El cine mexicano sobrevive a pesar de una herida que parece mortal. Le sobra corazón, pero carece del respaldo de sus espectadores. Es desesperanzador pero cierto: los mexicanos no ven cine nacional.
Debemos admitir que para minar ese mal no es suficiente contar buenas historias o filmar películas extraordinarias; tampoco saber vender las tramas con deslumbrantes estrategias de marketing. Necesitamos transformar nuestro cine. ¿Cómo? Confío en que no hay herramienta más poderosa para lograrlo que empaparse de todos sus procesos. Es el único camino viable para que quienes pertenecemos a esta industria logremos mejorar el terreno. El único camino para contar las historias que realmente queremos contar: historias que nos emocionen, que evoquen angustias, que griten ¡justicia!, que nos empapen las mejillas de lágrimas y que logren ese arrebato inexplicable que sólo una sala oscura puede provocar, esa huida de la realidad para viajar a la mente del otro.
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Los números —lo sabemos— no conmueven pero sí incitan la urgencia del cambio. Hablemos un poco de nuestro cine durante 2019. La taquilla mexicana registró 341 millones de espectadores, pero sólo 35.2 millones vieron una película nacional. Eso es apenas poco más del diez por ciento. Fueron producidas 216 historias, de las que solamente 101 llegaron a los ojos de esa diminuta congregación de espectadores que nutre la resistencia.
Las diez películas más taquilleras de 2019 en México fueron estadunidenses. Siete de ellas pertenecen al emporio de Disney. Consideremos esto: a Toy Story 4, la película más vista de ese año, le faltaron 10 millones de espectadores para igualar la cantidad de asistentes captados por todos los estrenos del cine nacional.
¿Qué recrudece la herida mortal del cine mexicano? Para responder a esa pregunta, es necesario plantear otra: ¿dónde están los espacios de exhibición para nuestro cine?
La mencionada Toy Story 4 logró una distribución de 6 mil 128 pantallas —tomemos en consideración que en México existen alrededor de 7 mil 493—, mientras que el 45 por ciento de los estrenos mexicanos logró apenas diez o menos pantallas. ¿Cómo competir? ¡Es imposible!
Uno de los géneros más prolíficos y aclamados de nuestro país es el documental. Sin embargo, su panorama también luce desvaído. Los 73 documentales producidos durante 2019 sólo alcanzaron al 0.16 por ciento del total de asistentes a las salas de cine. En contraste, existe un género que prospera: la comedia romántica. Con apenas 27 producciones, estos filmes atrajeron al 87 por ciento de la audiencia mexicana. Es, por una diferencia meteórica, el género más rentable. Las tres películas nacionales más vistas del año pasado fueron Tod@s caen (2 millones 600 mil espectadores), Mirreyes contra Godínez (4 millones) y No Manches Frida 2 (6 millones 600 mil). El éxito de estos títulos parece confirmar que en México se ha fraguado una especie de star system encabezado por la dupla Martha Higareda-Omar Chaparro.
Es cierto que tenemos una industria endeble que, sin embargo, está en constante transformación y es susceptible a contingencias de toda clase. Movimientos como el #MeToo o Black Lives Matter le han demandado una reevaluación de sus maneras y de sus valores. El boom de servicios de streaming y la irrupción de la pandemia de covid-19 aceleraron una reestructuración que se tornaba cada día más urgente. La reciente extinción de los fideicomisos de apoyo a la creación representa un nuevo desafío.
Quienes nos dedicamos al cine a menudo nos sentimos al borde de un abismo insondable. Por eso es momento de reinventarnos, de probar nuevas estrategias. Los creadores se han aventurado a realizar un cine de clase mundial. Es hora de convencer a los distribuidores, a los exhibidores y, sobre todo, al público, de apostar por consumirlo.
ÁSS