubernamentales al clero, el aumento e igualación de salarios de maestros y maestras, la fijación del precio del pan, permitir a los sintecho ocupar las viviendas vacías además de evitar el desahucio de los inquilinos incapaces de pagar las rentas.

En los 72 días el gobierno comunal circularon numerosos periódicos recién creados, proliferaron clubes políticos que se reunían incluso en las iglesias, el pintor Gustave Courbert —electo alcalde de distrito y miembro de la Comisión de Enseñanza— conformó la Federación de Artistas donde participaron Millet, Corot, Manet, Daumier y el músico Eugène Pottier (quien escribió La Internacional en junio de 1871), la cual asumió la conservación de monumentos, galerías, museos y bibliotecas, propuso subvencionar a los jóvenes talentos, romper con el canon estético de la Academia de Bellas Artes y pugnar por “un tipo de mundo claramente diferente —dice Kristin Ross—, en el que todos, y no solo unos pocos, compartieran lo mejor”.

Aparte de aproximar a la gente común a la belleza, de rechazar los elevados emolumentos del funcionariado, legislar el trabajo e incorporar al pueblo llano al gobierno de la polis, la Comuna también procuró la igualdad entre los sexos, pues la revolución social sería insustancial mientras no ocurriera eso. La Unión de Mujeres por la Defensa de París y los Auxilios a los Heridos, encabezaba la rusa Élisabeth Dmitrieff de la Asociación Internacional de Trabajadores (ait), respondió a ese cometido de acuerdo con la premisa según la cual “el trabajo de la mujer era el más explotado en el orden social del pasado… Su inmediata organización es urgente”. La Unión organizó comités de defensa en distritos y ayuntamientos, reuniones públicas y en los espacios laborales. Justo sería el gesto de una mujer trabajadora en el que repararía el escritor Edmund de Goncourt en el cruento fin de la Comuna: “está plantada en una actitud de desafío, escupiendo insultos a los oficiales desde una garganta y unos labios tan contraídos por la ira que no pueden formar sonidos y palabras”. La igualdad radical, en suma, fue consustancial a la Comuna.

Los enemigos del gobierno popular fueron las clases propietarias, los monárquicos y a la Iglesia. La cúspide del enfrentamiento con esta se alcanzó cuando los communards apresaron al arzobispo de París —favorito de Napoleón III en la carrera por el poder eclesial— junto con cinco sacerdotes, buscando negociar con Versalles un intercambio de presos, entre ellos Blanqui y dos comandantes de la Guardia Nacional, finalmente ejecutados estos últimos, con respuesta equivalente por parte del Consejo de la Comuna. Por eso —escribió Marx— “el verdadero asesino del arzobispo Darboy es Thiers”. Menos obvia fue la hostilidad de la república de las letras, quien adjetivó los prejuicios hacia las clases subalternas —la ciudad había caído “en poder de los negros”, llegó a decir Daudet—, llegando al extremo de pronunciarse contra el sufragio universal y la instrucción pública gratuita y obligatoria la cual, al decir de George Sand, “no hará sino aumentar el número de imbéciles”: las élites eran las únicas aptas para gobernar. Flaubert, bastante contrariado por el decreto que le impedía desalojar de sus casas a los inquilinos insolventes, era de antiguo adverso a la igualdad, encontrando en ella “la negación de toda libertad, de toda superioridad”, dado que “la multitud, el rebaño será siempre odioso” y “lo único importante es un pequeño grupo de espíritus”, nos recuerda Paul Lidsky.


Consecuencias y legado

La subversión del orden burgués durante 72 días devino en masacre. Las cifras de la descomunal represión siguen a debate: entre 17 y 35 mil asesinatos, 35 o 40 mil prisioneros, deportaciones a Nueva Caledonia, deshonra de los cadáveres femeninos arrancándoles las blusas, merma considerable del artesanado urbano. Los blanquistas quedaron diezmados y Auguste Blanqui recibió un indulto en 1879. Clémenceau, entonces diputado, intercedió por el revolucionario, argumentando —dice Samuel Bernstein— que “se puede estar en desacuerdo con sus ideas, pero no es posible discutir su republicanismo austero, como tampoco cabe negar el espíritu de dignidad que ha sabido mantener contra viento y marea”. El “Viejo” había pasado 36 años de su vida en prisión. Marx pronosticó que “el París de los obreros, con su Comuna, será eternamente ensalzado como el heraldo glorioso de una nueva sociedad”; dedujo también que no bastaba con apoderarse del Estado, sino que había de desmontársele, cual hizo la Comuna. Para conseguirlo, concluiría Lenin, era indispensable “reprimir a la burguesía y vencer su resistencia… con suficiente decisión”, es decir, establecer una dictadura de clase. En el otro polo ideológico, Herbert Spencer estaba cierto que “todo socialismo implica esclavitud” al subsumir al individuo en el Estado, o —como advertía Le Bon— dejar el cuerpo social a merced del irracionalismo de unas masas “siempre femeninas”.

Las derrotas no suelen ser completas ni definitivas y pueden incluso dejar una huella más honda que las victorias: esto ocurrió con la Comuna. Aunado al despiadado escarmiento a los communards, el gobierno de Versalles disolvió la Guardia Nacional, proscribió a la ait y negó de nueva cuenta a París el derecho de elegir a un alcalde (el mismo escarmiento de 1794 y 1848): llevaría un siglo conseguirlo. No obstante, la valerosa lucha de hombres y mujeres del pueblo llano bloqueó la opción monárquica afirmando la república. Asimismo, en 1880 se formó la Federación del Partido Socialista Obrero Francés y los trabajadores obtuvieron el derecho a la sindicalización al año siguiente. La Segunda Internacional se fundó en París en 1889, en el centenario de la Revolución francesa, contando con la presencia de 391 delegados de 20 países, y situó al socialismo como una fuerza política de consideración en el panorama europeo. Pero, más que eso, las explosiones revolucionarias liberan energías sociales de una potencia insospechada en lapsos temporales que pueden ser muy breves, aunque altamente significativos. Una discontinuidad en el tiempo histórico que rompe el transcurso regular de los acontecimientos compactando el presente con el futuro. En la misma forma que en la Comuna resonaron los ecos de las revoluciones pretéritas, después de 1871 las tentativas de autogobierno popular, igualdad radical, abolición de las jerarquías, libre asociación de las ciudades y de convertir en un bien común el pan, el trabajo, la educación y la belleza remiten a esas diez semanas en que todo fue posible.

Carlos Illades e profesor distinguido de la UAM, miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia y autor de Vuelta a la izquierda (Océano, 2020).

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