El otro día caí en la cuenta de que el sitio donde paso más tiempo es la biblioteca pública de mi barrio. Voy casi a diario a consultar libros, a navegar en internet, a leer periódicos y revistas, a sacar o devolver textos y películas, a una conferencia o a la presentación de alguna novedad literaria. Es que, en realidad, no se trata de un simple almacén de libros sino de un centro comunitario que dinamiza la vida vecinal y, sobre todo, integra a los que “el sistema” pretende echar.
Cada que voy, y ya digo que voy mucho, me encuentro a un buen número de desempleados, jubilados, estudiantes, inmigrantes y hasta indigentes que, al igual que yo, aprovechan todos los servicios (gratuitos) que ofrece este edificio aparentemente anodino pero muy valioso y eficiente. Por eso estoy casi seguro de que la red de bibliotecas públicas que posee la ciudad es el servicio gubernamental que más beneficia y más agradecemos la mayoría de los habitantes de Madrid.
- Te recomendamos David Foster Wallace: el preceptor Laberinto
He pensado en todo esto mientras leía La biblioteca en llamas (Temas de Hoy), el más reciente libro de mi admirada Susan Orlean, una de las escritoras del staff de la revista The New Yorker, y autora de obras como El ladrón de orquídeas, cuya adaptación cinematográfica obtuvo un Oscar.
Cuando Susan se trasladó a vivir a Los Ángeles comenzó a estresarse con la abundancia de atascos vehiculares y a buscar la manera de resignarse a que, tal vez, ya slo escribiría sobre celebridades o, con suerte, acerca de los migrantes que han realizado su “sueño americano” en California. Un día, a su hijo pequeño le dejaron de tarea que entrevistara a un personaje de los servicios urbanos. El niño pensó, claro, en un bombero, en un policía o en un barrendero. Susan le recomendó a alguien más “original”: un bibliotecario. Y lo llevó a la Biblioteca Central para llevar a cabo su misión escolar.
A media charla, el bibliotecario que los atendió mencionó que el espacio del acervo fue construido “después del incendio” y, a partir de ese momento, la periodista desplazó a su hijo en la formulación de las preguntas. Resulta que ahí, el 29 de abril de 1986, las llamas convirtieron 400 mil libros en cenizas y otros 700 mil quedaron muy dañados por el agua utilizada para apagar el fuego intencionado que duró siete horas. La noticia estuvo presente en la prensa local, pero fue desplazada a nivel nacional e internacional por el accidente nuclear de Chernóbil. “¿Quién querría quemar una biblioteca? ¿Por qué?”, se dijo a sí misma la mujer que había cambiado su apacible casa de Nueva York por una ciudad vertebrada por un sinfín de avenidas y abarrotada por millones de inmigrantes mexicanos y centroamericanos. Ahí había una historia que contar.´
Entusiasmada, Susan Orlean se dedicó a observar detenidamente cada área del edificio y probar su funcionalidad arquitectónica, a convivir con los trabajadores y los usuarios, a adentrarse en las colecciones de libros y documentos, a investigar sus orígenes, utilidad y trascendencia en la interacción de la vida citadina, a delinear su evolución a través de las acciones de sus distintos directores y, desde luego, a recrear el suceso que estuvo a punto de destruirla y a saber quién, cómo y por qué decidió hacerlo.
La biblioteca en llamas es una investigación y narración magistral que homenajea a la biblioteca de Los Ángeles y, por extensión, a todos los demás centros que ofrecen el conocimiento a cualquier persona.
“En la biblioteca, el tiempo queda contenido por un dique, no para detenerlo, sino para protegerlo”, dice entre otras cosas la autora. “La biblioteca es una reserva de narraciones y también una reserva para toda la gente que viene aquí a buscarlas. Es donde podemos entrever la inmortalidad. En la biblioteca podemos vivir para siempre”.
Sé que no puedo hacerlo pero, si pudiera, me instalaría en la biblioteca pública de mi barrio, donde soy muy feliz. Ante la imposibilidad de materializar mi sueño ingenuo, acudo a ella casi a diario, de entrada por salida, para sacarle provecho y comprobar, como bien dice Susan Orlean, que “nuestras mentes y nuestras almas contienen volúmenes en los que han quedado inscritas nuestras experiencias y emociones, pues la conciencia de cada individuo es un recuento de recuerdos que hemos catalogado y almacenado en nuestro interior, la biblioteca privada de la vida que hemos vivido”.
ÁSS