En recuerdo de Álvaro Uribe,
con quien cantaba canciones de los Beatles.
En casa de la señora Ylla las flores viven en jaulas transparentes, tienen bocas que se desperezan y se abren para recibir alimento o que, en estado de alerta, emiten débiles suspiros de advertencia. Ylla tiene la piel de un color ligeramente oscuro, los ojos amarillos y rasgados y una voz a la vez suave y musical. Mientras su marido —el señor K— lee un libro de metal con jeroglíficos en relieve, por el que pasa sus manos como si se tratara de un instrumento musical, Ylla limpia la casa arrojando puñados de un polvo magnético que engulle la suciedad y se dispersa luego en el viento. Así pasan las tardes melancólicas del planeta Marte, escuchando las canciones que brotan de ese libro y les hablan de un tiempo “en el que el mar bañaba las costas con vapores rojos y los hombres lanzaban al combate nubes de insectos metálicos y arañas eléctricas”. Pero nada de esto es invento mío, sino que pertenece al genio de Ray Bradbury, el escritor de Illinois, quien soñó con el futuro que nos prometía la no tan lejana Era del Espacio y nos legó, entre otros libros espléndidos, sus irremplazables Crónicas marcianas.
Este libro, que sedujo la agudeza de un lector paradigmático como lo fue Jorge Luis Borges, llegó a mis manos durante unas larguísimas vacaciones en mi adolescencia. No sé cuántas veces he vuelto a leerlo, ni cuántas veces lo he perdido en las mudanzas o regalado a los amigos. Publicado por la Editorial Minotauro, que no ha dejado de imprimirlo, el volumen ha cambiado de ilustración y colores en la portada, aunque la matriz que utilizan para las páginas interiores sea la misma, ya muy lastimada por el tráfago, y la deslavada tipografía nos invite a reconstruir muchas de sus páginas admirables. Sucede que ahora, al devanar con mis alumnos la madeja del tiempo, o mejor dicho, la madeja de los sonidos que podrían constituirse como el sonido mismo del tiempo, abro el volumen de las Crónicas y doy —como si se tratase de un ejercicio de bibliomancia— con este párrafo no sólo hermoso sino esclarecedor: “Esta noche había en el aire un olor a tiempo. ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del polvo, los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva, y una voz muy triste, y unas gotas sucias que caen sobre cajas vacías, y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? A la nieve que cae calladamente en una habitación oscura”. Son las cavilaciones de un solitario automovilista en la llanura marciana, mientras se acerca a un encuentro que habrá de cambiarle la vida. Y concluye: “Eso era el tiempo, su sonido, su olor. Esta noche casi se podía tocar el tiempo”.
En su prólogo al libro de Bradbury, Borges se pregunta: “¿Cómo pueden tocarme estas fantasías y de una manera tan íntima?” Más allá del orbe simbólico al que alude al responderse el poeta argentino, me parece que lo cierto es que nos tocan, nos conmueven, nos piden participar. En las Crónicas, los cohetes terrestres despegan envueltos en llamas que son flores y los veleros marcianos se deslizan como vilanos por las rutas de arena. Las flores imaginadas por Bradbury tienen una consistencia distinta a la diminuta flor marciana con la que, casi por azar, se tropezó en estos días el rover Curiosity, uno de los vehículos que desde hace algunos años exploran la superficie del planeta rojo. Se trata de una curiosa formación mineral que tiene la estructura parecida a la de una de nuestras flores —una anémona o un coral marino— y a la que le han dado el no muy afortunado nombre de Blackthorn Salt. Y, por qué no, me animo a sugerir: Flor de Bradbury. Un pequeño homenaje, mínimo como la florecilla marciana que estuvo oculta en el interior de una roca y se desprendió con el paso del viento, la arena y los siglos hasta nuestros ojos azorados.
AQ