Retomo algunos hilos de las páginas que leí al recibir el premio Excelencia en las Letras José Emilio Pacheco que UC Mexicanistas y la FILEY conceden (y por el cual también les doy infinitas gracias).
Retomo el pasaje de Plinio el Viejo, versión al español de 1629: “Dibutades Sicionio, alfarero, fue el primero que halló el labrar de las mismas obras de tierra con arcilla figuras y retratos, por obra de su hija en Corinto… La cual vencida del amor de un mancebo, queriendo él ausentarse a apartadas tierras, señaló con rayas la sombra que hacía su rostro a una candela en la pared —con las cuales, imprimiendo ahí su padre el barro, hizo la figura y después de seca y endurecida con las otras piezas de barro la puso al fuego”.
Retomo la falda, esa prenda de vestir que aparece ya en las pinturas del neolítico y que en siglos recientes con frecuencia se considera prenda de la mujer.
De la falda, retomo que es la prenda que deja a la piel libre, a las piernas libres, y que acoge la proyección de la sombra de la piel para una función privada, íntima, que presencian las piernas y el resto del cuerpo de la cintura a los pies, perciben desde los ojos del tacto, tan afectos a contemplar pintura (como en el brochazo de Velázquez que media entre la rapidez del bofetazo, y el delicado movimiento del miniaturista). La falda que cubre los Ojos sin párpados (o párpados-ojos) de la piel del cuerpo femenino. La falda de la reflexión que percibe a los otros.
De la fábula de Plinio, retomo que deja sin nombre a la creadora del primer dibujo, la creadora del arte de la pintura. Que otros la llaman Kora. Que ella dibuja, expresa su deseo, y que deja libre al que ama.
Que Butades, su padre, se apropia de la creación de su hija, y de su deseo, volviéndolo un objeto mercable. Esa hija sin nombre, siempre hija, siempre niña, sujeta al padre que la usará para casarla con quien le dé, como el medallón, con quien agregue prestigio y clase a su casa: hija que es un objeto de cambio para acrecentar su patrimonio. Y que así leo en este pasaje de Plinio, también, una fábula del patriarcado.
Retomo de Kora, quien da luz a la sombra, y da luz a la luz, y de lo incapturable produce una forma con rayas, y que con rayas se escriben las palabras: que Kora es la voz a la sombra. Que ella, como es mujer, es quien podría, literal, dar a luz, pero queda en manos de su padre, vuelta estéril. ¿Estéril Kora, la creadora de la pintura? Si así fuera, por estéril, fértil.
Retomo que Sor Juana se pronuncia neutra para escapar al orden binario, no para anular su deseo, sino para perseguirlo.
Hasta aquí de tanto retomo.
Otra escritora de otra lengua y continente, que coincide la mitad de su vida con la de Juana Inés, Margaret Cavendish (1623-1673), también escapa del des-orden social que priva a la mujer de nombre y autonomía, con estrategias diferentes. Son de dos tradiciones literarias, las dos con estancias en alguna Corte. Y aun así, las dos escriben pasajes de “autoficción” —Cavendish, cuando menos, cuando visita en su “El mundo iluminado”, el “otro lado” de la Tierra, la meta-tierra, y adentro de la novela como autora y ser sabio de nuestro lado; Sor Juana, por lo menos, cuando representa en su Los empeños de una casa esa Leonor tan su-yo. Las dos también escriben “viajes” en sus obras. El yo, y el viaje: las dos plantan, sí con estrategias distintas, pero no tan diversas, sus faldas en el mundo.
Al amparo de las faldas de Sor Juana me deslizo al “Nuevo” Mundo, las Tierras Niñas necesitadas de educación, de evangelización, a menudo representadas con una imagen de mujer. Entre estas imágenes, elijo a una de las que “trazan” sombras: la Malinche. Y de la Malinche, tomo un retrato hecho por un Butades: el fresco de José Clemente Orozco en las escaleras de San Ildefonso. Ahí, la Malinche es cohacedora pasiva de la cosificación del hijo que ha perpetrado el padre, Cortés. Esa Malinche desprovista de faldas, sin acceso a su sombra: su dar a luz es dar la muerte de la libertad y la muerte del deseo del hijo. Recordémosla así, por un momento: pintada, que es decir proyectada, con el espíritu y la identidad que le atribuye Orozco: desnuda y triste mensajera de la muerte, Malinche como una Eva redomada: a su pie, su hijo fallece. El hijo que nace, muere porque ella es la Muerte Madre, una no-dibujanta-creadora pero fértil, que marca con el signo de muerte a su cría.
Así nos la dejó Orozco, como trapo de la Llorona, desfaldada como estuvo por siglos, llevándole la contra a la representación que don Ireneo Paz había hecho de La Malinche (más activa, más generadora, mujer de faldas tomar).
Ya sabemos que Margo Glantz dio a la Malinche de nuevo su calidad de Lengua, de dadora de vida: le regresó sus faldas, con la sombra vital y fértil que una falda arropa: el espacio para dar a luz. Inteligente, propositiva, no ya una víctima, sino una de faldas tomar.
Yo propongo hoy una distopía: no muere el papá de Marina/ Malinche, no encuentra a Cortés, él y sus hombres no pasan de la orilla, pero la pandemia cunde y diezma los pueblos, debilitándolos. Entonces, los flamencos o los ingleses arriban, ocurre un exterminio sin miramientos, no hay parejas mixtas con hijos de sangres varias, a cada día más mezcladas, se fundan algunas reservas indias, traen esclavos de aquí y de acullá para trabajar, y los aíslan, los confinan a comunidades aisladas, y desaparece México, nuestro México, por culpa de otro Butades que no murió a tiempo, el papá de Malinche. México todo, borrado, incluyendo
Detente, sombra de mi bien esquivo…
Detente, sombra: unas faldas, las de Kora, dieron a luz a la pintura. Otra no-Niña, hija-mujer no atada al Padre, alumbra, en las palabras, a esta sombra. Y lo hace aún mejor: Juana Inés da vida a las palabras de la sombra aún antes de que empiece el verso, nos exhibe a la sombra en movimiento, —“detente”— y así la sostiene, en la prisión que ella, para hacerse libre, le labra, dejando al objeto de su sombra liberado. Porque la palabra se escribe con líneas, tal como se trazó la primera imagen de Kora, la primera dibujante.
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En más de una ocasión, Sor Juana echa mano de la oportunidad de las sombras de sus faldas para revertir el desorden instaurado por “orden social”. En su “Romance a San José”, desordena práctica y visiblemente, a manera de narración, la estructura familiar que produce el caso Kora: la mujer a la que no se da nombre, a la que se despoja de su creación, a la que se le borra su capacidad de deseo, a la que se cosifica, como al objeto mismo de su creación. La mujer vuelta un medallón.
Narra, Sor Juana, describe: “un Marido sin mujer, una casada Doncella… Un hombre que da alimentos al mismo que lo alimenta, cría al que lo crió… Manda a su propio Señor, y a su hijo respeta… tiene por ama a una esclava…”. Ese hombre, retratado como un ideal teniendo como referente a San José, desplaza el ideal de Eva: “Tuvo, en fin, todas las cosas que pueden pensarse buenas”.
“Qué cosa y cosa”: sí, propone un enigma, obvio. Obvio habla de San José. Leída su trama literal, “entre ambas manos ambos ojos/ y solamente lo que toco veo”, el juego de la reconfiguración del orden familiar que produce (“la familia es la célula de la sociedad”)
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Si el Butades de Malinche no hubiera muerto, un siglo antes que Juana Inés no hubieran cobrado forma las híbridas sombras de un cuerpo proyectado, que comprobó, una vez más, es posible la convivencia de dioses enemigos. En el Cerro del Tepeyac, la Guadalupana, con tanta luz bajo sus faldas que aunque no lleve niño en los brazos (es a fin de cuentas representación visual de líneas del Apocalipsis), son tan fértiles que alrededor de la huella de la sombra de su cuerpo están los rayos del sol: porque no es el sol lo que la envuelve, los rayos que rodean su cuerpo exudan la vitalidad de su poder de dar vida, que se comprueba cuando renace en ella la prehispánica deidad Serpiente (como lo vieron con horror Sahagún y otros franciscanos), la Chicóatl, la Tonantzin. Ella es coro de diosas donde hay cabida al deseo y la consecución de la adultez, que es decir dejar al padre, abandonar la esclavitud a que su frígido horno ardiente somete el deseo de su hija.)
(La proyección íntima que ocurre bajo las faldas guadalupanas exhibe el nacimiento de la Nueva Nación que no es el anterior mundo prehispánico, ni tampoco la “nueva” España, y de ninguna manera es España: es Nueva, y no es Niña: tiene nombres, tiene identidad-es, tiene creación: se hace a sí misma).
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Por último, me asomo con otras al tema al que nos convoca la doctora Sara Poot (mil gracias, Sara): De que las hay, las hay: Mujeres en la historia, la cultura, la literatura, y otras artes y disciplinas, y paso a otra mujer de faldas tomar, Ángela Icaza.
Para ser precisos, Ángela María de la Concepción Juana Nepomucena Gregoria Luisa Gonzaga Ignacia Francisca de Paula Icaza Iturbe (Ciudad de México, 1819-1900), hija y nieta de mercaderes poderosos: su bisabuelo Iraeta fue mercader a lo grande en las aventuras del Galeón de Manila, él había dado en matrimonio a su hija de 16 años con su socio Isidro Icaza (de 37), que venía de Guayaquil, para consolidar cacao y azúcar con las chinerías, y que a su vez se había casado —pasados los treintas— con la niña de 15, hija de su socio, otro almacenero, Pedro Ganuza que rayaba ya los 40.
Podemos ver a Ángela Icaza cuando está en sus treintas y no ha tomado marido, no ha participado en la transacción mercantil de sí misma para dar a su familia más poder social (sus hermanas, mamá, tías, abuelas, o bisabuelas, fueron casadas por sus padres bien antes de cumplir los veintes, con quien a él le convenía, algunas veces incluso en su ausencia física, sin que se hubiesen conocido a sus cónyuges —excepto la menor, que debía quedarse (como no se dejó Teresa de Ávila) para cuidar al padre. Fue el caso de una de sus tías: Ana María Iraeta Ganuza (1769-1820), que no se casó con el Oidor Mier sino hasta que murió su papá, y que enviudó muy pronto y sin hijos. Esa Ana María Iraeta encabezó el primer movimiento cívico masivo de mujeres, y que no fueron Lisístratas sino las Patriotas Marianas —ella escribió, promovió y financió el panfleto que manifiesta la intención de reparar la imagen de la Virgen María, que en la imagen de la Virgen de Guadalupe había encabezado los actos sangrientos del Padre Hidalgo y los suyos, debían deslindarla, regresarle su identidad bondadosa, despojarla del ser sangrienta. Se le sumaron 2,500 mujeres (según otras fuentes 6,000). Se identifican con otra Virgen mediterránea: la Virgen de los Remedios. Cosen y bordan su imagen para que la porten los soldados realistas, los que luchan por el Rey Fernando VII —y por la castidad y la dulzura de la Virgen.)
Las faldas ¿estériles? de Ana María Iraeta emprendieron más proyectos, que no vienen a cuento aquí, aunque uno un poco: presidió la Corte de Iturbide, primer gobernante del México independiente, y Emperador.
Ángela Icaza, su sobrina, es una pintora desaparecida, borrada. Hace pocos años reapareció su firma en uno de sus lienzos, La Alucinada, que le habían atribuido a Manuel Cordero. Algún día se había sabido que ella era la creadora —y más, un crítico había escrito “¿pintura o autorretrato?”, pero, aun antes de pasar a formar parte de la colección del Museo de la Universidad de Guanajuato, había sido ya adjudicada a Juan Cordero.
Ángela Icaza pintó más de treinta lienzos entre copias y originales. Exhibió sus pinturas por lo menos en la segunda y la tercera Exposición de la Academia de San Carlos en el Salón de Pinturas Remitidas, cuando Pelegrín Clavé era el director, y aún las mujeres no eran aceptadas como alumnas (esto fue hasta 1886) —al ocupar Cordero su puesto, ya no aceptaron mujeres en la dicha exposición. Se exhibió su obra en la exposición de Chicago de 1865.
Pelegrín Clavé fue uno de sus maestros de pintura, y también la retrató. En el retrato de Clavé, Ángela Icaza lleva el oscuro cabello con raya al centro, recogido en la nuca, mira directo a los ojos al pintor. La mirada merece descripción, o, mejor aún, requiere preguntas: ¿es de familiaridad, es de amistad, es de dulzura, es de prudencia, o no es de prudencia sino de cercanía? Los ojos tienen un reflejo —una imagen aparece en su iris, tal vez Clavé—. Ángela Icaza, que no es la menor de su padre, ya no es ahí una jovencita casadera —pasó esa hora—, lleva en la mano derecha sus lentes de leer, que penden de una muy larga cadena de oro. Más larga de lo necesario si la usase sentada solo para leer —son los lentes también de una pintora que trabaja de pie con el pincel (pero no la convidan, por ser mujer, a participar en la pintura de murales, ni la cúpula de Santa Teresa, ni San Carlos mismo)—. Como posa sentada, la cadena reposa en parte en sus piernas, sobre su elegante y fino vestido de brocado blanco y encajes bordados a mano en blanco también. La falda es algo lustrosa, el amplio cuello de encaje es más bien opaco.
(Esos lentes son denuncia, la sombra de una cadena que a primera vista parecería significar “poder económico” es una declaración de inteligencia, de estar de pie: la lucha, no se decía, pero la lucha ya estaba ahí.)
Pelegrín Clavé pinta con delicado erotismo cada una de sus puntadas del cuello de flores bordadas (¿brocado?, ¿seda bordada?, un crítico contemporáneo dice “gros recamado”[1]) que deja los hombros casi desnudos, y cae sobre el bello pecho de Ángela. Bajo el gros del cuello, surten sus dos brazos deliciosos suculentos, regordetillos, el izquierdo deja ver un hoyuelo en el codo, su exquisito y reidor hoyuelo que no está a un lado de la boca sino que nos habla desde ahí…
Ese hoyuelo de Ángela de Icaza me lleva a pensar en los paseos en barca que hacían los pintores por los canales de la Ciudad de México… paseos en los que Ángela debió participar, porque si no ese hoyuelo no estaría en el retrato, ni se vería así, tan sensual.
Los grandes aretes de oro, como el tapiz del sillón y el jarrón enorme chinesco, muestran su posición social.
En la mesita a su lado, hay tres flores: una blanca, como su vestido (su pureza), bajo ésta una roja (su pasión), y casi mezclándose con el tapiz del sillón, las oscuras, casi negras, sugerentes hojas que abrazan los pétalos: la sombra de su cuerpo.
Sus manos limpias no muestran a la pintora, sino, subrayo, a la lectora. En lugar de llevar en el anular la sortija de compromiso o matrimonio, pasa por su izquierdo la cadena: el libro es su amado —lo dice también, entre líneas, una nota en El Espectador (Tomo I. México. Enero 25 de 1851. Núm. 4.) cuando describe una de las pinturas de Ángela Icaza: “Estas copias se distinguen, sobre todo, por su fácil y gustosa ejecución. La que está marcada con el núm. 90, y que representa El casamiento interrumpido, prueba la inteligencia (de) esta señorita”.[2]
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Ángela Icaza no se ha casado, quiere ser de faldas estériles. No es dada a la santidad. No la visita el arcángel depositándole un encargo, pero sí tiene, por lo menos, una hija que ella inventó y pintó: “La Alucinada”, esa pintura ya mencionada donde la Universidad de Guanajuato dio con su firma.
La Alucinada (el cabello suelto, la ropa descuidada, el rostro descompuesto, la mirada extraviada), tiene en la mano el medallón de un hombre, su enamorado. Ha perdido la razón, se ha perdido al perseguir, como hace la voz del poema de Juana Inés, pero sin hacer suya su fantasía. Lo que tiene en la mano es un yerto medallón con la imagen de quien le ha arrebatado la razón.
Pienso en el medallón que Sofonisba Anguissola muestra en su autorretrato miniatura: un medallón proporcionalmente inmenso —e inverso al medallón de Butades—. Si el padre se apropió el deseo de Sofonisba, ella le da vida en su pintura, lo revive al materializarlo bajo su control, literal en sus manos. Agranda al medallón para revertir al poder letal del padre. Pero la extraviada que pinta Ángela de Icaza, se ha perdido al perder su deseo: le queda la cosa yerta en manos.
Volviendo a Ángela: ¿escribió, ella que era lectora? ¿No se atrevió a mostrar su obra? En mis manos tengo la libreta de mi bisabuela Ricarda, con sus poemas. ¿Fue el caso de Ángela?
Incluso en una pintora marginal, como lo fue ella, se reitera que aquello que se cocina bajo las faldas, bajo las identidades de las llamadas “seres del bello sexo” (El Espectador, donde se publicaron las críticas de su obra, dixit), aquello que contiene la valentía peculiar que se proyecta entre la intimidad y el mundo, ese espacio íntimo, extensión del cuerpo, atmósfera que media entre la falda y la piel (que escapa a la cosificación que permite la esclavitud e instaura la inequidad) devela, proyecta, hace visible nuestra capacidad creativa comunitaria: lo mejor de lo difícil que somos nosotros mismos como cuerpo vivo social.
Notas
[1] Su descripción en 'El Espectador', 1851: “El vestido, que es de gros recamado, es una obra maestra, así por el dibujo de sus naturales y elegantes y bien entendidos pliegues, como por la riqueza de efectos producidos por el reflejo de la cortina del fondo. En fin, diremos de una vez que este cuadro es una de las mejores producciones del señor Clavé, pues si quisiéramos enumerar una por una todas sus bellezas, no acabaríamos nunca”.
[2] 'El espectador' (Tomo I. México. Enero 25 de 1851. Núm. 4.)
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