La fértil paradoja del nombrar

Discurso

Una celebración de la lengua, la traducción y la poesía: lee el discurso que dio la fundadora de Vaso Roto Ediciones como primera mexicana en ingresar como miembro de número a la Academia Norteamericana de la Lengua Española.

Jeannette L. Clariond, poeta y traductora mexicana. (Cortesía)
Jeannette L. Clariond
Ciudad de México /

La cábala y El Siglo de Oro en la Poesía Estadounidense Contemporánea

El espíritu del mundo está en la lengua. Madre de todos, es universal, preverbal, femenina. La lengua es mucho antes de la primera inhalación; somos antes de colmarnos de lenguaje. El ser está en el silencio, lengua madre del poeta; la existencia, en el nombrar. Es preciso oír, oírnos: silbos de viento, valles huidizos, ríos sonorosos. El coro de pájaros inicia el primer diálogo, semilla de la traducción. Nace así la Palabra.

El lenguaje surge desde lo Sagrado. No porque asigne poderes sobrenaturales a lo que aún no tiene nombre. Traducimos el color, el sonido de los campos nevados, ese instante de la naturaleza que nos hunde por primera vez en el centro de todo, en el centro de nosotros mismos. La palabra llega adonde no logramos penetrar, alzamos la mirada hacia lo divino y entramos en comunión. Creamos metáforas que designan lo que va más allá del musgo sobre las piedras.

La lengua es anterior al rostro de la madre, anterior al seno, tan antigua como el árbol que se desprende de su piel para resguardar nuestra inocencia, esa idea de pureza propia de Hölderlin al contemplar el Rhin (lo puro) o de Heidegger en su intento de nombrar como por primera vez las cosas.

El diálogo dicta la pregunta: ¿qué sucede conmigo y con las cosas cuando observo, exclamo, invoco? Irrumpe así la conciencia del habla. ¿Con quién hablamos?, ¿qué escuchamos?, ¿qué se nos da o se nos niega si nuestro proceder falta a la ética, esa belleza superior? Octavio Paz nos recuerda que la vida es una larga pregunta sin respuesta. Por ello, la poesía es una forma de hacer alma —nos hunde en la perplejidad.

Si la filosofía nace como indagación de certezas, la poesía pide morar en la incertidumbre, no ceder al ansia de saber, afirmar, demostrar. La palabra exige la humildad para asumirnos seres en la duda, ésa que nos inserta en la más íntima jerarquía de lo humano y, como a Job, nos lleva a decir: «Si hablo, mi dolor no cesa; si callo, no se aparta de mí». Ésta la condena del nombrar (el habla) o del callar (el silencio). El habla habla a pesar de la fértil paradoja de negar lo que afirma. De este dilema surgirán la exclamación de Paul Valéry y el tormento de Paz que bebe de Catulo: “Odio y amo a la vez; no sé por qué, pero lo siento y me atormento”.

En ocasiones se confunden silencio y aislamiento. Silencio es un mar de quietud; aislamiento, la incapacidad de sumergirse en sus aguas. La poesía es silencio que escucha; habla a la espera de esa quietud-vacío. Sabiamente lo desveló san Agustín: “¿Qué impide al alma recobrar la originaria belleza perdida si puede empezar a buscar hasta en sus propios vacíos?”.

Pero la poesía no trata de llenar vacíos; desde la antigüedad clásica Safo subrayó: “Luego de mi muerte nada quedará, no habrá memoria mía”, y lo que seguimos leyendo en Safo es su vacío. La poesía pide vaciarse, sentir sed, una sed que se colma con más sed, como maduró Kierkegaard. La poesía es agua de indigencia metafórica, hambre que se trasciende en las arenas. El desierto se atraviesa en afonía, peregrinación que exige pies descalzos bajo el ardiente sol o la oscura noche. ¿De qué más podría nutrirse san Juan?:

¿Adónde te escondiste


Amado, y me dejaste con gemido?


Como el ciervo huiste


habiéndome herido;


salí tras ti clamando, y eras ido.

San Juan coincidió con algunos de los mejores hebraístas de su tiempo como fray Luis de León o Gaspar de Grajal. En esos años conoce a santa Teresa y la apoya en la fundación de los conventos masculinos de la orden de los descalzos. Allí escribe las primeras estrofas del Cántico. Durante su agonía en Jaén pide le lean fragmentos del Cantar de cantares, su poema bíblico predilecto. ¿Quién podía sanar al santo cuando pide a la Amada no mande mensajero pues no sabe decirle lo que quiere? La duda que me asalta es ¿con quién habla el poeta cuando habla?, ¿a quién se dirige su voz?, ¿cómo sustenta y sacia su lengua? San Juan no se extravía al saber que ha huido el Amado: recorre la oscura noche del alma para hablar a su vacío. Posteriores documentos revelarán que, tras fugarse de la prisión, el fraile quedó todo envuelto en silencio.

La Nada, el Vacío, la Sed, marcarán la poesía desde sus inicios y serán el alimento de la mística. Luce López-Baralt, académica ímproba y acuciosa arabista, muestra que san Juan imita muy de cerca el Cantar de cantares y que domina la falta de ilación lógica característica de la poesía hebraica. La estudiosa no rechaza las diversas interpretaciones occidentales del santo; tan solo se interesa en hacernos partícipes del delirio verbal del epitalamio por parte del poeta. San Juan, auto-exégeta, guarda estrecha relación con dos místicos de la Edad Media: Ibn-Arabi de Murcia e Ibn Al Farid de El Cairo. Ambos, al lado del carmelita, buscan traducir un lenguaje intraducible: el de Dios. El fraile se inscribe en ambas tradiciones, como bien documenta López-Baralt en San Juan de la Cruz y el islam. De una moajaxa anónima, género cultivado por los poetas de Al Ándalus tres siglos antes, quiero rescatar: “fuera de la Amada, / ¿qué vida puedo yo hallar? […] es cual gacela humana / que a todos deslumbró”. Lo hago con el fin de testimoniar una de tantas filiaciones que dejaron su impronta en la época anterior al Siglo de Oro: el ciervo y la gacela.

Ibn Arabi fundamenta estas miradas que no se detienen en lo racional, sino que se liberan de sus ataduras por vía de la espiritualidad. El filósofo insufla nueva vida al hilo ascético del islam que invita a profundizar en el yo como senda hacia el conocimiento de lo divino. Con el sufismo entra vigoroso el poder de la imaginación y de la individualidad. Maimónides, reconocido por Menéndez y Pelayo como el Aristóteles de los tiempos medios, enriquecerá tanto la visión hebrea como la islámica de estos siglos en Córdoba. Su Guía de perplejos es un portentoso recurso para leer y traducir a poetas como Wallace Stevens, desplegado en su más alto poema, “Auroras de otoño”: “El hombre que camina mira ciego la arena. / Observa cómo el norte amplifica siempre los cambios, / sus helados brillos, sus rojiazules esfumados / y ráfagas de enormes explosiones, un verde ártico, / color de hielo y fuego y soledad”.

El pasado 27 de marzo se cumplieron 450 años del ingreso preventivo en la prisión de Valladolid de fray Luis de León, quien fuera víctima de uno de los procesos judiciales más escandalosos por su falta de garantías y limpieza. Cinco años más tarde el fraile regresaría a las aulas dejando atrás, inscritos en las paredes de la celda, estos versos:

Aquí la envidia y mentira


me tuvieron encerrado.


¡Dichoso el humilde estado


del sabio que se retira


de aqueste mundo malvado,


y, con pobre mesa y casa,


en el campo deleitoso,


con solo Dios se compasa


y a solas su vida pasa,


ni envidiado, ni envidioso!

El fraile escribe lo que padeció asumiendo que al mundo le faltaba la semilla espiritual que sí ofrece la poesía. En el verso “y a solas su vida pasa” el poeta inhala vacío y soledad, para dar alcance al Amado. La cuidadísima traducción de Cantar de cantares de Salomón de fray Luis es, en sí misma, una de las piezas más bellas del Siglo de Oro; se lee de principio a fin con tanto gozo como indignación por las intrigas de los no pocos envidiosos del Oficio. El poeta-traductor nunca vio impresa su obra, la cual tuvo que esperar casi doscientos años para publicarse. Víctor García de la Concha, su editor en Vaso Roto, destaca que fray Luis ha labrado una “teología del lenguaje”, término que utiliza Colin P. Thompson al tratar la inmanencia del Creador en lo creado: presencia de un Ser superior que se revela en la lengua. Curioso que se recuerde que el rey tuvo setecientas mujeres y trescientas concubinas, y que a ninguna amó más que a la sulamita, hija del Faraón. Leyenda o no, a la sulamita la seguimos viendo en la obra de Anselm Kiefer y en la poesía de Paul Celan, quizá el más preciso y obscuro poeta del siglo XX, analizado por Luis Alberto Ambroggio junto a la poética de César Vallejo. Evoquemos los primeros versos del Cantar: “Béseme de besos de su boca / porque buenos son tus amores más que el vino”. El amor es más bueno que el vino porque sosiega, alivia, acompaña. Ante todo, el amor escucha.

En el eros platónico la trascendencia y lo sublime son senda que conduce al amor y a la recuperación de la unidad perdida. El banquete de Platón y la visión del amor en Sócrates inician el camino al misticismo. A esta unidad remite la pureza de los románticos Hölderlin y Heidegger que serán revisados por Schopenhauer y Nietzsche en busca de la renovación humana, una nueva moral que lleva al primero a traducir a Baltasar Gracián. Es Ralph Waldo Emerson quien nutre a ambos pensadores y no al revés, como suele inferirse. Emerson se adhiere a la idea de los románticos de ver en la Naturaleza el símbolo o alegoría para hablar con Dios. Las crisis por él vividas lo llevarán a viajar por Europa. Observando el Jardín botánico en París escribe On Nature, compendio de trascendentalismo que buscó el poder interior promovido por Samuel Taylor Coleridge, una verdad que legitima el propio mundo y la voluntad, referente directo de Schopenhauer. Representative Men, por otra parte, será la inspiración de Nietzsche para la construcción de la idea del superhombre.

Harold Bloom, en su reelaboración del concepto de “genio” propone otra forma de leer esta tradición entendida desde sus rasgos esenciales. Con Thomas Carlyle aprendimos que el avance de la civilización se debe a los hechos de individuos excepcionales, genios de los que surgirá el humanismo. Carlyle entendió que la historia no la hacen las masas. No es posible, pensaba, tratar con un gran ser humano sin que de ello se beneficie nuestra alma:

I may not hope from outward forms to win


The passion and the life, whose fountains are within.

Imposible no relacionar las fuentes de Carlyle (whose fountains are within) con el mismísimo san Juan del Cántico:

¡Oh cristalina fuente,


si en esos tus semblantes plateados,


formases de repente


los ojos deseados,


que tengo en mis entrañas dibujados!

A los ojos deseados de Juan de Yepes, responde Agustín: Ama y haz lo que quieras. Heidegger afirma que dieciséis siglos de historia descansan en la filosofía del santo de Hipona. ¿Por qué pervive su pensamiento? Porque no hemos dejado de preguntarnos, de desear y porque no hemos aprendido a amar. Para san Agustín el silencio es una poderosa fuerza sagrada que conduce al conocimiento del ser: inicia el diálogo interior sin el cual no nace la Palabra. Dice en Las confesiones: “Señor, que todo mi corazón se inflame con amor por ti; / Haz que nada en mí me pertenezca y que no piense en mí; / Que yo queme y sea totalmente consumido en Ti; / Que te ame con todo mi ser, como incendiado por ti”. Él habla al Tú, pide consumirse de amor, salir en busca del Amado, amar y traducirse, tener sin retener, abandonarse.

Fray Luis también tradujo las Bucólicas de Virgilio, inventor de la Arcadia quien advirtió que el ser humano nunca vive ajeno a los dioses, y su eco en Stevens: “Poetic figures are always spiritual figures”. Bucólicas servirá de bastión a los románticos y al desarrollo filosófico de Heidegger y Hölderlin, amigos e interlocutores de Celan. Por su parte, Luis de Góngora en Soledades, silvas en endecasílabos y heptasílabos dividido en cuatro partes: “Soledad de los campos”, “Soledad de las riberas”, “Soledad de las selvas” y “Soledad del yermo”, canta a la Naturaleza no corrompida frente al mundanal ruido. Hay en su poesía una línea de inspiración agustiniana neoplatónica, propia de Plotino, donde los objetos son espléndidos y la vida, caso de fray Luis, un retiro ideal.

Menciono brevemente la Escuela de traductores de Toledo, en la que se vertieron textos filosóficos y teológicos al latín y al castellano. Domigo Gundisalvo interpretaba y escribía en latín los comentarios de Aristóteles, escritos en árabe y que el judío converso Juan Hispano (el Hispalense) traducía al castellano. La carga simbólico-espiritual es de capital importancia para Ávila, en donde se asienta una de las academias talmúdicas más destacadas de los siglos XIII y XIV. Ávila acogió a Moshé de León, autor del Libro del Esplendor que, junto al Talmud y la Biblia, componen la trilogía de la cabalística. Santa Teresa y Moshé de León tornan la ciudad amurallada en un espacio de coincidencias extraordinarias entre las culturas cristiana y hebrea: siete estaciones, siete recintos, siete moradas, un castillo interior. Teresa desciende de familia judía. Su abuelo fue llevado ante la Inquisición y juzgado por apostasía. Las investigaciones llevan a concluir que Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada no tuvo acceso a textos anteriores a la Inquisición, al no dominar el latín. Pero consta que los místicos seguidores del santo de Hipona descansaban en su biblioteca. Cito un poema que ilustra la vida de Teresa y, en cierta medida, la de su autora, Anne Carson:

          Teresa de Dios

“El dolor se ha apoderado de mí. Oh cruel demonio”

Teresa vivió en su propio cubículo negro.


Por donde caminara se topaba con los muros.


Maldijo su corazón


que estaba, a su ver, rasgado


y su nariz


rota una y otra vez.


Algunas personas deben luchar cada momento de su vida


que Dios ha revestido con un animal en llamas.


Creo que se debe a que



Dios quiere mantener vivo a ese animal.


Teresa cuestionó este proyecto de Dios


con su nariz.



A su corazón Dios envió la respuesta.


La autopsia tras su muerte reveló que,


efectivamente, estaba rasgado.



Las fotografías del suceso


tuvieron que falsificarse (con hilo rojo y un guante de oro viejo)


mientras seguía fundiéndose la lente.

Anne Carson forma parte de la tradición de la Cábala Luriánica del siglo XVI y de la cábala de Isaac el Ciego. A Isaac ben Solomon Luria (1534-1572) debemos la respuesta a la experiencia de los judíos expulsados de la península Ibérica en 1492, que algunos poetas estadounidenses aún comparten.

Anne Carson, en agustiniana búsqueda, recorre el Camino de Santiago. Tipos de agua habla del hambre espiritual que la tradición cristiana fusiona en la figura de Jesús: “Padre, tengo sed”. La poeta confiesa:

Fui una persona encerrada en mí misma. Llegué al límite. Algo tenía que romperse. Escribí un poema titulado “Soy esa ventana sin un sitio dentro de mí” (mi padre lo encontró sobre la mesa y a lápiz lo cubrió con las palabras viernes día de basura alrededor de cuarenta o cincuenta veces). Ayuné y oré. Leí a los místicos. Estudié a los mártires. Empecé a pensar que era alguien con sed de Dios. Después conocí a un hombre que me habló de la peregrinación a Santiago de Compostela.

En el epílogo de Cristal, ironía y Dios, que estoy traduciendo ahora, hay una serie de dieciocho poemas titulada The Truth About God, donde destacan “Deflect” y “God’s Name” provenientes de la primera Cábala de Isaac el Ciego. Lo que se desvía es la luz emanada de Adam Kadmon, el Hombre-Dios o dios primordial:

De la luz de su frente se formaron todos los nombres


del mundo.


De la luz de sus oídos, nariz y garganta


nació una facultad que nadie ha podido definir.


De la luz de sus ojos —pero espera—


Isaac está a la espera.


En teoría



la luz de la mirada debió haber nacido del ombligo de Adam.


Pero de las luces mismas sobrevino


una inhalación.



Y cambiaron su rumbo.


Y fueron separadas.


Y se asentaron en la cabeza.



Y desde estas luces escindidas surgió


eso que te duele


en su errar (aquí mi amiga sollozó) por


el mundo.



Ten la seguridad de que no sólo es tuyo el lamento.


Isaac azotó su cola.


Cada rango del mundo



conlleva un descenso,


al menos un rango


por la terrible presión de la luz.

El poema alude al primer mundo espiritual que nace después de la contracción infinita de Dios. Los sueños y oraciones de Isaac el Ciego es una epopeya que narra la historia del judaísmo: Abraham, el exilio y la redención de casi 6,000 años de historia judía, contada en arameo, yiddish y hebreo. Vaciarse toma tiempo; vaciarse es el misterio poético en la perdida belleza, en lo que huye y no se puede retener. La misma Carson en su mística escribe:

El agua es ese algo que no puedes retener. Como los hombres. Lo intenté.


Padre, hermano, amante, mis mejores amigos, fantasmas voraces y Dios,


uno a uno, todos se escurrieron de mis manos.

Jay Wright, poeta a quien tengo en alta estima, participa de esta tradición próxima a Milton o Blake que se escucha en su poema “San Agustín”:

Ésta es la danza de lo que no cambia


     y de lo que cambia,


                      la intensidad del espíritu


     para la tolerancia del mundo.


                     Conocer es movimiento en el crepúsculo,


     un estado de caída en la visión;


                    uno a uno


     los ojos del espíritu se tocan y crecen.


Peregrino, el tenso espíritu


se tensa y regresa a su propia


comprensión.


Siempre existirá un avance


y un regreso;


siempre existe el acto,


la lenta fusión del ser.


Todas las cosas,


por fuerza de la unión,


continuarán;


pecado es dar la espalda;


ignorancia es desatención


a la voz que te nutre.

Bien nutre lo que bien se lee, pienso yo, y se lee con esmero aquello que enmarca una tradición. El verso de Jay Wright que más me conmueve “los ojos del espíritu se tocan y crecen”, habla de la crecida interioridad y, sin proponérmelo, me regresa a San Juan: “y véante mis ojos, / pues eres lumbre dellos / y solo para ti quiero tenellos”. También resalto: “ignorancia es desatención / a la voz que te nutre”. Estamos leyendo a poetas que no dan la espalda a la tradición; la continúan, prolongan y enriquecen. Al reconstruirla, la fijan en nuestro mundo.

Por último, me remito a Charles Wright, poeta que nos ilumina en su silencio por su adscripción gnóstica, mística y cristiana.

Si la historia es una repetición, que no lo es,


la condición de toda cosa tiende a la condición del silencio.


Cuando se detiene el viento, hay silencio.


Cuando las aguas se ponen de rodillas y sumergen su frente


hasta el fondo, hay silencio; cuando las estrellas aparecen


                  mirando hacia el fondo, oh Señor, llega la quietud.

Toda contemplación es hallazgo. No puedo no asociar la visita a aquel jardín por parte del santo de Hipona con la visita al jardín botánico de Ralph Waldo Emerson siglos después en París, o con Charles Wright mirando el breve patio de su casa sobre Locust Avenue, en Virginia. A pesar de su vasta y memorable obra, menciono un título: A Brief History of the Shadow (Una breve historia de la sombra), homenaje a san Juan de la Cruz.

Samuel Beckett nos enseñó que el deber y la misión de un escritor (no de un artista, sino de un escritor), son los de un traductor. Traducimos el espíritu del mundo, nuestra primera y esencial tarea. Leemos gracias a lo que se ha vertido desde el inicio de los inicios desde otras lenguas, y por ello nos comunicamos, y por ello nos escuchamos, y por ello nos oímos los unos a los otros. Traducimos la mirada de la madre, los azulejos, las batas blancas, los instrumentos, las manos que nos acogen en su calor. Traducimos la primera mirada, la lengua, lo inscrito en cada célula de nuestra piel y que nos une a otras miradas por y desde el silencio.

Estamos sentados todos en el canto de una olla cobriza intentando iluminar la casa: recorremos cuartos vacíos, miramos el exterior como metáfora de nuestra interioridad, somos un alma con sed que vislumbra la senda oscura, una arcadia, una bóveda celeste que nos lanza desde las alturas para dejarnos caer sobre nuestra propia raíz, piélago de espejos reflejándose en una misma llaga.

No es necesario tocarla. La poesía es un acto de fe, una visión, la evocación del recuerdo que sucede en oleajes de angustia y quietud, de eso que colma y priva, pura contradicción alzándose desde su base, membrana de la metáfora que nos inscribe en la inocencia del origen para luego abandonarnos en un bosque poblado de pájaros. Ésa nuestra misión en la más terrible soledad a la hora del poeta. Lo demás, no habla.

AQ

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