“Se ha ocultado la luna. También las Pléyades. Es la
media noche y las horas se van deslizando
y yo duermo solitaria.”
Safo, hace 2.600 años.
Con este título me refiero a un oficio que en mi caso es una ardiente pasión, una continuada aventura existencial, un aprendizaje de nunca acabar: el amor a los libros, es decir, al objeto físico, y también a la literatura, en cuanto que fenómeno del lenguaje, como define Aristóteles. Para una editora, esos dos aspectos conforman el fundamento del oficio. Es decir, una editora juega a dos bandas. Sin embargo, la edición es un oficio que desafía su propia definición. Un oficio al que no basta ser solo oficioso. Es también un anti-oficio. La literatura es subversiva, y cuando es buena, es material peligroso. Como lo confirma el condenable ataque a Salman Rushdie hace unos días.
Me refiero al paso al título del ciclo, “La industria editorial en una era de incertidumbre”, antes de comentar cosas que me interesan un poquito más, como hubiera dicho con sarcasmo la escritora catalana Montserrat Roig (véase su texto en el número 24 de Granta en español: dedicado a las “poéticas del lenguaje”). Mi respuesta a esa pregunta es fulminante, ¿cuándo no ha sido una era de incertidumbres para la industria editorial?
Sé que parece una respuesta apresurada, y que la intención es motivar la reflexión sobre el libro, el cual forma parte “oficialmente” de la industria del entretenimiento, y seguramente habrá una plétora de editores que puedan responder elocuentemente al planteamiento. Pero ahora me refiero a Mario Vargas Llosa cuando nos recuerda que “los malos tiempos son fecundos para la literatura”. Cervantes estaba inmerso en las incertidumbres de la imprenta y la piratería cuando nos dio El Quijote. Y aquí seguimos.
Me parece que los próximos treinta y cinco años serán muy fecundos para la ficción, sobre todo para la búsqueda de nuevas formas de la narrativa. La tecnología y sus aplicaciones están cambiando la naturaleza del tiempo constante, y la literatura es tiempo puro al que se le da espacio, intangible y real, como sabe cualquier poeta desde los presocráticos.
Pero si tenemos que hablar de industria, pienso en mero entretenimiento y en grandes edificios. No, no pienso en catedrales, pienso en bloques de pisos de hormigón como los de la Aleksanderplatz. Pienso en ventas, en ventas, y no en incitar a un lector o a compartir una lectura, pienso en dinero y no en valor, pienso en la acción inmediata para el beneficio sonante y no en los próximos dos mil 600 años. Me lleva a pensar en cadenas de valor, y en los usos paradójicos que le damos a esta palabra (de uso, de cambio). Y pienso que me gusta que haya incertidumbre, o más bien que seamos capaces de reconocer que existe, que merece nuestra atención, y entonces pienso ¿qué es una certidumbre? ¿Existen las certidumbres? Y pienso en aquella niña que cantaba “antes muerta que sencilla”, aunque quizás sería mejor decir “me interesa el mundo de las paradojas”. Pero si he de ser sincera, creo que me gusta más la primera expresión. No está mal.
La palabra “industria” me lleva al afán de poder, a gente que llama o piensa en editores como “porteros” o “guardianes” del éxito, como si alguien hubiera podido realmente evitar que el mundo reconociera el talento de escritores como Melville o Bolaño. Solo dos ejemplos de la legión de escritores adelantados a su tiempo a lo largo de la historia, los que tuvieron que pasar una larga temporada en el desierto antes de ser reconocidos. Pero los editores son también personas sensibles que aman la literatura y se toman su anti-oficio, su arte si cabe, su papel de predicadores del talento y de la experiencia estética del fenómeno del lenguaje, en serio.
Creo que referirse a la “industria” es como empezar la casa por el tejado, o mirar por el ojo de la cerradura todo lo que está pasando en el arte del lenguaje y del libro y de la edición. Formamos parte de una tradición que nos remite a los albores del tiempo, y el editor, como el escritor, trabaja para fijar el espíritu de su tiempo para que luego pueda coger vuelo.
(Fotoarte: Luis M. Morales)
Mi relación con lo literario es una relación fenomenológica, personal, de vida y de tradición larga y también extraña porque vivo entre dos lenguas con mucha intensidad, dos mundos que a veces se juntan en un mundo-en-medio, como señala el iranólogo Henri Corbin o la medievalista Victoria Cirlot, por razones tanto estéticas como existenciales en mi caso. Nunca lo he expresado así en público con tanta claridad, pero me lancé al mundo desconocido, al auto-exilio, casi como un acto suicida. La joven que se lanza, o es empujada por las circunstancias, al volcán.
Entonces, si me permiten, quiero aprovechar la amable invitación y la plataforma que me han brindado, para hablar más bien de otro tipo de edición, que busca deleitar, pero no a toda costa, y que creo se acerca mucho más a mi modo de entender este oficio: la edición como un arte. Y aquí podríamos empezar por discutir si se trata más bien de una artesanía, pero como no debo extenderme, me limito a decir que es un arte, citando a Roberto Calasso, con quien dialogaremos en adelante.
La edición como un arte, que no quiere decir producir libros de arte, aunque también, reniega un poquito de esa industria, aunque parezca perfecta. Los conglomerados de mega-empresas conquistadoras del mundo han creado una enorme y poderosa industria internacional. Y sé que, gracias a eso, pueden existir, en el sotobosque silvestre, proyectos editoriales independientes, especializados, vanguardistas, subversivos. Este ecosistema industrial, que se encuentra al final de un proceso que obliga a publicar en términos de puro beneficio y no de acumulación de capital simbólico o estético, ha permitido también la proliferación de un amplio micelio de proyectos editoriales bellísimos, de infinitas variedades de hifas que alimentan el alma, la imaginación y la condición humana.
Y digo alma adrede, en conversación con la reflexión de Zadie Smith en un ensayo imprescindible titulado “Fracasar mejor,” en el que presenta un sencillo argumento: los escritores tienen una personalidad propia y esa personalidad desempeña un papel importante en su éxito o su fracaso. Yo lo amplío para afirmar que, si los autores conocen lo que es el fracaso, les aseguro que también los editores lo conocen íntima y dolorosamente. Traté hace años a un administrador que escribió, con su madre, un libro titulado Maquiavelo para gestores. No es broma.
La idea de Zadie Smith explica, en parte, mi críptico y atrevido título, porque creo que en este caso, en su argumento concreto, se puede sustituir la personalidad del editor donde ella escribe del escritor. Smith sostiene que “entre el ideal platónico de la novela y la novela real siempre está el maldito yo: vano, tramposo, miope, cobarde, comprometido. Es difícil que los jóvenes lo entiendan al principio. Un ebanista con oficio hace buenos muebles, y un zapatero con oficio arregla bien los zapatos, pero los escritores con solo oficio rara vez escriben buenos libros. Hay un elemento malvado en todo esto: por conveniencia lo llamaremos el ‘yo’ aunque, en tiempos menos metafísicos, con ‘alma’ habría bastado.” ¡El yo como alma! La literatura del alma, las figuraciones del alma. No sé si me gusta más que ese famoso “yo”.
Pero lo interesante, continúa Smith, es que “la personalidad de un escritor es su modo de estar en el mundo: su trazo innegable”. Y pienso en los artistas del trazo, como Amat o Pollock, que se constituye en un inconfundible acto corporal. Cuando se entiende el estilo en este sentido, no se trata solo de una sintaxis asombrosa, sino el resultado de alguna misteriosa imbricación con el lenguaje. El estilo ha de verse como una expresión muy específica, temporal y espacialmente; la única expresión posible de una conciencia humana individual. Es decir, el arte proviene de un estilo, de una forma de estar el ser en el mundo: lo que Emerson llamaba el “carácter”, algo que Smith defiende brillantemente en contra de las ideas de T.S. Eliot, que niega a los escritores una “personalidad”. Se trata de nuestro modo de procesar el mundo, que no puede separarse del resto de nuestras actividades. Es nuestro modo de obrar. Sí, eso. Y lo afirmó Calasso en su Marca del editor, y Jaume Vallcorba en su discurso de clausura de la maestría de edición en la Universitat Pompeu Fabra: el editor es una personalidad, tiene un estilo, tiene gustos, tiene una forma de estar en el mundo, de captar el espíritu del tiempo en el que vive, y es en su selección y su concreción de un acto literario en un libro, lo que expresa un estilo propio.
Pero caveat emptor: lo anterior no se aplica a todos los editores, sobre todo a los que toman sus decisiones según el big data, y cuyos directores, que no suelen ser editores ni lectores, obligan a seguir lo que el mercado dicta, seguir las tendencias en vez de marcarlas. En este punto recuerdo a otra gran editora, Diana Vreeland, quien famosamente dijo que un editor nunca debe dar al público lo que quiere, sino lo que aún no sabe que quiere. Es decir, se trata de los elementos prospectivo y prescriptivo del oficio, al anti-oficio, de editor. También recordemos a la ilustrada librera Sylvia Beach, de Shakespeare & Company, que publicó el Ulises de Joyce porque nadie más se atrevió a publicarlo.
Edere significa “sacar fuera”, “dar a luz”. Editar, publicar, es iluminar, y dar visibilidad a una obra y a su autor. Es buscar y crear e incluso, sí, educar a los lectores, seducirles con algo nuevo, algo que contiene pensamiento, poesía y paradojas. Y es también un negocio que a veces también contiene pensamiento, poesía y paradojas. La edición existe en un espacio en el que se cruzan el arte y el negocio. Y aquí invoco otra vez a Roberto Calasso, el cual afirmó que el editor tiene “algo de mercader, y un poco de empresario de circo”, pero como casi ningún otro, también defendió la edición como un arte.
Hay una estirpe de editores que son para mí los modelos que aún en estos tiempos inciertos actuales, inspiran, muy humildemente y consciente de las distancias, mi manera de habitar la edición como un anti-oficio oficioso. Por ejemplo, cito a menudo algo que dijo Beatriz de Moura, “el tiempo de los buenos libros es infinito”, o de nuevo a Jaume Vallcorba cuando recuerda este momento en Dante, “quien, después de su fatigoso periplo por el mundo de ultratumba, tras haber sufrido un sinfín de penalidades y pasado por terribles peligros, en el Paraíso ya, ve encuadernado con amor en un volumen, aquello que en el universo está desencuadernado, es decir, ve en forma de libro lo que en el universo son solamente pliegos sueltos”. Algo así hace el editor, dice Vallcorba. Y lo hace con amor. También le apenan los muchos libros que aparecen colgados en internet, como ahorcados mecidos por el viento, sin que nadie les preste gran atención. Lo infinito de internet, como cualquier otro infinito material sin límites, se asemeja peligrosamente, dice, dijo, al desierto. Es tarea del editor rescatarlo y darle un marco. Darle luz.
En esta estirpe está Jonathan Galassi, que hizo de una editorial como Farrar, Straus & Giroux, dentro de uno de los grupos internacionales más grandes del mundo, parecer una indie; y ello, os aseguro, no es nada fácil. Sobre todo, en los años noventa y en los dos mil, años que según Calasso fueron la “época dorada de la edición”. Y cómo olvidar a Jorge Herralde, pues ¿qué sería de nuestra lengua sin Anagrama?, nuestra educación sentimental. O aquí mismo en México Margarita de Orellana y Alberto Ruy Sánchez han descubierto y fijado una riqueza asombrosa gracias al empeño único que es Artes de México. O a mi gran amiga y cómplice en la vida y la literatura, Barbara Epler, presidenta de New Directions, editorial nonagenaria que encarna en un claro y reciente ejemplo lo dicho por Beatriz. Su mayor éxito de todos los tiempos se consumó el año pasado: la novela de Osamu Dazai, No Longer Human (Indigno de ser humano), publicada por primera vez en ¡1956! Vendía tan pocos ejemplares que otra editorial la hubiera enviado a su destrucción al segundo año. ND tiene paciencia y entiende bien este anti-oficio: valor por encima de la inmediatez mercantil, igual a justicia poética. Aunque no ocurra siempre, lo reconozco. Pero cuando así sucede, la magia, como un rizoma, como una simbiosis micorrízica, permite que la dichosa alma escape y se reconstituya con letras nuevas, en constante transformación, y nos alcance como un soplo de otros tiempos y otros lugares justo cuando nos tiene algo que decir. Ya el propio título, No longer human, no podría ser más adecuado a nuestra realidad.
Puedo asegurar que, en mi caso, la relación con la literatura y su forma particular de extrañeza, no es un asunto baladí. No. La literatura no solo representa una experiencia estética que quiero compartir. Para mí tiene la electricidad de algo urgente, de lanzar un salvavidas, y la misión de compartirla, en mi caso, cobra la seriedad de una misión vital. La literatura, y eso lo puedo confirmar, me ha salvado la vida. No es una exageración. Y aunque también me ha dado sustento, lo esencial de mi relación con la literatura no proviene de allí. No he buscado una carrera en una industria, no he buscado un lugar de poder, he buscado una manera de seguir viva, una razón para seguir viva, en un mundo salvaje, lleno de sinsabores, lleno de miserias de lo más cotidianas. Y he querido, he sentido la necesidad, de poner mi modo de estar en el mundo al servicio de algo más grande que yo misma. Mi yo, quizás, pero mi alma, sin duda: como una extensión de la superalma emersoniana. Compartida, por ejemplo, con una escritora con la que he trabajado a fondo en el cruce de culturas, Azar Nafisi: para conseguirlo a veces una tiene que hacer seis cosas imposibles antes del desayuno. Porque, ¿quién soy en el mundo, en mi tiempo, en mi espacio? Ah, allí está el detalle. Ay, there’s the rub.
El lenguaje poético, para seguir con Aristóteles, debe parecernos extraño y maravilloso, debe volver a encantar el mundo conocido porque le resta la familiaridad del hábito y lo vuelve a iluminar, a añadir texturas a las cosas que habíamos dejado de ver porque estaban demasiado cerca. Las palabras pueden ser vaciadas y despojadas de significado, el lenguaje puede envejecer cuando intentamos cercarlo demasiado, dominarlo y fijarlo. El lenguaje está vivo, se transforma en el espacio y el tiempo, es un instrumento que tocamos en cada época de forma diferente. Y un escritor con un oído agudo, o un ingenio particularmente profundo, con un sentido natural de las cadencias, del aliento, puede sacudir ese letargo, alterar la realidad para que las cosas que son familiares se vuelvan ligeramente diferentes, misteriosas, encantadas con lo que Freud define como “uncanny”. Roman Jakobson llamó a este proceso desfamiliarización, que Victor Shklovsky introduce en “Arte como artificio”.
Pero también, oh paradoja, por el contrario, cosas que creíamos tan diferentes, tan lejanas en el espacio o el tiempo, adoptan las cualidades de lo conocido. Es decir, el lenguaje transforma y también intensifica nuestra relación con el mundo. Roland Barthes escribió que “El lenguaje es como una piel y froto mi lenguaje contra el otro”. Todo el que pasa tiempo intensamente explorando el lenguaje sabe que la magia sí existe. “Todas las grandes verdades comienzan como blasfemias,” sostenía Bernard Shaw. Como que la tierra es redonda, como que da vueltas al sol, como que existen otras galaxias y planetas.
Voy concluyendo con una confesión. El aspecto subversivo de la literatura es lo que me atrae tanto. Una subversión pausada y bella pero inexorable. La resistencia perfecta. Subrepticia.
Poderosa. Por eso se intenta quemar libros, silenciar a los escritores con violencia, mandar a la cárcel a los editores, por eso puede volverse de nuevo un anti-oficio tan peligroso: eso lo entendí la primera vez que leí a Madame Bovary. Afirma San Agustín que quien pueda entender la palabra antes de que se pronuncie, antes de que los sonidos formen las imágenes de la palabra, será capaz de ver el enigma a través del espejo, es decir, el rostro divino. A través del espejo oscuramente, decía Pablo en una epístola, y en la misma frase donde sostiene que sin amor no hay nada. Y pienso en ese amor que declaraba Vallcorba por el libro.
E insisto, la literatura se remonta al tiempo mítico, cuando nombrar algo era un acto mágico que extraía un objeto de lo inconmensurable y le daba presencia. Luz. Y una vez nombrado, un objeto se puede asociar con otras cosas. Oscuridad. Una distinción crea movimiento, y al nombrar un tercer elemento se abre el espacio de la sintaxis para construir correspondencias: sombras, analogías, espirales, y formas que se convierten en poesía, música, razón; en mímesis.
La literatura imbuye el significado a los signos que se originaron en la prehistoria cuando los homínidos aprendieron por primera vez a imaginar o proyectar la presencia de otras mentes y una intencionalidad compartida. Comunicación. Empatía. Pero no hay vestigios del surgimiento del lenguaje. Es una ausencia. A Nabokov le gustaba repetir que la literatura no nació el día en que un chico corrió por el valle Neanderthal gritando viene el lobo, el lobo, mientras un enorme lobo gris le pisaba los talones; no, la literatura nació el día en que un chico corrió gritando el lobo, el lobo, sin que le persiguiera lobo alguno. Paradoja. Podríamos preguntarnos ¿qué mito vivimos hoy? ¿Qué mito será el de nuestro futuro? La única forma de saberlo es continuar escribiendo, pues la imaginación es una facultad adivinatoria, es lo que nos permite ver, describir un futuro posible y hacerlo realidad.
La literatura, como espejo de la vida humana en su tiempo, tanto social como íntima, sigue de cerca el avance de la civilización. Si nos remontamos a la prehistoria, creo que resulta más bien arrogante pretender que somos la generación que de alguna manera tendrá el poder de acabar con ella. Creer que nuestro mundo infestado de tecnología es un presagio de la muerte de la narrativa expresada con palabras, como algunos argumentan. Las personas que lo afirman probablemente no sean lectores. Perdonadlos, porque no saben lo que dicen.
El racionalismo ilustrado en Francia, o Baltasar Gracián, nos dieron aforismos ingeniosos, y hoy Twitter se regodea con ellos. La proliferación del uso de imágenes en nuestra cultura repleta de pantallas facilita los experimentos con imágenes y texto, aunque no sea nada nuevo y de alguna manera ello se remonte al Renacimiento. Nos fascinan nuestras series y nos encanta el cine, pero tampoco han acabado con la ficción escrita. Pueden dar muerte a las novelas malas, pero nadie lo va a lamentar. En el cine entramos por completo en el mundo de otra persona, vemos sus imágenes. La literatura, por el contrario, como supo Borges, ofrece al lector un papel activo en la producción mental de sus propias imágenes. Famosamente, el lector es como un músico, la partitura puede ser la misma, pero cada individuo la interpretará de manera diferente.
Entonces ofrezco dos predicciones: creo que la traducción será cada vez más importante. Exponernos a puntos de vista nuevos y foráneos nos permite reencontrarnos con lo que hay en nuestro inconsciente colectivo, nos enriquece y nos une en un espacio de empatía. Me parece que ello se convertirá en una suerte de supervivencia darwinista. Estamos condenados a compartir este mundo con los otros prisioneros, y es un mundo cada vez más pequeño. Nos conviene conocernos mejor. El arte vive del debate, escribe Henry James, de la experimentación, de la diversidad de acercamientos, del intercambio de visiones y de la comparación de puntos de vista. Es lo que nos permite trascender el entorno de lo cotidiano y tocar lo universal. Contamos historias; compartimos secretos, sueños, alegrías, miedos, dolor y aversiones; conscientes de que la imaginación es el tónico, el bálsamo, el lenitivo que lo cura todo. Exorciza nuestros demonios y vuelve a encandilar un mundo desencantado. Los que dedicamos nuestra vida a las artes, y en particular a la literatura, sabemos que ese es el motivo de nuestro empeño: las correspondencias, las conexiones; los puentes existenciales hacia el reino del otro, hacia las miles e interminables aventuras de la experiencia humana.
Y la segunda: me parece que viviremos un renacimiento de la conciencia de las mujeres expresada con palabras, lo cual es realmente una de las grandes incógnitas de los tiempos. Un retrato de la artista ya no adolescente. Y dado que la mayoría de los lectores hoy en día son mujeres, las que compran libros son ellas, el mercado parece estar de acuerdo y cuando eso sucede, no hay vuelta atrás. Digamos que el poder entra. El gran elemento oculto, el gran misterio, el gran espacio inconmensurable, lo más desconocido es ... ¿qué piensan realmente las mujeres cuando piensan en libertad? Cuando los hombres no median, cuando no están reducidas a su papel de madre, hija o amante. ¿Qué? ¿Qué? ¿Creen que lo sabemos realmente? Pues bien, me parece que estamos a punto de averiguarlo. Y creo que podemos llevarnos una sorpresa.
Discurso pronunciado el 7 de julio en las Conferencias Chapultepec rumbo a Mondiacult 2022.
La autora agradece a la Secretaría de Cultura, a Pablo Raphael y a su excelente equipo la invitación a participar en las Conferencias Chapultepec rumbo a Mondiacult 2022.
AQ