La creación del personaje Ricardo Garibay

Literatura

Como homenaje al escritor hidalguense en su centenario, publicamos, con la autorización de la autora, el prólogo de 'Cómo se gana la vida / Fiera infancia' (Penguin Random House), volumen doble editado que recorre la obra de este autor fundamental.

Ricardo Garibay. El escritor mexicano reflexionó sobre su vida en 'Cómo se gana la vida/Fiera infancia'. (Archivo MILENIO)
Josefina Estrada
Ciudad de México /

Fiera infancia y otros años y Cómo se gana la vida son los dos únicos títulos que Ricardo Garibay escribió con la franca intención de hacer un análisis retrospectivo de su vida, aunque la obra literaria y periodística del escritor está poblada de fragmentos autobiográficos. En el ámbito de la literatura nacional es poco cultivado este género. Sin embargo, se han hecho esfuerzos notables, como la serie Nuevos Escritores Mexicanos del Siglo XX Por Sí Mismos coordinada por Emmanuel Carballo y la colección De Cuerpo Entero, bajo la dirección de Silvia Molina.

Fiera infancia y otros años y Cómo se gana la vida son fundamentales para valorar y comprender la obra de Garibay. Por ello, sugiero estas dos lecturas antes de abordar la extensa bibliografía del escritor hidalguense. En ambas se congrega la genial simbiosis de tersura y fuerza narrativa. El autor ya viene de regreso de sus juegos pirotécnicos con el lenguaje, que tan bien plasmó en los Diálogos mexicanos (Joaquín Mortiz, 1975) y que ensayó a la menor provocación a lo largo de la década de los 70.

La lectura de estos dos libros es una bitácora para seguir los pasos del joven testarudo y arrogante, empeñado hasta la intransigencia por hacerse escritor. Nos ayudan a comprender sus afanes por descubrir los misterios de las letras que le harían develar su propia literatura. De este hecho se desprende la magia: estamos ante la cúspide de la malicia literaria que Garibay, sin descanso y por encima de cualquier otro interés, fue conquistando. Por eso, la atmósfera evocativa de los relatos autobiográficos tiene la cualidad de sustraer al lector del entorno para abismarse en la musicalidad de la prosa, tan cercana a los crescendos de una sinfonía, los vivace, pasando por los pianissimos.

Fiera infancia…

Los albores son feroces por las peleas de los niños en las calles o a la salida de la escuela. Por los borrachos asesinados a puñaladas en las pulquerías. Porque los centavos que trae el padre como recaudador de impuestos de mercados son insuficientes. Y es brutal, sobre todo, porque el progenitor desata su infortunio sobre el niño. Pocas veces se ha escrito la semblanza de un patriarca tan temido y odiado a consecuencia de esas salvajes palizas. En varios momentos, Garibay describe la oscuridad ciega del miedo ante la cercana y latente amenaza paterna: “Semejante a la noche baja una y otra vez mi padre hasta mi infancia. Es un negro emperador de nariz afilada y tremendas cejas, y bigotes en punta. Sus manos son de hierro y baja a cachetearme, a patearme, a tirarme de los cabellos, a hacerme bailar y defecar a cinturonazos, a vociferar sus órdenes y burlas a boca de jarro hasta bañarme en su recio aliento, que era como viento de agujas rojizo en mi nuca, en la base de mi lengua, en mi garganta”. La huella de este calvario puede rastrearse a lo largo de la vida del autor. Es posible que la neurosis que vivió en los años 40 —que le impidió escribir y publicar a lo largo de 10 años— sea una secuela de esas tundas.

En 1993, en una entrevista que le hago para el suplemento sábado, Garibay me confía que tuvo que hacer una alianza para no ser aniquilado: pactó con el demonio para matar a sus padres a cambio de su alma. Tan terrible compromiso llevaría al escritor a largos años de psicoanálisis. Abraham Fortes, su analista, le descubre que esa fantasía es la raíz de su neurosis porque ese pacto con el mal le da poder. Ante este diagnóstico, Garibay razona: “Entendí todo. Todo. Fue un instante, tendría 63 años, y entendí qué había pasado. A partir de ahí comenzó la salud. Los fantasmas me dejaron, por fin, en paz. No tendría que pagar nada. No tenía ya que lastimarme por nada. No tenía que odiar a nadie. No tenía que matar a nadie”. Esta confidencia la volvería a mencionar a propósito de la portada de su libro Vámonos a la huerta de toro toronjil (Joaquín Mortiz, 1995). Sandro Cohen, como editor, había seleccionado un grabado del pintor oaxaqueño Maximino Xavier, que ilustra un camioncito cargado de diablos traviesos. Garibay me llamó por teléfono y objetó la portada: “Nada con el Maligno. No se ría. Es cosa seria. No lo quiero cerca y menos en la portada de un libro mío. Pongan otra cosa, lo que sea. Después de haberlo invocado, puedo asegurar que se apoderó de mí…”.

En realidad, Satanás no cumplió. Al padre lo mataría un cáncer y el hijo escribiría el diario de su larga agonía, que sería su primera novela: Beber un cáliz (Joaquín Mortiz, 1965). “Solo entrada la juventud, hacia los veinticinco años, comencé a compadecer su inútil violencia, sus pesadillas, su taciturnidad; y luego, por último —no sé de dónde me brotó el amor— lo acompañé puntual hasta su muerte. Tuvo once hermanos, y cinco fueron suicidas y lo persiguieron hasta el 8 de junio de 1962. Rezó por ellos cincuenta años”. A propósito, Garibay me dice en entrevista: “Y siempre me maldije por no haber escrito todo el odio que le tenía. Siempre supuse que Beber un cáliz era una falacia, donde hablaba falsamente de amor, porque lo que yo tenía era odio y un miedo enorme. Y ahora veo que hice bien. El odio era una pura enfermedad, una pura fantasía. Hubiera sido un libro abyecto y atroz. ¿Para qué? Mejor dejar ese testimonio de amor, que gracias a esas posibilidades no perdí la razón nunca, no entré en la locura. Ese odio está reflejado un poco más en Fiera infancia…, y sufrí mucho al escribirlo. No exagero mi dolor: en la presentación de ese libro, me eché a llorar ante 300 gentes; fue imposible contener el llanto”.

En cambio, la figura de la madre es mínima, circunstancial. El pasaje más detallado es cuando la acompaña a la iglesia, en las mañanas, ciega y viuda. Le solicita al hijo que le narre todo cuanto ve, y le pide que no olvide esas calles, que aunque ella esté en la Gloria, ellos seguirán, toda la familia, caminando por ahí. El escritor cumple cabalmente su deseo: en muchas páginas vemos el tránsito de los Garibay por esos caminos.

La inocencia transcurre en la colonia San Pedro de los Pinos, territorio edénico, donde el nombre de la colonia hace honor al jardín salvaje, interminable rumor de ramazones, que rodea el escaso poblado. Aquí hay ríos, pastos salvajes y sembrados. Atravesando la Avenida Revolución están las Lomas de Becerra, la fábrica de galletas Lara, la fábrica de cemento Tolteca, Tacubaya y su mercado, Cartagena, las cuevas, la chusma: el arrabal de los años 30.

Las calles de Tacubaya llevan nombres de batallas, héroes y mártires. Son caminos estrechos y empinados, donde perviven algunas pulquerías y escasos pirules. Pero la geografía subsiste y por eso es posible imaginar los caudales de agua que arrastran gigantes ratas de campo hacia Los Pinos y donde los niños las cazan, donde un septiembre ya muy lejano vencí a cinco en un atardecer.

Garibay asistía a la escuela Nicolás Bravo Vespertina, donde iba la ralea más salvaje del rumbo. La de aquella escuela era una vida de encontronazo y descontón. En el primer turno iban los relamidos, pero él acudía en la tarde porque en la mañana debía quedarse a ayudar en los quehaceres y mandados a su madre. Los compañeros de escuela ocupaban grandes espacios en la narración. Ninguno es gratuito y todos tenían que ver con alguna vivencia que iba formando el carácter y la literatura del hombre. Es magistral el retrato de Faustino Cruz, el carbonero, eternamente sucio de la cara, que el maestro Román Medina mandaba lavar. Un día, sostuvo un diálogo con el negro Cruz, quien le preguntó: “Por qué te persinas, qué dices cuando tocan las campanas? Le dije ‘es el ángelus, rezo un avemaría, a estas horas vuelan los ángeles por encima del mundo’. Alzó la cara, estaba tiznado como jamás lo estuvo, miraba el cielo curvo e iba girando y dibujando poco a poco, muy poco a poco su sonrisa. Luego decía ‘este pinche Garibay está re loco, dice que ángeles, que en el cielo dice, dice que volando ¡pinche Garibay!’. Y me daba mucha vergüenza. Me dijeron joto y que iba a la iglesia”.

La certeza del vuelo de los ángeles reaparece en la primera página de Cómo se gana la vida cuando la maestra Lorenza le dice al niño Ricardo que los ángeles Vienen de noche y el polvo de oro se les cae de las alas.

     —¿Por qué de noche? ¿Por qué no vienen ahora?


     —Sí vienen, pero no los podemos ver por tanta luz.



     —Ah —decía. Volvíamos al salón, pedía permiso de ir al baño y me paseaba por el jardín, tentaleante, entrecerrando los ojos para ver de noche, oyendo rumores de alas. Una mañana vi a dos ángeles. Eran toscos, como estatuas vistas de cerca. Uno era muy verde, y el otro, que ya se iba volando, era amarillo y llevaba los pies sucios de lodo. Estuve enfermo una semana.

Como una muestra de la malicia alcanzada por el autor de 1973 a 1992, cuando publica esta versión, hay que revisar el mismo pasaje en el texto titulado “Calle 16”, en el subtítulo de “Gabriela” (El gobierno del cuerpo, Joaquín Mortiz, 1977): “Hay polvo de oro en ese tronco, y a los niños chicos, de kínder, les dicen que cae de las alas de los ángeles que vienen a descansar de madrugada, de andar volando por el cielo de la ciudad. Y los niñitos juntan el polvo de oro y lo guardan en papeles. Lo pone el conserje”.

En realidad, vuelve a tratar todo el fragmento de “Gabriela” en Fiera infancia, en la escena del protagonista acariciando el abriguito de la niña —que aquí se llama Graciela— cuando el salón está solo. De la misma manera, en “Calle 16” nos encontramos los primeros apuntes de Gloria y Maravilla. Las tres niñas despertaron las nacientes excitaciones amorosas.

El ángel verde y el amarillo vuelven a ser mencionados, entre miles en el desierto, en el cuento “Aire de blues” (Aires de blues, Grijalbo, 1984). Del ángel amarillo, el personaje dice que es “descomunal y sus cejas eran de bronce antiquísimo, y sus pies gigantes calcinaban la arena, y de su pecho y sus hombros y sus muslos emanaba el poderío de un alud de leones, y de todo él salía una ternura y frescura deliciosas, que calmaron mis dolores y me llenaron de negros vaticinios”. En esta ocasión los ángeles son malignos y causan destrozos, muerte y locura.

…y otros años

La narración sigue un orden cronológico aunque el autor se permite los saltos naturales de la memoria. Esos súbitos cambios de tiempo y espacio no le inquietan mayormente a Garibay. Cree obedecer a los divinos mandatos de la evocación: “Y ha de regresar, el que cuenta su vida, más de una vez al comienzo. Se escribe en línea recta y de una sola cosa. Pobre línea que avanza con submarina lentitud buscando abarcar, devorar el horizonte del pasado, en la memoria inmensa”. Así, del relato del niño que mira los senos de las lavanderas en el río, el narrador decide centrarse en las andanzas del enamorado mal correspondido, deplorable estudiante de Derecho y voraz lector de poesía en las calzadas de grava roja y bajo la fronda del invernadero de pinos. En estos pasajes están los primeros atisbos de las memorias de los años 40, cuando Garibay asiste a la Escuela Nacional Preparatoria, la época del amor a los amigos, al conocimiento y la plena dedicación al oficio de escritor.

Con esos amigos, Garibay conocería el maestrazgo de Erasmo Castellanos Quinto, de quien haría una de las semblanzas más cálidas y hermosas de cuantas escribió. Es memorable el fragmento de cuando el viejo acompaña a los jóvenes a tocar las campanas de Catedral. Inolvidables son sus andanzas por las calles del Chorrito, dando de comer a los perros y hablando de los héroes de la Ilíada y la Odisea. Es de Castellanos de quien Garibay aprende —y cuyo conocimiento sigue al pie de la letra— la instrucción que más vendría a definirlo y que le atrajo tantas antipatías: “Poner la arrogancia ante los demás y la humildad frente al oficio”. Esa frase la diría en múltiples entrevistas de una u otra manera. Al respecto, en 1993, hizo la siguiente declaración a un periodista: “Aquí es donde hay que joderse. Leer o escribir es un acto de humildad, de devoción, de reverencia. Allá afuera todo se puede ir a la mierda. Aquí no. Sólo con humildad y trabajo se consigue la obra, porque el lenguaje es soberbio, difícil, insondable, apenas se le puede domeñar. Siempre nos rebasa, es inalcanzable; siempre podrá mejorarse una frase conseguida. Esos que dicen escribir como si mearan son unos farsantes… Por eso huelen mal muchas cosas”.

También es el tiempo del delirio entrañable a Andrea, que va y viene en el relato y termina con su aparición angélica en el Teatro del Pueblo, en abril de 1939, poco antes de ingresar a la Preparatoria. Desde que la ve, Garibay decide que esa joven judía sería su musa, la mujer prohibida, la alcanzada y lejana que lo acompañaría por 35 años y de quien volvería a escribir en El joven aquel (Océano, 1997), novela breve que quiso narrar aquella historia de exaltación y resultó el tercer libro autobiográfico, la tríada que cierra fulgurante y conmovedoramente la vida del escritor.

Fiera infancia y otros años fue escrita a lo largo de ocho meses para describir la infancia tropezosa, la necesidad de abrirse en canal, para perdonarse todo aquello del principio de los tiempos. Se publicó por primera vez en 1982, en Ediciones Océano. En 1991 se reeditó en la serie de Lecturas Mexicanas: 10 mil ejemplares que tardaron 10 años en venderse, a un costo de 10 pesos el ejemplar.

Portada del volumen doble 'Cómo se gana la vida/Fiera infancia', de Ricardo Garibay (Penguin Random House).

Cómo se gana la vida

Cómo se gana la vida (Joaquín Mortiz, 1992) está compuesto por una serie de crónicas que relatan el itinerario tragicómico del escritor para ganarse la vida. Desde el niño que anda vendiendo candelas para prender la lumbre, de puerta en puerta, y obtener —después de dos meses— sus primeros 18 centavos hasta los 10 mil pesos mensuales que le otorga el mandatario Gustavo Díaz Ordaz. En aquella entrevista, cuando Garibay acababa de cumplir 70 años, me contó las razones por las que había escrito este libro: “Probablemente la principal constante en que yo he vivido ha sido el esfuerzo para buscar dónde ganarme la vida. He sido muy torpe para hacer relaciones convenientes y hacerme de dinero o robármelo donde se podía hacer eso. Entonces he venido cambiando de trabajo con una frecuencia más nutrida de lo que sería apetecible. Comencé a publicar en Proceso la historia de cómo me han caído estos centavos y aquellos. Y resultó que en realidad era una forma de autobiografía; no me lo imaginé. Acabé sintiendo que no había otra forma de contar la propia vida que ésa; la cacería de lo más vulgar, la más inmediata: qué comer, qué vestir, bajo qué techo. ¿Cuál otra?”.

En efecto, la sola enumeración de empleos y maneras de ganar dinero es disímil y sorprendente. Veamos algunas: repetidor de trabalenguas en un concurso de la XEW, empadronador, actor de radio en la XEB, modelo en la Academia de San Carlos, sparring del boxeador Trini Ruiz, inspector de mercados y restaurantes, interventor de bules y cabarés, abogado postulante, profesor en la Escuela-Internacional-Bolívar 55, el que dice el sermón del rosario y maestro de ceremonias de caravanas artísticas.

Por supuesto, no deja de lado las fatigas de la talacha periodística: es corrector de pruebas, subdirector de la revista Firmamento, reseñista en diversos periódicos y jefe de prensa de la SEP. Así como los montos económicos que obtuvo como becario en la Secretaría de Educación Pública, El Colegio de México y el Centro Mexicano de Escritores. Estos alivios que dan las becas le permiten decir que está de acuerdo con que “en el arranque haya becas para que el muchacho de veintitantos años pueda ejercitarse sin congoja”.

El editor Joaquín Díez Canedo le contrata el libro después de que Garibay escribe en una de sus colaboraciones en la revista Proceso: “Se solicita patrocinio o contrato para escribir fascinantes memorias de 1940”. El editor le pide que piense en un título atractivo. Pero el libro no se centra en la cuarta década sino que se extiende a 1970. Ya sabemos cómo se fue dando el hilo conductor de la obra. Y el título armoniza con los lemas de memorias anteriores: Cómo se pasa la vida y Lo que ve el que vive. Si bien en la mayoría de los textos narra la historia para ganar dinero, en muchos otros, no; al contrario, está la pobreza del joven que no tiene 40 centavos para invitar a la amada un refresco en la nevería La Princesa.

Pero lo que nunca se pierde es la intención de contar el trayecto del hombre circunscrito en una época claramente determinada. La capital y sus diáfanas oscuridades y escaso tráfico. La galopante explosión demográfica. El firme arranque de la industria. Europa está en guerra, pero Garibay y sus amigos —Rubén Bonifaz Nuño, Fausto Vega y Jorge Hernández Campos— escasamente hablan de esa hecatombe porque lo suyo es comentar el último poema de Pablo Neruda. O las lecturas que discuten con lúcida locura a lo largo de la noche.

Garibay declara que escribe su autobiografía por una de tres razones: “Para divertir al lector, y un poco a mí mismo; como impúdico alarde de sintaxis y de síntesis de la ya larga existencia, y —acaso ésta sea la razón principal— porque me entusiasma la creación de ese personaje sacado de la persona que fui en el pasado irrecuperable, lo que me enfrenta a este dilema. Qué es más cierto: el que se era verdaderamente, o el que se es en la literatura que uno mismo hace”.

Las últimas frases son preguntas retóricas. Garibay sabe a ciencia cierta que es más poderosa la creación de su propio personaje, que el adolescente que peregrinó por el México viejo: el Zócalo, Guatemala, Licenciado Verdad, Argentina, Donceles, Justo Sierra, Brasil y Santo Domingo. Son varios los fragmentos que se describen en estas calles porque desde 1940, a los 17 años, ingresa a la Preparatoria, ubicada en la calle de San Ildefonso, y después se inscribe en la Escuela Libre de Derecho, en San Ildefonso y Argentina. La carrera no le interesa y sólo se presenta a exámenes finales. Así cursa toda la licenciatura, pero no se titula. Para contrarrestar el fastidio, acompañado de Bonifaz y Vega, acude como oyente a Filosofía y Letras, ubicada en San Cosme, en el edificio de Mascarones, donde estudia la amada Andrea. Y de ahí, los jóvenes se enfilan hacia Reforma. Viven, pues, todo el día en cafés, librerías de viejo y billares. No podía faltar la exaltación etílica y hay que leer detenidamente la crónica “Esbozo de cantinas de antes” para conocer con certidumbre los sitios donde terminan o empiezan algunas de aquellas caminatas.

De 1941 al 46 vive una época donde lo único claro es la historia de amor, la soledad y el hastío. Y aprende a boxear y entabla amistad con varios púgiles. A algunos boxeadores caídos en desgracia les da empleo cuando ocupa la jefatura de Prensa de la SEP. Ese conocimiento del mundo del box daría su fruto años más tarde en el cuento “Ira” (Gobierno del Cuerpo), donde un abuelo le narra a su nieta un cuento entreverado con una pelea de box por televisión, y en su afamada y polémica crónica Las glorias del Gran Púas (Grijalbo, 1978). Los elementos conocidos en ese ámbito le permite elaborar el siguiente símil: “Creo que la vida debe entenderse como pugilato —pugilato en que uno habrá de perder la mayoría de los rounds, sin remedio—; de lo contrario habrá de entenderse como pacto o connivencia con lo peor de la vida”.

Por esas fechas entra como becario en El Colegio de México a estudiar Filología. Varios meses después, apesadumbrado, va con Alfonso Reyes y le confiesa:

—No sé, maestro, cómo decirlo, cómo decirle que no me hallo aquí. No sé cómo decirlo delante de usted.

Don Alfonso le responde que así como lo acaba de expresar es lo correcto. Garibay le replica que no le interesa otra cosa que la literatura. Y Reyes le responde y le puntualiza con una frase que el escritor no olvidaría jamás y que repetiría en múltiples ocasiones:

—No diga la literatura, quién sabe qué sea eso, acaso lo que alcance uno a leer durante toda la vida, nada más. Lo que le interesa a usted es su literatura, la que ya ha comenzado. Lo que a mí me importa es mi literatura, no la literatura.

Ante la contundencia de tanta sabiduría, Garibay cobra su última mensualidad y se va a ocupar un puesto en la Dirección de Precios del Distrito Federal como inspector de mercados, restoranes, bules y cabarés; en su papel de pasante en Derecho puede realizar esta labor. Y es aquí donde empieza el profundo conocimiento de la corrupción generalizada e institucionalizada, y del universo que poblarían sus personajes, así como los múltiples modismos y expresiones extraídos de las colonias populares y suburbios de la Ciudad de México y del país entero. De esta época emana su trato con prostitutas de toda índole. De esa aproximación proviene el impúdico comentario en el sentido de que a él le hubiera gustado ser padrote. De la convivencia con este cosmos debió de nacerle la certidumbre de que la literatura es “lo que pasa en la calle”. Su fascinación por las personas de la más baja laya lo apartaría de sus amigos los intelectuales y le haría escribir: “Busqué la violencia y el peligro con ganas de encontrarlos. No sé qué me cuidó, quién me cuidó; acaso seguir leyendo sin descanso, acaso seguir escribiendo para mí, pues ¿para quién otro?, acaso una muy íntima provisionalidad que me acompañó hasta muy entrada la vida. Y esto último desde la fiera infancia. Todo era, todo se daba de mentiras en la anarquía mientras no llegaban los años decisivos, la gran tarea definitiva. Yo podía esperar; el mundo podía esperar, que tiempo tendría para asombrarse con mi obra. Sonrío ahora y hasta me conmueve la actitud, pero también me da esto: sólo con esa fe, con esa certidumbre en la secreta grandeza, fantasiosa grandeza, puede cumplirse un obcecado destino”.

Su gana de perder la conciencia y la prudencia se debió en buena medida a la boda de la mujer amada, en 1947. Recompone un poco el rumbo en diciembre de 1948, cuando se casa con una compañera de trabajo. En menos de dos años tienen tres hijas: el primer parto son gemelas. Entonces, el escritor ya no podría pagar los lujos de la vida bohemia que venía dándose y se ve en la necesidad de aceptar empleos humillantes, como vendría a ser el de guionista de cine, donde trabajaría 33 años. Garibay constantemente se siente degradado porque los productores brutos y estrellas iletradas se creen con el derecho de cambiarle sus diálogos —a él, que se cree con méritos como ningún otro para escribirlos—, y atestiguar cómo iban transformándose en bodrios, en historias vergonzantes e inverosímiles. Por eso dice que el cine es el lugar más innoble para ganarse, como escritor, la vida.

En el infame mundo cinematográfico traba amistad con los actores David Reinoso, Antonio Aguilar, Eleazar García, el Chelelo, quienes le proponen unirse a una caravana de arte, para cantar y bailar en las terrazas del norte. David y Eleazar lo invitan para que conozca aquellas tierras áridas, broncas y sofocantes, para que le despierten la inspiración. Esas crónicas son regocijantes porque es cosa de risa imaginar a Garibay haciéndola de maestro de ceremonias y aguantando los jitomatazos y las leperadas de la raza. Sin embargo, el propósito se cumple cuando en medio del desierto una noche ve “una casa de madera, muy alta y que temblaba con el viento ligero. Se veía llena de aleros y barandales. Un portal zancudo en la entrada. Polvo de muchos años. Se derrumbaría en el próximo minuto. Sentí una especie de congoja aguda, una desesperación y un júbilo sexual. Era La casa que arde noche, que años después escribí en treinta días, trabajando doce horas diarias, y que ha sido juzgada generosamente”.

De ese viaje por el desierto también nacería la atmósfera y los protagonistas de la película Los hermanos del Hierro, que después se convertiría en Par de reyes (Océano, 1983), novela magistral y cumbre de su arte narrativa. Al recordar que esas obras fueron gestadas en el marco de aquella caravana donde imperó el relajo y las mal pasadas, Garibay reflexiona: “Por modesta que sea la obra que uno ha conseguido juntar viviendo sólo para eso, esa obra, por modesta que sea, ha tenido sus misterios, hermosos ellos, acaso más valiosos que la obra”.

Los temas de Fiera infancia y otros años y Cómo se gana la vida no fueron agotados por el autor. En sus últimas obras siguió escribiendo de su gente, ciudad e infancia. Basta mencionar que el retrato de su madre está en “Bárbara”, del libro 35 mujeres, así como el de su tía Josefina, bajo el título de “Pepina”. En Feria de letras (Nueva Imagen, 1998) sintetiza el argumento de ambos libros en el texto Seis, “La ciudad que tuvimos”. Y en el apartado Ocho, “El complejo de Edipo”, hallamos los párrafos que pudieron haberse integrado a la primera página de Fiera infancia…

El texto anterior se basa en el prólogo “Garibay en primera persona” que escribí para el Tomo 7, 'Memorias dos. Ricardo Garibay' de las Obras Reunidas, Océano, Consejo para la Cultura y las Artes de Hidalgo, Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo, Conaculta, México, 2002. Aquí se incluyen varios fragmentos que en ese prólogo no se incluyeron por razones de espacio.

AQ

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