A partir de Vivaldi, mencionado al final del artículo anterior sobre el fenomenal desarrollo de la música clásica durante el siglo XVII, vendrá una ya imparable serie de compositores mayores, todavía dentro de la vertiente barroca, heredera del Renacimiento; e incluso por encima de lo vocal, la música instrumental comenzará a tener una relevancia propia en un continente en reconfiguración.
El ámbito político y social estuvo signado por las monarquías absolutas, como la de Luis XIV en Francia, desde Versalles, así como por los conflictos casi generalizados entre las diversas potencias europeas. El desastroso periodo conocido como la “Guerra de los Treinta Años” en realidad consistió en más de 10 guerras y sus correspondientes acuerdos y periodos de tregua, hasta desembocar en la llamada Paz de Westfalia de 1648, lo cual —aun sin resolver las rivalidades religiosas de origen— dio comienzo a un nuevo equilibrio y a estados-nación vigentes hasta la fecha, que también serían “potencias musicales”.
Retomando nuestro gozoso recorrido, comenzaremos ahora con Georg Philipp Telemann (1681-1767), compositor alemán autodidacta, de amplia formación humanista, escritor de poemas en varios idiomas y autor de mil 500 cantatas para la liturgia protestante, muchas de las cuales le eran encargadas quincenalmente. Aprendió música estudiando partituras de otros músicos y fue amigo cercano de Haendel, de quien hablaremos más adelante, y asimismo contemporáneo de otros enormes músicos, entre quienes destaca Bach; Telemann incluso fue padrino del segundo hijo de Bach, Carl Philipp Emanuel. Es ésta una época de inmensa riqueza musical, y los compositores tenían “responsabilidades laborales” con sus patrones de las iglesias y la nobleza, pues se obligaban a producir piezas literalmente por centenas y para todo tipo de ocasiones: ceremonias religiosas, oratorios, funerales, óperas, “música para banquetes” (este es un breve ejemplo), y una buena cantidad de piezas vocales e instrumentales. El pasaje de la Batalla de los molinos de viento, de dos minutos de duración, pertenece a su preciosa suite sobre Don Quijote.
Telemann es también muy conocido por su música para trompetas, con decenas de conciertos y combinaciones con otros instrumentos, como esta Sonata No. 1; una Aria, o La esperanza. Otros ejemplos muy cortos son la Sonatina para flauta, o la Fantasía No. 1 del volumen 1 de la obra para clavecín. Dentro de su también extensa obra vocal ponemos como ejemplo este Salmo 117: “Alabanza por la misericordia de Jehová”.
Hablamos de uno de los creadores más prolíficos de la historia, con mil cantatas, 40 óperas, 60 oberturas y cientos de conciertos y sonatas diversas. Así lo describen en uno de los discos de sus obras: “... es uno de los exponentes más característicos del estilo galante, derivación alemana del rococó francés, surgido como reacción frente a las complejidades contrapuntísticas del estilo barroco. Presentan un melodismo fácil, directamente accesible, y una textura musical transparente, con divisiones periódicas claras, en la que los instrumentos solistas dialogan a modo de amable conversación por encima de un acompañamiento de carácter subordinado”. Luego las cosas dejaron de ser así, y pronto las composiciones llegarían a niveles de profundidad mucho más extremos.
Desde esa perspectiva el asunto se torna delicado, como muestra el severo juicio del multicitado Grove Dictionary of Music and Musicians sobre Telemann: “El veredicto de la posteridad le ha sido menos favorable. Con toda su indudable capacidad, no originó nada, y se contentó con seguir las huellas de la antigua escuela contrapuntística de los organistas, cuyas ideas y formas adoptó sin cambios”.
“Hay clases sociales” ironizaba una amiga refiriéndose a las diferentes capacidades humanas, y entonces los maestros “por arriba” de Telemann —que sí los hay— deben ser casi de otro mundo.
Toca el turno de Jean-Philippe Rameau (1683-1764), compositor y teórico francés —su principal obra escrita fue el “Tratado de la armonía reducida a sus principios naturales”, aunque inicialmente no fue bien recibida—. Rameau no obtuvo fama y reconocimiento sino hasta después de sus 50 años de edad y, al igual que buena parte de sus contemporáneos, vivía de ser organista de la iglesia o de la corte.
Además de sus obras para clavecín y sus motetes —usualmente compuestos alrededor de alguno de los Salmos de la Biblia y divididos en episodios, con voces solistas, orquesta y coros, como éste— es conocido por sus óperas y sus ballets. Castor y Pollux, sobre los héroes gemelos hijos de Zeus, fue la más importante, y esta es una de sus arias. Pigmalión, por ejemplo, está basado en un pasaje de la Metamorfosis de Ovidio sobre un escultor que se enamora de una estatua recién creada por él. Al margen de la trama musical, dos siglos más adelante, el escritor inglés George Bernard Shaw convirtió ese mito en una obra de teatro, adaptada luego en forma de la linda película musical Mi bella dama, ganadora de ocho Premios Oscar en 1964.
Regresemos a las composiciones: he aquí el rondó (pequeña danza que gira en torno a un tema principal) de la ópera Las indias galantes, de menos de cuatro minutos de duración. Esta es una de las óperas que llevara a nuestro compositor a las alturas de los grandes maestros.
Antes de haber adquirido fama y carácter de héroe nacional de la música en Francia, ya había compuesto su extensa obra para clavecín, basada en sus concepciones de teoría musical. En Grove Dictionary leemos: “Como todos los artistas de la tradición barroca, Rameau creía que el propósito del arte era la comunicación; estaba dirigida a expresar los sentimientos humanos, representar la naturaleza y revelar la verdad mediante la razón, y por tanto ambos sistemas de armonía y tonalidad tienen funciones expresivas precisas”.
En tres minutos, la pieza “La gallina” (en una versión para piano) logra transmitir mucho de su característica naturaleza, y no podemos dejar de “verla” aleteando y moviendo la cabeza mientras va dando brinquitos por aquí y por allá.
Por su parte, el extraordinario intérprete norteamericano Scott Ross, quien hace unas décadas grabara las Piezas completas de clavecín de Rameau (así como las 555 sonatas de Domenico Scarlatti, de quien ya hablaremos después), fue uno de los mayores especialistas en la música barroca para teclado, y en la pieza “El llamado de los pájaros”, de Rameau, también de tres minutos de duración, vemos un ejemplo de la maestría de un artista que se caracterizaba por llegar a algunos de sus conciertos en motocicleta y con pantalón de mezclilla; aparte, era admirador de la roquera punk Nina Hagen. Modesto hasta el extremo, explicó: "Empecé Los Goldberg [30 piezas de Bach] porque dejé de fumar, y para mantener los dedos ocupados, es mejor que tejer”.
Terminamos con un disco del tecladista y productor de jazz contemporáneo Bob James, dedicado a Rameau con estas palabras: “¿Podría él haberse consentido con un sintetizador digital si hubiera tenido uno? ¿El concepto de grabación superpuesta —overdubbing— (el fenómeno reciente que emplea múltiples pistas para permitir a un solo intérprete crear texturas orquestales complejas preservando a la vez la individualidad de su propia interpretación), habría sido ofensivo para Rameau o hubiera estado encantado con esas posibilidades creativas? Ninguna de estas preguntas me surgió durante mis primeros intentos de improvisar sobre estas pièces de clavecín en diciembre de 1983, después de 300 años del nacimiento de su autor”. Esta es su (de ambos) “Fanfarinette”.
Apenas vamos en el capítulo 3 de nuestra reseña de música clásica y ya nos hemos visto obligados a dejar de lado varias figuras de importancia. Para no seguir cometiendo esos pecados, por lo menos aquí mencionaré sus nombres (¡y no serán todos!), pues realmente no tenemos tiempo ni espacio para extendernos tanto. Comenzamos con la primera gran ausente: Hildegard von Bingen (1098-1179), considerada como la primera mujer compositora, además de una figura genial en plena Edad Media: “Santa, abadesa benedictina y polímata alemana, activa como compositora, escritora, filósofa, científica, naturalista, médica, mística, líder monacal y profetisa”, según reza Wikipedia.
Josquin Desprez (1450-1521), famoso músico en cortes italianas y en la francesa de Luis XIII; autor de motetes y misas, así como de canciones populares en su tiempo. Es uno de los iniciadores de la “imitación continua”, donde diversas voces toman y comparten motivos melódicos entre ellas.
También omitimos a Heinrich Schütz (1585-1672), situado entre el Renacimiento y el barroco, y considerado como el “primer genio del barroco protestante”. Antecesor de Bach y contemporáneo de Monteverdi y de Gabrielli (de quien fue alumno), fue un gran compositor alemán y una especie de puente entre la escuela inicial del contrapunto (“nota contra nota”) y su posterior perfeccionamiento por Bach y Haendel, a quienes nos dedicaremos pronto.
Igualmente nos vimos obligados a relegar a Jean-Baptiste Lully (1632-1687), astuto miembro favorito de la corte del Rey Luis XIV. Creador de música de teatro y ballet e introductor de la ópera italiana en Francia, tuvo una gran influencia en el posterior estilo musical francés. Por aquellos tiempos el director de orquesta marcaba el compás golpeando el suelo con una barra de hierro (lo que luego se convertiría en la ligera batuta actual); para su desgracia, nuestro personaje se golpeó el pie con ella mientras conducía su Te Deum, y dos meses después murió de la gangrena resultante. No había agua corriente ni existían medidas de higiene; Louis Pasteur comenzó sus investigaciones en 1850, y la penicilina no fue desarrollada sino hasta 1930: esos avances que ahora nos parecen casi productos de la naturaleza distan mucho de serlo, aunque por fortuna, esa gran música nos ha seguido acompañando.
La próxima estrella de la serie será Johann Sebastian Bach (nacido dos años después de Rameau), pero necesitaremos más tiempo y espacio para tratar de “enfrentarnos” a su imponente figura, y por ahora nos despedimos con una sugestiva reflexión acerca de las muchas razones de nuestro encanto por la música, desde fisiológicas hasta psicológicas y culturales, según muestra el artículo “Música femenina“ de Jordi Soler publicado en MILENIO, desde una perspectiva por demás profunda y “amnióticamente arropadora”.
fil.tr.int@gmail.com
AQ