Vincent Van Gogh comenzó la serie de Los girasoles en 1888, en Arlés, Francia. Vivía al borde de la miseria. No vendía ni un cuadro. Padecía los tormentos interiores casi en soledad, pues aunque compartió el estudio con Paul Gauguin, lo cierto es que la amistad entre ambos artistas no fue, precisamente, un paradigma de concordia.
En la obra de Van Gogh están lo mismo sus impresiones sobre la desventurada cotidianidad de un pueblo minero en Bélgica, que los frescos de las familias campesinas cenando papas; las faenas de los tejedores; los rostros, las manos, la apostura (o descompostura) de la gente ordinaria, y, claro, la naturaleza y ciertas cosas. Vincent era un obseso de la belleza. El empeño por entender y transmitir la hermosura de sus modelos, fuera un anciano o una joven aldeana, la noche, la pradera o las estrellas, eran el motor de su voluntad creadora (“En toda la naturaleza, en los árboles, por ejemplo, veo expresión y un alma, por así decirlo. Una hilera de sauces a veces asemeja a una procesión de hombres huérfanos”).
Van Gogh era un romántico, un idealista. De su candor, quizá, germinó el encanto de su obra (“El maíz joven puede tener algo innegablemente puro y gentil que evoca una emoción como la que despierta la expresión de un niño dormido”). Y también pecó de piadoso, refiriendo a la piedad como empatía ante el sufrimiento ajeno o el compartir el desconsuelo del otro en igualdad de circunstancias (“La hierba pisoteada al costado del camino se ve cansada y polvorienta como los habitantes de un barrio pobre. Después de una reciente nevada, vi un grupo de coles de Saboya que se estaban congelando y me recordó a un grupo de mujeres que había visto temprano en la mañana en un sótano de agua y fuego con sus faldas ligeras y sus chales viejos”).
Las citas provienen del caudal de apuntes de Van Gogh sobre sus inquietudes, búsquedas estéticas que compartió con su hermano Theo y algunos camaradas. Vienen a cuento porque a las organizaciones por la rehabilitación de la vida natural y el equilibrio del planeta, les ha dado por destruir obras representativas de la sensibilidad creadora para atraer la atención mediática, dar vueltas al mundo en las redes sociales, promover un hashtag, o al menos, una discusión sobre el método de la protesta.
Instigar la movilización por la emergencia climática es, supongo, el objetivo del grupo Just Stop Oil, que volvió viral el sabotaje que dos mujeres montaron en la National Gallery de Londres, echando sopa de tomate Heinz a una pieza de Los girasoles.
La paradoja estriba en el performance: afectar la obra de un artista que no tuvo o tiene relación con las atrocidades que, a más de un siglo de su muerte, cometen los gobiernos con sus políticas energéticas, los emporios de los combustibles fósiles, y las propias comunidades insensibles a la devastación de los recursos naturales, es un absurdo colosal.
¿Por qué eligieron un trabajo de Van Gogh, si él fue un ávido explorador de la perfección y la armonía de la naturaleza? ¿Han leído sus epístolas, azogue espiritual de un adorador del campo y el brezo, hermano del oprimido y adversario de los depredadores?
Los museos protegen las piezas con un vidrio, pero la destrucción simbólica pretende acreditar la insignificancia del arte en comparación con la importancia de salvar vidas, aun cuando en el furibundo ataque inviertan el valor simbólico de sus propios signos. Como quemar la foto de Gandhi en medio de motines orquestados para exigir la paz.
AQ