La espiral del cuerpo

Desde el desierto

La belleza lleva implícita la incertidumbre, la muerte; de la misma forma que una prenda de seda la reminiscencia de larvas hirviendo en agua dentro de su crisálida

Se vuelve necesario atender el concepto de belleza alejado de los cánones occidentales. (Foto: Paulina Peña Luna)
Mercedes Luna Fuentes
Ciudad de México /

Todo se trata del cuerpo, de lo que toca, de lo que lo mancha. Todo se trata del cuerpo traspasado por un código y su repetición en espiral al centro mismo de lo blando. En ese eterno contacto, lo no visto —como lo son los sueños—, se enciende como la seda. El cuerpo desarrolla una memoria y una intención semejante a una crisálida imponente suspendida en el tiempo. De ahí el cuerpo hila su paso por esta tierra, percibe a la belleza extraña, a la belleza cruda. A la belleza inexplicable como lo es el veneno de la abeja que protege lo dulce. Por eso la belleza es tormento, es sabor que no se poseerá verdaderamente.

Al hablarle, al escribirle a eso que el cuerpo anhela —y que el cuerpo es—, la belleza lleva implícita la incertidumbre, la muerte; de la misma forma que la prenda de seda la reminiscencia de larvas hirviendo en agua dentro de su crisálida. Esa es la memoria que heredan artistas de la seda en sus manos para luego crear una pieza exquisita que rodea nuestra piel.

La piel y el cuerpo respiran agitadamente al ascender una montaña, al recorrer una avenida larga iluminada tenuemente o al andar un camino de tierra que lo llevará a la calma. El cuerpo también respira maravillado —pareciera no respirar y olvidarse de sí— al contemplar otra piel, se entrega a la abstracción para luego hablar como lo hacen quienes escriben en silencio: Tú que no has abandonado la arraigada costumbre /de tu belleza ni el hábito de hablarnos al oído/ como si fuera materia de secreto —recordaba tu voz,/ “hermana del silencio”— o como si algo o alguien más o menos/ temible/ pudiera despertar entre nosotros./ Que cuidas, como entonces, de tus manos que tactan⁄ la oscuridad latente, sin forma, de las cosas,/ asombradas y sabias, volviendo a su indolencia ⁄ por un poco de vaga certidumbre./ Que seguirás soñando, despierta, que despiertas/como si nada hubiera sucedido⁄ demasiado real: Aquí estoy otra vez/en lo mismo de siempre. Así la belleza del cuerpo: lo que destila entinta la página del poeta chileno Enrique Lihn (fragmento del poema “Raquel”). Y es así cuando de un cuerpo a otro, distintos en sus atavíos, en su desnudez, surge la mirada. Dependerá de ellas si comprenden lo único de cada belleza. Porque todo se trata de sostenerse dentro del cuerpo, en lo que nos queda de él después de atrocidades y crímenes heredados. El cuerpo sabe lo que es la completud y su contrario, atraviesa la biósfera cubierto de las pieles naturales de la muerte o pieles de bisonte. Los cuerpos, desde hace milenios hilaron caminos de hielo y roca en el trayecto; millones heredaron en su memoria lo occidental, ataviados de fibras y perfumes. Y en ese devenir los cuerpos han sido puestos contra, otros obligados a decidir entre lo nómada y lo sedentario, obligados a renunciar a sus creencias.

Se vuelve necesario entonces atender el concepto de belleza alejado de los cánones occidentales, detenernos en él, registrarlo puesto que, como lo refiere Umberto Eco en su libro Historia de la belleza, él “se ocupa solo de la idea de la belleza en la cultura occidental, de los conocidos pueblos primitivos, tenemos hallazgos artísticos como máscaras, grafiti, esculturas, pero no disponemos de textos teóricos que nos expliquen si estos objetos estaban destinados a ser admirados, a los ritos religiosos o simplemente al uso cotidiano”. Es significativo el dialogar con los descendientes de los pueblos, documentar su mirada, sentar sobre nuestras rodillas a la belleza y escucharla, no injuriarla.

Una expresión de la belleza que no se puede poseer ni dominar, solo navegar en ella: la hora en que la página nos llama. Como lo hizo con Sylvia Plath en el poema “Los bailes nocturnos”: […] Cayó una sonrisa en la hierba./ ¡Irrecuperable!/ ¿Y cómo tus bailes nocturnos/ van a perderse? ¿En las matemáticas?/ Tales brincos y espirales puros…/ De cierto que recorren/ el mundo para siempre; pero no quedaré/ enteramente vacía de bellezas: el don/ de tu pequeño aliento; el olor/ a hierba empapada de tus dormires -azucenas, azucenas.// Incomparable es tu carne. Fríos pliegues de ego: la cala/ y la tigriada, que va embelleciéndose…/ Manchas -y una expansión de pétalos calientes.

La belleza del pueblo Ndé Lipán Apache está en su respirar pausado, en su voz hecha de la flor de la resistencia, es una ofrenda permanente a los cuerpos devorados por el etnocidio, ofrenda vuelve a sus rituales, a su recuperación. Nunca será la misma montaña la que ellos contemplan que la que yo misma o tú contemplas, falta la imagen, faltan las palabras que puedan detallar y representar el momento, esa lluvia donde la belleza baila bajo la lluvia. Falta descubrir la belleza semántica que habita en sus cuerpos, en lo que ellos contemplan.

Existe, para bien de nosotros, la necesidad de seguir el hilo de seda de los cuerpos sobrevivientes al exterminio, admiremos su fuerza, respetemos la piel matizada con el dolor de lo que fue, emergiendo. Todo se trata del cuerpo y su mancha.

AQ

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