En la primera parte de este ojalá gozoso recorrido histórico por la obra y vida de los grandes compositores de la música clásica mencioné muy someramente ocho autores (además de los Cantos Gregorianos), y mediante ligas de Internet mostramos algunos cortos aunque completos ejemplos; en lo posible trataremos de no caer en la tentación fácil —pero devaluatoria— de escuchar solo “los fragmentos más bellos”, pues decíamos que cada una de las obras fue cuidadosa y amorosamente elaborada por su creador, usualmente en varios movimientos o secciones, y quiénes somos nosotros, siglos después, para con total desidia e impunidad injuriar tan enorme legado.
Estamos apenas a mitad del siglo XVII en Europa y tenemos por delante una buena cantidad de formidables talentos que han fundado y enriquecido la cultura universal. ¿Pero por qué solamente nos enfocamos en ese continente y no en los demás? Nos guste o no, la llamada “era de los imperialismos” recién iniciaba a conformar el mundo tal como lo conocemos, y solo más tarde se irían comenzado a difundir las expresiones musicales de otros lugares, porque las formas escritas de la notación musical apenas comenzaban a desplegarse, también en el viejo continente.
En otros campos creativos, el llamado Siglo de Oro español, durante el Renacimiento y el Barroco (siglos XVI y XVII), floreció en la obra literaria de enormes figuras como Miguel de Cervantes (1547-1616), Luis de Góngora (1561-1627), Lope de Vega (1562-1635), Francisco de Quevedo (1580-1645) o Calderón de la Barca (1600-1681), y en un fascinante fenómeno de coincidencias culturales tuvo manifestaciones en otros países, como el caso de William Shakespeare en Inglaterra (1564-1616) o la posterior Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695) en la Nueva España, e igual sucedió con el arte en el caso de Diego Velázquez (1599-1660) y Rembrandt (1606-1669). Florecimientos sin igual.
Dentro aún de la esfera de la música barroca, comenzamos aquí con la figura de Franz Biber (1644-1704), originario de la ahora República checa, quien pasó sus días en Salzburgo, Austria, donde llegó a ser maestro de capilla en la corte del emperador, en un puesto relativamente usual y reservado para los compositores (todos hombres) reconocidos y adoptados por sus mecenas. Como ya debe ser evidente, este nuestro viaje por la música gira alrededor de los señoríos europeos, y eso no cambiará sino hasta varios siglos después. Aparte de virtuoso del violín, Biber escribió muchas obras para grupos pequeños (música de cámara), pero es más conocido por sus 16 “Sonatas del Rosario”, dedicadas a los 15 misterios del Rosario (con una adicional para el Ángel de la Guarda); en cada una el violín emplea un modo de afinación diferente, aunque carezco de los conocimientos técnicos para abundar en el tema, porque realmente mi “especialidad” consiste en disfrutar del poder mágico de la música. Sirva como ejemplo esta otra preciosa sonata de Biber para seis trompetas, timbales y órgano, de tres minutos de duración.
Johann Pachelbel (1653-1706) fue un compositor alemán con influencia de la música italiana, virtuoso del órgano, admirador de Buxtehude (mencionado en el artículo previo) y cercano a la familia de los Bach. Aparte de una amplia producción, fue popular en su tiempo por su obra más conocida, el Canon, tranquila y hermosa pieza de 5 minutos llena de progresiones armónicas sobre un tema sencillo y perdurable. Del “Canon” existe una gran variedad de arreglos y composiciones de todo tipo, desde música clásica hasta disco y electrónica, pasando por festivales de rock, cuando tan solo han transcurrido 340 años; es decir, un poco más de los proverbiales 15 minutos de fama prometidos por las redes sociales de hoy en día. Una hermosa y nostálgica canción del grupo Maroon 5 sirve de ejemplo.
Del mismo año, el italiano Arcangelo Corelli (1653-1713), violinista y director de orquesta, fue igualmente famoso en su época. Destacó por una obra no tan abundante pero sí muy cuidada, consistente en una serie de sonatas para violín y “continuo” (generalmente una combinación armónica de cello y clavicordio), además de los llamados concerti grossi (conciertos para instrumentos múltiples), de gran influencia en los siguientes años. A Corelli se le considera el principal impulsor del violín como instrumento fundamental en las, en esa época, nacientes orquestas. Los especialistas aclaran que su obra publicada fue mucho menor a su producción total, pues solo entregaba los trabajos que a su juicio ya no se podían mejorar. Esta giga o danza barroca de menos de tres minutos de duración es también muy conocida, y de una gran belleza armónica como casi toda la música de su periodo.
Giuseppe Torelli (1658-1709) es otro compositor y violinista italiano, autor de piezas para diversos instrumentos de viento y para guitarra. Las notas de uno de mis discos explican cómo buena parte de la forma musical del barroco italiano tardío está inspirada en su obra —se le considera uno de los originadores de los “conciertos de cámara”, separados de los “conciertos de iglesia”, así como de los conciertos para violín solo— y tuvo influencia en Corelli y en los posteriores Albinoni y Vivaldi. Este es su Concierto para trompeta en re, en tres movimientos y duración de menos de 7 minutos, muy representativo de su época y música.
Henry Purcell (1659-1695), con más de 800 piezas y fallecido siendo muy famoso a los 36 años de edad, es considerado como el principal creador barroco de la música inglesa. Fue constructor de los órganos reales y tuvo marcadas influencias francesa e italiana; es autor de “Dido y Eneas”, apreciada como la primera ópera nacional de su país. Una hermosa pieza coral de Purcell es la “Oda a Santa Cecilia”, mártir cristiana y patrona de la música; es un ejemplo de las llamadas Welcome Songs, pero como dura 18 minutos prefiero presentar una sonata instrumental de tan solo seis, e igualmente elegante, y este video de una muy corta canción irlandesa para el clavecín. Como héroe nacional, sus restos reposan en la abadía de Westminster en Londres, haciendo compañía a las tumbas de Newton, Darwin y hasta del físico Stephen Hawking.
Toca el turno de François Couperin (1668-1733), compositor francés, organista de la capilla real, clavecinista y maestro, a quien siglos después Maurice Ravel le dedicara una obra para piano: “La tumba de Couperin”. La de Couperin es un caso de las “familias musicales” —los Bach son el ejemplo más acabado— en donde el talento parecía formar parte de la herencia genética, pues además de su padre, su tío Louis fue muy conocido, y François tuvo dos hijas también intérpretes distinguidas. Es creador de una gran cantidad de obras para el ya mencionado clavecín, pequeño instrumento en el cual, mediante un teclado no muy amplio, se pulsan o pinzan cuerdas con un plectro o púa, sin mayores opciones de variar el volumen de las notas del sonido metálico. El también llamado clavicémbalo o simplemente clave es uno de los antecesores del piano, pero allí las cuerdas se percuten y ofrecen muchos más matices y posibilidades de expresión sonora. Conocido como “El grande”, para diferenciarlo de otro pariente de igual nombre, compuso música de cámara y piezas para órgano, aunque su gran legado son sus preludios —estudiados por Bach— y un conjunto de suites (ordres) organizadas en cuatro volúmenes o “libros”, con un total de 220 piezas. Sin embargo, rápidamente cayó en el olvido durante dos siglos, en forma similar a como ocurrió con otros grandes compositores. Esta es una primera pequeña pieza ilustrativa para el clavecín, y aquí hay otra.
Seguimos con el italiano Tomaso Albinoni (1671-1750), quien inicialmente se consideraba a sí mismo como un compositor amateur de sonatas, conciertos, cantatas y óperas, hasta que a la muerte de su padre en 1709 se dedicó de lleno a esa tarea y llegó a escribir más de 50 óperas, aunque ninguna se conserva en su totalidad. Es conocido por sus conciertos-sonata para violín y cuerdas y por otros para oboe, como este bello ejemplo, el Opus 9, #5, con duración de 8 minutos y medio.
Todavía en 1975, el ya citado Grove Dictionary of Music and Musicians no recogía el ahora famoso y popular “Adagio” como una obra de Albinoni; realmente no fue compuesto por él, sino por un musicólogo reciente dedicado a su obra. Más formalmente, entonces, esa celebrada pieza debiera conocerse como “Adagio a la Albinoni”.
Llega el primer peso pesado de nuestro recorrido: Antonio Vivaldi (1676-1741), hijo de un violinista en San Marcos; músico precoz, compositor y violinista veneciano muchas veces considerado como la principal figura musical del barroco tardío, antecesor directo de Bach y creador de cientos de obras, entre una gran cantidad de conciertos —una de sus especialidades— para cuerdas y diversos instrumentos solistas (una o más flautas, mandolinas, violines y otros); música sacra; óperas; sonatas para cello o para orquesta de cámara, y muchas piezas más. La influencia de Vivaldi proviene de la innovación y calidad de su extensa obra, así como de la herencia que dejó para el resto de la producción universal, el “gran público” incluido.
Un ejemplo es “Las cuatro estaciones”, una de sus composiciones más conocidas tanto en su tiempo como ahora. Se trata de cuatro conciertos interconectados, de enorme dinamismo y colorido. En CD o en Internet se pueden conseguir con facilidad, y desde ya invito al amable lector a dedicarle 40 continuos y gozosos minutos de su atención en algún momento cercano.
Vivaldi fue ordenado sacerdote antes de los 30 años de edad, y pudo entonces convertirse en maestro de música en uno de los múltiples hospicios para huérfanas de Venecia, del que egresaron instrumentistas de fama regional. Desde allí se dio a conocer mediante sus múltiples sonatas y conciertos, firmados como “músico de violín y maestro de conciertos del pío hospicio de la Piedad”. Este es un conocido ejemplo de uno de esos conciertos (L'estro armonico, la inspiración armónica), un conjunto de 12 piezas de gran influencia en la posterior música de Bach, cercano a la copiosa producción imperante en Venecia, pues por esos tiempos igualmente se estrenaban allí obras de enormes compositores como Albinoni, Scarlatti (padre e hijo), Handel y Marcello, de quienes luego hablaremos en esta serie de artículos.
La creciente jerarquía de los conciertos consistía en su carácter instrumental, separado de sus también importantes cantatas, oratorios y melodramas porque valían, digamos, por sí mismos así como por su acompañamiento melódico característico, usualmente dividido en tres movimientos, y con “color” y ornamentación orquestal capaz de producir música descriptiva que imita la naturaleza, como en el caso de las Cuatro estaciones, ciclo perteneciente a su “Il cimento dell’armonia e dell’invenzione”. Vivaldi mismo escribía sonetos explicativos de esas obras, mostrando cómo representaba la brisa, el viento, el trueno y la lluvia, y hasta los sonidos de los pájaros.
No toda su obra vocal y sacra llegó a ser impresa en su tiempo, y solo muchos años después esos manuscritos dieron a conocer una muy amplia producción. Este es su conocido coro “Gloria in excelsis”, y por si alguien todavía creyera aquello de que “la música clásica es más bien para funerales”, aquí hay un ejemplo de un dinámico y hermoso pasaje de seis minutos de una de sus óperas, en una transcripción para cello y piano.
Sin embargo, con el paso de los años el celebrado autor cayó en algo cercano al olvido, hasta que en el siglo XX fue “redescubierto” y hoy ocupa un sitio privilegiado. (Dijimos que eso ha sucedido con varias grandes figuras, y más adelante mostraremos otros ejemplos.)
Para terminar con Vivaldi: aunque no soy precisamente amigo de los arreglos “modernos” de la música clásica —y en todo caso solo me parecen aceptables cuando uno ya conoce las obras originales y por tanto no podrá quedar satisfecho con las usuales y simplonas imitaciones de las melodías, pues eso obviamente no basta—, el extraordinario trío del jazzista francés Jacques Loussier tomó la obra completa de “Las cuatro estaciones” y la trabajó minuciosamente. Lo explica así: “Cuando Vivaldi repite un tema, altera el tono del color mediante la orquesta de cuerdas, y eso es lo que le da esa atmósfera especial. Al tocarla con un trío de jazz, uno se acerca a la música de cuerdas con un sonido esencialmente percusivo, sin poder sostener las notas, y por ello he tratado de obtener los diferentes efectos de luz empleando el bajo y la batería para representar los cambios de color del original de Vivaldi”. Vaya diferencia. Esta es la Primavera, en una versión maravillosa de un músico excepcional a quien volveremos a visitar.
Hay mucho por explorar, y ya nos estaremos viendo…
Guillermo Levine
fil.tr.int@gmail.com
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