Notas sobre la cultura en tiempos del covid-19

Ensayo

Las instituciones culturales son mermadas por la mano del Gran Austerizador; como sociedad, ¿fallamos al no demostrar que la cultura es de primera necesidad?

Réplica de la estatua del David en la Piazza della Signoria, Italia. (Shuttertock)
Álvaro Ruiz Rodilla
Ciudad de México /

Hay tres ventanas encendidas en la noche de la cuarentena. Gente muy distinta en su interior. En una, el joven emprendedor asiste a reuniones virtuales vestido de traje —sólo de la cintura para arriba— y ha colocado el característico fondo, ya no de pantalla sino de habitación, que simula una biblioteca. Le preocupan, como a tantos, los costos y beneficios de la empresa repartidora y, sobre todo, que el jefe sepa que él se romperá la crisma en aras de la eficiencia. Acabada la jornada, enciende Netflix.

En otro recuadro, una sindicalista no ha soltado el teléfono. Alardea y gesticula. Le frustra no asistir a las juntas con los patrones de la empresa repartidora, y debe estar en contacto permanente con los trabajadores. A toda costa tiene que defender que les paguen el horario nocturno. Ella también prende el Netflix, si no es que se entretiene buscando versiones de Violeta Parra en YouTube.

Finalmente, un profesor en la tercera ventana. Después de dar instrucciones a sus alumnos y escuchar un par de ponencias, ha vuelto a sumirse en las páginas de La muerte en Venecia. El rezago educativo le quita un poco el sueño; más todavía no aprovechar el tiempo al máximo para cultivarse. Hay que echar a andar el arado puesto que el campo del espíritu es naturalmente tosco y yermo, lo cual él tiene por cierto como quien jamás se rendirá ante el refrán popular de un sabio Sancho del trópico: “árbol que nace doblao’ jamás su tronco endereza”.

La página en blanco del encierro eclipsa a nuestros tres personajes; la ansiedad los carcome por asuntos cercanos pero no afines: la culpa improductiva, la injusticia laboral y material y la adusta certeza de que sólo la cultura llenará el vacío.

En otros tiempos de incertidumbre y vacío, cuando una guerra y una pandemia se cobrarían millones de vidas, la pluma de Bertrand Russell —hace unos meses se cumplieron 50 años de su muerte— habría de resolver tres desgracias como éstas en un arquetipo de felicidad. El efecto de la Primera Guerra en Russell, según su propio recuerdo, es como el que tiene Mefistófeles sobre Fausto. Con la guerra el filósofo se convierte en un vehemente pacifista y defensor a ultranza de los objetores de conciencia. También en una amenaza para el gobierno británico. En 1917, se publica en Nueva York Ideales políticos. Russell amplía su tesis sobre las relaciones políticas entre las personas y propone, siempre respetando que cada hombre tenga su propio ideal —la uniformidad es un deseo de los políticos autoritarios—, “algunos principios generales que pueden utilizarse como guía en nuestra estimación de lo que es posible o deseable”.

Esos principios consisten, a grandes rasgos, en distinguir dos tipos de bienes a los que corresponden dos tipos de impulsos. A los bienes materiales, que por lo general se hacen “a expensas de otro” y sólo un individuo puede poseer, corresponden los impulsos posesivos, la propiedad privada que no puede ser compartida. Semejantes impulsos conducen “a la competencia, a la envidia, al afán de dominio, a la crueldad y a casi todos los males morales que infectan al mundo”, sin excluir el uso de la fuerza, la violencia empleada para robarle al otro sus bienes materiales. En la contraparte, “los bienes mentales y espirituales no pertenecen a un hombre con exclusión de otro”. La investigación científica, la pintura o la poesía no impiden que otros accedan a dichos conocimientos; al revés, cada investigador, pintor o poeta “ayuda a crear la atmósfera en la que tales cosas son posibles”. De modo que a estos bienes no corresponde posesión alguna —no hay una cantidad cuantificable a repartir— y están dominados por los impulsos creadores o constructivos.

Por supuesto no hay dos órdenes estancos en todo esto: los impulsos posesivos siempre pueden “infectar” o “ensombrecer” la creación. Pero, en el ideal de Russell, quienes están plenamente dominados por el valor de los bienes que no pueden adquirirse por la fuerza sino mentalmente tenderán a templar sus relaciones por un impulso de reverencia hacia los demás —que no es más que el respeto del potencial creativo de cada quien.

Recordemos que estamos en el ámbito de lo deseable. Pero lo interesante viene cuando salimos de la vida individual y pasamos a las esferas coercitivas de la sociedad. De manera que lo idóneo desemboca en el horizonte concreto: “Las instituciones políticas y sociales han de ser juzgadas por el bien o mal que causan al individuo. ¿Estimulan la creatividad, más bien que el afán de posesión? ¿Encarnan o promueven un espíritu de reverencia entre los seres humanos?”. Las instituciones, según Russell, más bien fomentan los principios de “propiedad y poder”. A pesar de su aparente candidez, el autor de Principia mathematica nunca deja de considerar las condiciones de opresión económica. El mundo capitalista que vio el filósofo inglés no difiere mucho del nuestro en esta óptica de impulsos: “pocos hombres pueden llegar a ser creadores más bien que posesivos en un mundo que está totalmente dominado por la competencia”.

En todo caso, ¿pueden los ideales de Russell ayudarnos a sacar algo en claro del mundo en tiempos de pandemia? Creo que sí. Es difícil no asociarlo con las instituciones culturales, y más cuando éstas, en México, se siguen viendo mermadas por la mano ciega del Gran Austerizador. Acabar con el fideicomiso del Fonca —con todo lo perfectible que pudiera ser— significa no sólo prohibir su autonomía de origen, sino abrir la puerta a que con un futuro gobierno esa partida presupuestaria simplemente se extinga. Es haber dejado vulnerable a todo un sector que costaba poco y producía mucho. Pero, claro, ¿cómo medir el valor de esa producción?

Ahora bien, una de las defensas airadas del Fonca, la de Christopher Domínguez Michael, lamentó la pérdida de “la autonomía de los creadores para defender el rumbo de la alta cultura”. Domínguez Michael, uno de los críticos más prestigiosos y con mayor trayectoria del país, no se tomó la molestia de definir la “alta cultura”, más que en oposición a la “cultura popular”. Sin salirnos del ámbito literario, ¿la alta cultura se define por ser más cosmopolita, por buscar llegar aunque sea muy tarde al banquete de las civilizaciones? ¿Es la que perpetúa la tradición libresca occidental, con su buena cantidad de apropiaciones culturales y lingüísticas extranjeras? ¿Es la más autónoma, la menos susceptible de ser cooptada y folclorizada por el poder en turno? ¿O bien es aquella que tiene mayor refinamiento o mayor autoconsciencia de sus dimensiones estéticas? Nada de esto queda claro si pensamos que aún existe esa vieja dicotomía. Es más, la etiqueta, tanto como estas especulaciones, es estéril. ¿Las batallas en el desierto es o no una novela popular, al ser convertida en canción y leída por las masas? ¿Un libro de décimas y coplas escrito por un poeta jaranero como Patricio Hidalgo, prologado por David Huerta, es o no parte de la alta cultura? ¿Sólo lo es si su autor afirma haberse afincado en un amplio canon que va desde Lope de Vega hasta Paz?

Si atendemos a las definiciones que ofrece Terry Eagleton en Cultura —una revisión historicista del concepto y de sus funciones políticas y sociales— creo que la “cultura”, en el sentido empleado por Domínguez Michael, se refiere en exclusiva a “un corpus de obras intelectuales y artísticas”. De ahí que proponga una lista de autores. Hubiera bastado señalarlo así, aun si es puramente descriptivo, en lugar de dejarnos suponer si esas obras son producto de una élite o de su capital simbólico acumulado, o lo que sea que el adjetivo “alta” intente agregar al debate.

No es nueva la idea de que un grupo reducido debe llevar las riendas de la cultura. Sobre el mismo Russell pesaría, como apunta su biógrafo Ronald Clark, “el cargo de elitismo, ese grave pecado contemporáneo”, entre otras cosas por haber escrito de joven que “un Darwin es más importante que 30 millones de obreros y obreras”.

T. S. Eliot en sus Notas para la definición de la cultura afirma que “en una sociedad, el mantenimiento de determinado nivel cultural beneficia no sólo a la clase encargada de mantenerlo, sino a toda la sociedad”. Y agrega que “la supervivencia de la cultura en la que [la clase ‘superior’] está particularmente interesada depende de la salud de la cultura del pueblo”. De modo que tenemos a un grupo de creadores minoritarios que aumentan mágicamente el nivel cultural de toda la sociedad, alimentándose de la cultura popular, en perfecto estado de salud. Y así sigue el ciclo. La lectura de Eagleton al respecto es lapidaria: “No está claro cómo beneficia a los jornaleros agrícolas el que un reducido grupo de conciudadanos aprecien la música de Webern […]; pero es edificante saber que participar en esas actividades es filantrópico en algún oscuro sentido”. Las diferenciaciones entre lo culto y lo popular, entre lo alto y lo bajo, sólo pueden traernos calamidades o despliegues de humor venerables como los de Eagleton.

Un librero ordena ejemplares en un estante de la librería de La Sorbona. (Foto: Eric Gaillard | Reuters)

No obviemos, sin embargo, que un poco después en el mismo libro Eliot afirma que “llegar a conseguir una sociedad sin clases es un deber que nos incumbe a todos”. Sólo son extrañas, por decir lo menos, sus maneras de llegar a ella. Lo cierto es que en nuestras ventanas imaginarias de la cuarentena el gran ausente es el obrero, el trabajador precarizado de la empresa repartidora, para el cual la cultura no sirve como entretenimiento después de la jornada laboral ni como fondo decorativo durante las juntas virutales, tampoco como fuerza instructora y subversiva durante el encierro, mucho menos como herramienta para cultivar grandes ideas, salir del yerro espiritual y educar a las masas. El obrero que no tiene ni la alternativa de quedarse a “sufrir” el trabajo en casa, mucho menos puede, al volver de la faena, escribir una sinfonía o cuando menos una oda a las mascarillas. Para Marx, el ocio y la cultura sólo son posibles si hay un excedente de riqueza, si hay una clase que puede permitirse ese privilegio material. Russell aprueba una tesis similar con su teoría de los impulsos.

Por lo tanto, las instituciones culturales y suborganismos, como el que prometen que reemplazará al Fonca, de un gobierno llamado de “izquierda” deberían no sólo mejorar las condiciones económicas de los artistas, sino fomentar los impulsos creativos y no la competencia. Las becas a la creación alimentan sin duda esos impulsos y producen un corpus de obras artísticas e intelectuales: son, por lo tanto, un buen aliciente.

Pero, recordémoslo, en la lista de Domínguez Michael no figuran los 600 títulos del Fondo Editorial Tierra Adentro, creado en 1990, muchas tiradas de las cuales son producto de las Becas para Jóvenes Creadores, uno de los proyectos faros del Fonca. Ese apoyo mostró que la política era crear autores y así nutrir el retrato del autor como cúspide de la creación, una idea ciertamente muy romántica que al capitalismo y las consiguientes industrias culturales les vino como anillo al dedo, casi como el covid-19 a nuestro Gran Timonel Plantador de Árboles.

A pesar de esa benéfica bibliodiversidad, y salvo contadas excepciones de autores que prosiguieron con su obra y fueron ejemplares maestros y tutores, centenares de libros del FETA quedaron en bodegas: no hubo lectores para ellos. Lo que sí hubo, posiblemente, fue el desenlace de esa “bonita paradoja” que apunta Antonio Ortuño en El caníbal ilustrado y que le regala un novelista: “Publicar un libro en México es lo más fácil del mundo. Lo único que hace falta es haber publicado otro antes”. Quizá esa era una de las ramas perfectibles del Fonca: descentrar las becas del hecho mismo de publicar libros y concentrarlas en la formación de lectores, propiciar más diálogo recíproco.

Jamás desaconsejaría la multiplicación de los libros, pero en el caso de autores nóveles y jóvenes, siempre me parecerá preferible un taller de lectura de poesía que fijar una cuota de producción, que obligar a que salga un libro con fecha de entrega. Tal vez algo perfectible era también aumentar la cantidad de talleres, revistas, antologías (como las de autores de Tierra Adentro que aparecían en las primeras épocas) e incentivos a editoriales locales; en fin, todo lo que nutra los procesos de difusión cultural y que realce las facetas colaborativas de “la más solitaria y la más colectiva de las artes” —como definía José Emilio Pacheco la literatura—, en lugar de exacerbar el genio individual.


El triunfo de la hiperconectividad

En general, los últimos intentos por apartar el aura de sacralidad del escritor han fracasado. La famosa “muerte del autor” que decretaron Barthes y Foucault desde 1968 no fue más que un funeral corto y abstracto. Otro intento fue la corriente democratizadora de la poesía latinoamericana de los años sesenta y setenta —la de Parra, Retamar, Cardenal, Benedetti, Pacheco, Lihn, etcétera—. Quiso ser arma de crítica y denuncia del capitalismo y arte pedagógico con sus costuras de textos al aire, expuestas. Era importante mostrar que el poeta era a la vez el bufón irónico y satírico y el trabajador que ensambla lecturas y hace obra colectiva, colaborativa. Pero sin el auspicio ideológico de la revolución cubana, el 68 o la revolución nicaragüense su relevancia se ha ido desdibujando. Lo que es peor: pareciera que el ideal de una literatura “sin autores” se revirtió como nunca por la irrupción de la hiperconectividad y las redes sociales. Los autores se han vuelto los principales promotores de sí mismos. La presencia de sus “perfiles”, selfies, tertulias y pastillitas de ingenio retórico en redes ha acortado todavía más la sana distancia necesaria para disociar al autor de la obra, la voz lírica o narrativa de la persona de carne y hueso, lo cual acaba inoculando mayor egolatría al mundo de por sí inflamado de la cultura.

Con la hiperconectividad también vino una mayor ubicuidad de la cultura de masas. Su triunfo es estruendoso pues se aprovecha de una cualidad contradictoria del arte: su inutilidad. En días pandémicos hemos visto el empleo certero de la cultura como pasatiempo, ocio y entretenimiento; es decir, como solaz de todo ese tiempo inútil. Pero esta es una falsa idea del arte por el arte o de lo que Machado entendía con ternura al escribir que “el arte es un juguete”. Mientras el hijo pequeño del empresario juega las horas del encierro, su padre puede relajarse viendo lo mismo las transmisiones de la Filarmónica de Berlín que La casa de papel. Todo igual de “inútil” y hasta el mismo punto defendible. Pero olvidamos que las doctrinas del arte por el arte lo fueron porque asumían una batalla contra la imposición productiva del mercado y los horrores industriales.

“Como sociedad seguimos en deuda con nosotros mismos, al no haber conseguido demostrar que la cultura es un bien de primera necesidad”.
Álvaro Ruiz Rodilla Ensayista

En el ámbito de la cultura parece, entonces, que ya no vemos claros los contornos. Sin salirnos del orden de los libros y la lectura —no tocamos aquí la preocupante situación de museos, centros culturales, teatros, etcétera— mucho se ha esfumado. Es fácil darse cuenta, sin ponerse nostálgicos, que los grandes suplementos culturales y revistas del pasado no tendrán parangón en este siglo. La figura del intelectual público se ha desvanecido y ha perdido autoridad —todo esto en aras de la democratización de la opinión y el conocimiento que presuntamente permite el internet— mostrando que acaso aquellos proyectos ideológicos, políticos y culturales vivían demasiado de figuras autorales y, sí, caciquiles.

La pérdida de centralidad actual en la vida cultural de semejantes impresos también se debe a las complejas metamorfosis que han sufrido las empresas periódicas en las últimas décadas por la digitalización y la velocidad de los ciclos noticiosos. Pero es innegable que en el amplio arco que va desde la revista El Renacimiento (1869) hasta Vuelta (1976-1999) esos espacios fueron auténticas universidades, talleres, tertulias o seminarios, zonas de contacto y ruedos de roces y polémicas para los más relevantes escritores de la literatura mexicana —y lo menciono sin olvidar sus hoy evidentes mecanismos de exclusión, en especial en detrimento de las escritoras.

Lo más importante es que muchas de esas revistas y suplementos fueron las pocas correas de transmisión y comunicación constante con comunidades de lectores, en quienes se afianzaba la asiduidad y la frecuencia que exige la cultura libresca. Al haberse dispersado esas comunidades en una infinidad de intereses, de fuentes nacionales o extranjeras, de referencias de todos los tiempos disponibles al alcance de pocos clics, los autores también quedaron diseminados y a la intemperie, bajo el yugo absoluto del mercado, sin frentes ni proyectos comunes.

Me atrevería a decir que el hueco vertebral que dejaron los suplementos culturales —con escasas y valientes excepciones hoy— lo llenaron en años recientes, entre otras producciones, las editoriales independientes, al perseverar en una visión preclara de las comunidades de lectores a los que se dirigen y permitiendo el acercamiento a un catálogo genuino. Acaso en esas empresas pervivan los impulsos creativos que llenaban a Russell de optimismo en tiempos aciagos. Y también los ideales de un oficio más colaborativo que competitivo. En días recientes nos sorprendió el anuncio de una fondeadora para salvar la “economía de subsistencia” de las tres principales y más “grandes” —un tamaño relativo, claro, a sus gastos operativos que no dejan de ser incluso menores a los de una pequeña empresa— editoriales independientes del país: Almadía, Era y Sexto Piso. Es un síntoma de asfixia alarmante. El daño, de cualquier manera, ya había empezado.

Hace un par de semanas la editorial La Dïéresis declaró que paraba sus actividades; ya no era mínimamente rentable. Y el caso de la editorial artesanal dirigida por Anaïs Abreu d’Argence es, además, paradigmático de la falsa frontera entre la alta cultura y lo popular. En sus once años de existencia La Dïéresis publicó, con las más variadas técnicas artesanales, a Francisco Hernández, David Huerta, Francisco Segovia, Sor Juana Inés de la Cruz, Lope de Vega, Christina Rosetti, T. S. Eliot, traducciones de Hernán Bravo Varela, Gerardo Deniz, José Luis Rivas o Robin Myers. Publicó clásicos canónicos y autores jóvenes, en una pintoresca gama de posibilidades de formatos, encuadernación y lectura que devolvían al oficio editorial y al libro objeto su talante artístico y libre. ¿Pudieron haber sido apoyados por el Fonca y el nuevo FCE o, más bien, impulsados también por Fonart? Desgraciadamente ya nunca lo sabremos.

El gobierno parece ajeno a cualquier preocupación de este tipo, sin querer ver la gravedad del asunto. Hay que reconocer, eso sí, el acercamiento reciente entre el FCE y una decena de editoriales independientes con las cuales se avanzan acuerdos de distribución y “paquetería” en el mejor sentido de la palabra: crear paquetes temáticos y ofrecer descuentos para la venta en línea. Pero es un tímido avance. A diferencia de otros países, como sociedad también seguimos en deuda con nosotros mismos, al no haber conseguido demostrar de una vez por todas que la cultura es un bien de primera necesidad. Suena descabellado pensar que un libro sea tan necesario como un ventilador respiratorio. Pero como afirma Eagleton “pudiera ser que exceder la necesidad fuera en sí mismo una necesidad”.

ÁSS

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