En algún texto sobre la cortesía leí que no era delicado corregir a quien cometa alguna falta al hablar. Lo recomendable es enmendar el error con el buen uso. Así, si alguien dice: “Vivo cercas de tu casa”. El interlocutor debe responder: “En efecto, vives muy cerca”.
No es gentileza reverberar el error para hacerlo notar por contraste. Si escuchamos: “Allá en los años sesentas…”, sería desconsiderado decir: “Me hacen falta sesentas pesos”. Lo atinado es el refraseamiento depurado: “Ah qué nostalgia siento por los sesenta”.
Pero a veces no es fácil. En una mesa en la que participábamos tres personas, el presentador dijo que sostendríamos un “triálogo” y cómo explicar de manera sutil que el prefijo de “diálogo” no es “di” sino “dia”. O bien, en una cena reciente, hablando de vinos, alguien preguntó si en español había un término equivalente al terroir francés. Un sabedor contestó que “en español no hablamos de tierra, sino de sol, y le llamamos solera”. El vino se me fue a las suprarrenales mientras me preguntaba si debía corregir o callar.
Cuando estoy en confianza, agradezco que me corrijan; cuando estoy en público, lo agradezco un poco menos porque siento vergüenza.
A los comunicadores habría que corregirlos. Así los cronistas deportivos no se la pasarían años repitiendo cosas como “poosedor de la marca mundial” o “el resultado es difícil de preveer” o “cuerdas bucales” o “le infringió una dolorosa derrota”.
La semana pasada me enviaron una carta para firmar. Lo hice y respondí: “Va la carta firmada, a la cual agregué dos acentos”.
No respondo a mensajes con más de cinco faltas de ortografía. Quizás por eso ya casi nadie me escribe. Hace poco recibí un correo electrónico que empezaba: “Disculpa que no ponga acentos, pero estoy escribiendo con una computadora gringa”. Respondí que abajo a la derecha debía de haber una opción para cambiar el teclado, o se podía hacer un ejercicio de redacción que no requiriera tildes ni eñes ni preguntas, tal como esa primera frase de disculpa.
Hablar en público aumenta la propensión a cometer errores, pues se da cierto apremio para articular un discurso ordenado, inteligente y espontáneo, al tiempo que el público crea incontables distracciones. De modo que no debemos ponernos pesados si alguna palabra sale mal. Hay que distinguir entre la errata y el vicio, entre el olvido y la ignorancia, entre la confusión y la sandez.
Cuando a Segismundo de Luxemburgo le corrigieron su defectuoso latín, él respondió: “Ego sum rex Romanus et supra grammaticam”. Frase famosa, pero desacertada. La gramática es la ley de quien habla o escribe, algo así como la Constitución, que no puede acomodarse a los caprichos de un reyezuelo malhablante.
AQ