Una vez remontada —habrá más— la primera gran cumbre de la música clásica en la figura de Bach, a quien dedicamos la entrega anterior, vienen otros importantes compositores de ese tiempo, aún inscritos dentro del hoy llamado período barroco, y ya en rumbo “de bajada” después de la definitiva estampa de “J. S”.
Hemos hablado de F. Couperin, de Rameau y de J. S. Bach, y ahora nos referiremos a D. Scarlatti y a Haendel, para un total de cinco enormes autores nacidos, tal vez de forma nada casual, en un lapso de dos años, entre 1683 y 1685, aunque Couperin sí era 15 años mayor. Estas coincidencias temporales no son nada extrañas en la historia de las ciencias y de las artes, y posiblemente tengan alguna causa digna de ser estudiada, pues han sucedido en ausencia de los modernos medios de comunicación. Todos ellos fueron maestros del contrapunto, la polifonía, la ornamentación y la armonía, consideradas como características intrínsecas del estilo barroco, separándolo así del anterior y casi monódico arte medieval gregoriano, en donde básicamente había una o varias voces (o luego instrumentos) sin mayores separaciones ni “enfrentamientos” con la única línea melódica compartida.
Domenico Scarlatti (1685-1757)
Compositor italiano, hijo del también connotado Alessandro, y distinguido, según el ya empleado Grove Dictionary of Music and Musicians, por ser “el primero que estudió las características peculiares del estilo libre en el clavicémbalo” (o, simplemente, clave). Nacido el mismo año que Haendel —de quien hablaremos más abajo— fue su amigo, competidor y admirador. Está documentado un amistoso “combate” entre ambos en 1709: Domenico en el clave y Haendel en el órgano; ninguno superó al otro en su respectivo instrumento.
Muy al estilo de la época, D. Scarlatti estuvo al servicio de la realeza, comenzando con la reina de Polonia, exiliada en Roma, para a continuación ser director musical en la Basílica de San Pedro en el Vaticano, habiendo compuesto óperas y arias. Luego se independizó formalmente de su padre y viajó a las capillas reales de Lisboa y después de Madrid (donde se sabe que se gastaba su capital en apuestas de juego de las cuales la reina lo resarcía). Allí pudo desplegar “las alas” a las que su padre había hecho mención años antes en una carta dirigida a uno de sus patronos. Aparte de otras obras, el resultado fueron cientos de sonatas para el clavecín; se trata de composiciones cortas, bien diferenciadas de una obra cantada, aunque más adelante el concepto de sonata evolucionaría para crecer a varios movimientos. Pocas de ellas fueron publicadas en vida, como el caso de las Pièces pour le clavecin, editadas entre 1742 y 1746, pero le dieron a nuestro compositor algo cercano al pase a la inmortalidad.
Así introdujo el autor sus llamados Ejercicios de 1738 al público: “Querido lector, ya seas aficionado o profesor, no esperes de estas composiciones ningún conocimiento profundo, sino más bien un ingenioso juego con el arte para adaptarte al dominio del clavecín. Ni consideraciones de interés ni visiones de ambición, sino solo la obediencia me movió a publicarlas. Tal vez te resulten agradables; entonces, con más gusto obedeceré otras órdenes para favorecerte con más estilos sencillos y variados. Por tanto, muéstrate más humano que crítico, y así tu placer aumentará... Vive feliz”.
La enciclopedia italiana La gran música, citada desde el inicio de estos artículos, recoge las palabras del escritor Gabriele De’Annunzio acerca de las sonatas de Scarlatti: “Son cascadas de perlas lanzadas a lo largo de una escalera de piedra”, como muestran en forma visual este primer ejemplo y una siguiente pieza.
En general, sus numerosas sonatas (e igual las hay para guitarra y otros instrumentos) son melódicas y de gran musicalidad, aunque otras son casi frenéticas. Aquí hay un ejemplo para violín y viola.
El extraordinario clavecinista Scott Ross, mencionado como intérprete de Rameau en una entrega anterior, se dio a la monumental tarea de grabar las 555 sonatas de Scarlatti (algunas de ellas por vez primera). Fueron dos diarias en un lapso de 15 meses durante 1984/85, y ahora se consiguen en una caja de 34 CDs por un precio muy reducido. Incluso, por si fuera poco, están disponibles en streaming sin costo por Internet. Aquí se observa el uso constante de la técnica de cruzar las manos sobre el teclado, una necesidad requerida por el “estilo libre”, empleado hasta la fecha.
Con el paso de los años, el clavecín fue reemplazado por el piano, y actualmente las sonatas de Scarlatti (y de muchos otros maestros del barroco) se interpretan en este instrumento, adquiriendo una sonoridad más, digamos, sosegada y señorial. Todos los pianistas modernos y contemporáneos tocan esas piezas imperecederas: éste es el gran
Vladimir Horowitz y el comentario en uno de sus discos: “Muchos piensan que su música es más bien rápida, ligera y que solamente requiere articulación y destreza, pero no es así. De las 550 sonatas, más son lentas que rápidas, y muchas son poéticas, nostálgicas y hasta soñadoras, más bien en el estilo del bel canto. Su música es sensata, con cualidades humanas y elementos sefaraditas. Muchos compositores de este periodo le hablan a Dios. Scarlatti le habla a la gente, a los hijos de Dios”.
Aquí está otro ejemplo con Emil Gilels; ella es la argentino-suiza Martha Argerich (véase nuevamente el cruce de manos), y hay muchos más.
En forma similar al caso de Bach y otros, hubo varios intentos por clasificar de alguna manera las obras de Scarlatti, y por ello suele emplearse la letra K en honor al músico, biógrafo y musicólogo norteamericano Ralph Kirkpatrick, quien en 1953 publicara un catálogo completo del compositor.
Esta es la famosa sonata K. 380 —la primera de las de Horowitz—, en la llamada forma binaria, con dos grandes secciones y temas que se repiten en modos contrastados, alternando las claves y tonalidades. Está interpretada en la guitarra española, pues el compositor pasó sus últimos 30 años allí. Aprovechemos la oportunidad, y en honor a Domenico Scarlatti invito al amable lector a dedicarle cinco gozosos minutos de su continuada atención.
Georg Friedrich Haendel (1685-1759)
En nuestro recuento de la creatividad musical, pasamos ahora a otro de los formidables compositores de la historia, nacido el mismo año que los últimos dos (Bach y Scarlatti), en una coincidencia de gigantes que volveremos a ver al llegar al año 1810, con Chopin y Schumann.
Georg Friedrich Haendel ya era amigo de Telemann, cuatro años mayor que él, cuando a los 18 dejó su pequeña ciudad alemana de origen para ir en búsqueda de mayores conocimientos musicales. Llegó al recién creado teatro de la ópera de Hamburgo, y tres años después viajó a Italia, en lo que hoy llamaríamos un “programa de atracción de talentos” auspiciado por la poderosa familia de los Médici. Haendel aprovechó esa estancia de cinco años en varias ciudades italianas para estudiar la obra de Giovanni Gabrielli (referido en la primera parte de esta serie de artículos) y de Benedetto Marcello, de quien hablaremos pronto, así como para avanzar, junto con su amigo Scarlatti, en el estudio de la novedosa escuela operística italiana. Debemos recordar la falta absoluta de medios tecnológicos para viajar (o simplemente para vivir): no existía agua corriente ni drenaje, ni iluminación más allá de la tenue luz de velas y similares; solo había medios primitivos de comunicación y transporte, y los trayectos tomaban días enteros al menos.
Sin embargo, de alguna manera pronto fue llamado a Londres, ciudad a la que 15 años antes la muerte del gran Henry Purcell (ya aludido en un artículo previo) había dejado “desprotegida” y deseosa de importar nuevas personalidades musicales para la corte. Posteriormente, a sus 42 años de edad, en 1726, solicitó y recibió la nacionalidad inglesa, y por ello su apellido se escribe de diversas formas: inicialmente como Händel en alemán, Haendel en francés, y finalmente Handel en inglés. Aunque regresó en ocasiones a Alemania e Italia, pasó con gran reconocimiento el resto de su vida en Inglaterra, donde inicialmente fue el director musical de la Royal Academy of Music, en dos ediciones, y de la posterior Nobility Opera, las tres sin demasiado éxito en su extensa faceta como empresario musical. Todo culminaría con la quiebra tanto de las compañías como de su salud a los 52 años. Sin embargo, renacería.
De Haendel se dijo: “Fue un músico alemán que importó a Inglaterra el gusto italiano” aunque, en realidad, el largo trecho durante el cual copió, compuso, produjo y vendió decenas de óperas al estilo italiano, hechas para su consumo por parte de un público bullanguero y poco atento, más bien le sirvió de preparación para llevar el género del oratorio a alturas insospechadas. Los oratorios fueron composiciones extensas sobre libretos usualmente bíblicos (en inglés), para solistas, coro y orquesta, con poca o nula escenografía —y con los coros tomando el lugar destacado de las arias en la ópera—, de los cuales llegó a escribir 24: “El Mesías” es el más conocido. También compuso himnos, cantatas, música de cámara, suites para clavecín, sonatas para instrumentos varios, tríos diversos, obras para orquesta, concerti grossi, conciertos para órgano y obras para ser interpretadas al aire libre en festividades y ocasiones oficiales (su “Música acuática” fue en efecto empleada en celebraciones formales a bordo de barcazas en el Río Támesis, y similarmente ocurrió con la “Música para los fuegos reales de artificio”). En total hablamos de más de 600 piezas diferentes, algunas de ellas compuestas casi febrilmente en muy pocas semanas de trabajo intenso.
En los ejemplos musicales, este es el hermoso y muy conocido cuarto movimiento de la suite #5 para clave, en una usual interpretación en forma moderna en el piano como pieza independiente. Haendel fue un extraordinario organista y creó varios conciertos para el instrumento. Además, se hizo famoso por sus improvisaciones durante los intermedios de los oratorios, aunque debemos tener cuidado con el término, pues no es similar a las actuales improvisaciones de jazz, y más bien deben entonces ser entendidas como “variaciones”. Igualmente era común tomar pasajes de algunas piezas e integrarlos en otras obras propias.
Siguiendo con la música, este es el magnífico concierto opus 7 no. 6 para órgano, con un primer movimiento titulado “Pomposo”, de cinco minutos de duración (el concierto completo sólo toma menos de 11). Y hablando de temas luminosos, el concierto opus 4 no. 6 para órgano suele también interpretarse como concierto para arpa y el inicio es de una belleza espléndida, muy propia para ese complejo y delicado instrumento.
En 1741 Haendel fue a Dublín, Irlanda, en donde estuvo casi tres años y allí, en tan solo 24 días, compuso su obra maestra más conocida, el oratorio “El Mesías”, de más de dos horas de duración, que desde entonces es interpretado con diversas orquestas y coros, desde los relativamente pequeños ideados por él, hasta enormes espectáculos casi circenses, con cientos de músicos y un tanto alejados del espíritu original pues, según sus palabras, mucha de su música fue compuesta “no para divertir, sino para mejorar al público”. En efecto, si uno le dedica el gozoso tiempo suficiente, hasta podría llegar a considerar al “Mesías” como la música con la que quisiera finalmente despedirse de este mundo...
Los oratorios incorporan coros declamatorios y rítmicos, además de “música celestial” con la capacidad de embelesar al escucha aunque, nuevamente, requieren y ameritan de cuidado y atención, como todo lo que realmente vale la pena. Hay mucho de donde escoger, y entre discos compactos e Internet existe una enorme variedad, desde las extensas obras completas, hasta los magníficos coros y extraordinariamente bellas canciones y melodías diseñadas para, en un buen sentido, prácticamente embaucarnos. ¿Quién no conoce, por ejemplo, este coro de “El Mesías”? (Durante su reestreno en Londres, en ese pasaje el rey Jorge II se emocionó de tal forma que se puso de pie y todo el público lo siguió... como hasta la fecha ocurre en los conciertos en vivo.) ¿Pero y qué tal estos otros del mismo oratorio: “Unto us a Child is born”, “And the Glory of the Lord”, “Lift up your heads”, y así hay decenas más, realmente no muy interconectados, hasta culminar con una fuga de cuatro minutos que repite una sola gloriosa palabra: “Amén”.
Del oratorio “Salomón” (igual, de más de dos horas de duración), esta es la conocida “Entrada de la reina de Saba” (primera parte del Acto III), y la preciosa canción “No more shall armed bands”, de seis minutos, casi al final del Acto II, y de una dulzura como hay pocas. En el cuadernillo incluido en los dos discos compactos de la obra, el reconocido director John Eliot Gardiner (especialista, junto con el Coro Monteverdi, en recrear la música del barroco con instrumentos y orquestación originales) dice: “Para mí, ‘Salomón’ es probablemente el más magnífico y, ciertamente, el más espléndido de los oratorios de Haendel ... escrito en su estilo ceremonial más imponente”.
Con tantos oratorios pendientes resulta muy difícil detenerse, pero debemos hacerlo, con dos últimas piezas. Esta canción (“¡Oh, si tuviera la lira de Jubal o la voz melodiosa de Miriam!”) pertenece al oratorio “Joshua”, y de “Judas Macabeo” solo alcanzaremos a mostrar una pequeña canción (“Aquí viene el héroe conquistador”) que décadas después Beethoven retomaría en sus “Doce variaciones sobre un tema de Haendel” para cello y piano.
Al igual que Bach —a quien nunca llegó a conocer—, Haendel se quedó ciego en los últimos años de su vida (¡y a ambos los operó, con similar catastrófico resultado, el mismo cirujano!), pero eso no le impidió seguir componiendo, pues continuó dictando sus obras a copistas de partituras. Ya antes había sufrido graves enfermedades, pero de todas se llegó a recuperar, e incluso durante un tiempo logró seguir tocando el órgano ante el deleite del público londinense.
En lo personal, y siendo sincero, la gran cantidad de obras de Haendel, algunas de ellas similares, hacen relativamente difícil conocerlas y apreciarlas en la misma proporción. Incluso, varias hasta se me han llegado a hacer un tanto tediosas, aunque sin duda sé en quién recae la culpa.
En la ya citada Vintage Guide to Classical Music, Jan Swafford expresa: “A pesar de todo, al final de una carrera de extravagantes subidas y bajadas precipitadas, en su tiempo llegó a representar lo mismo que en el nuestro: uno de esos geniales ángeles cautivados que son la gloria de nuestra especie [...] Su contemporáneo, Bach, fue el mayor arquitecto de sonido de la época; Haendel el más grande improvisador”.
Guillermo Levine
fil.tr.int@gmail.com
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