La izquierda ha tenido un fuerte lazo con el mundo de la cultura, las ciencias y las artes. Mucho se debe este vínculo a que es un producto de la Ilustración tardía, la cual tematizó la “cuestión social”, cometido que aquella trató de cumplir. Asimismo, la izquierda asumió que la humanidad podría emanciparse mediante la razón, por lo que en el siglo XIX abundaron proyectos, construcciones teóricas y acciones específicas. Y, en el siglo pasado, después de la derrota de la revolución en Europa y el ascenso del fascismo, la izquierda se parapetó en los recintos universitarios, sin abandonar la intervención en la sociedad política y los movimientos sociales.
En países como México, esto ocurrió a partir de la década de 1960, expandiéndose el fenómeno con la masificación de las universidades en el decenio siguiente. Para ese momento, la tradición comunista llevaba ya un largo trecho andado en el ámbito de la cultura y las artes, proceso que se empató con la política cultural del régimen de la Revolución mexicana.
Revistas, periódicos, panfletos, editoriales fueron y vinieron para dar espacio a las elaboraciones de la izquierda, educar políticamente a su militancia y prepararla para la acción. La unión entre la teoría y la práctica se consideraba esencial para alcanzar los objetivos previstos. La razón y no la emoción sería la guía. Aunque nunca dominante, porque no alcanzó el poder político ni disponía de muchos recursos económicos, la izquierda (particularmente la comunista) logró conformar una intelectualidad robusta. Esta inteligencia podía contender con solvencia con los ideólogos del régimen y con los intelectuales de la derecha.
La hegemonía neoliberal, la debacle del bloque soviético y el salto de los intelectuales a pantallas televisivas muy poco abiertas a la pluralidad política dejaron a la inteligencia de la izquierda a la saga, tanto porque ya no estaba en condiciones de competir en condiciones tecnológicas (y por tanto de difusión) tan dispares como porque la caída del Muro de Berlín la dejó atónita. Ello no tanto porque fuera particularmente prosoviética —al menos comparativamente con las izquierdas comunistas latinoamericanas—, sino porque se quedó sin política frente a las nuevas coordenadas. Si a esto agregamos el tsunami cardenista que le vino encima, la izquierda comunista abandonó el campo renunciando a la batalla de las ideas y a la obligada revisión de su propia tradición. No fue la primera vez en el siglo XX, pero sí la más contundente, en que el nacionalismo revolucionario avasalló al comunismo mexicano.
Derrotado su proyecto político, la izquierda comunista se refugió en la nostalgia, se subió al caballo (neoliberal) ganador, abandonó la política o acabó diluyéndose en las dos izquierdas que surgieron (o resurgieron) en el último tramo del siglo XX: el nacionalismo revolucionario y el neozapatismo. Para todos hubo acomodo, pero poco se avanzó en la elaboración intelectual en el contexto radicalmente distinto del nuevo milenio. Luego de la fractura del campo intelectual por las posiciones encontradas con respecto al fraude electoral en la elección de 1988, un segmento de aquel participó en el PRD, pero pronto se desencantó por el caudillismo cardenista y el control de los expriistas de las posiciones clave en la organización. El EZLN acogió a algunos de los intelectuales que habían tomado el perredismo como adscripción temporal; fue más exitoso en retenerlos, no por disponer de una política mejor dirigida, sino porque el neozapatismo representaba más una causa justa que una alternativa viable al régimen.
Los intelectuales eran responsables de dar forma a las ideologías de las distintas corrientes políticas (orgánicos, los llamó Gramsci) y, con respecto a la sociedad, conducían sus demandas a la esfera pública. La autonomía con respecto del poder, aunada al reconocimiento que poseían dentro de un campo del saber o de las artes, es decir, una obra que los respaldara, abonaba en su credibilidad y autoridad al interpelar al Estado en nombre del común sobre asuntos de interés general (pensaba Bourdieu). Si Sartre, Chomsky, E. P. Thompson, José Revueltas, Luis Villoro, Pablo González Casanova, Carlos Monsiváis, Enrique Semo, Carlos Pereyra o Roger Bartra, por hablar únicamente de la izquierda, eran respetados como intelectuales se debía justamente a eso. Todos ellos pertenecen a la categoría del intelectual comprometido, la cual decayó en la década de 1980, cuando cobró importancia la del intelectual público, cuyo foro privilegiado son los medios electrónicos de comunicación masiva. La dependencia con respecto a los consorcios privados o a los medios estatales restó autonomía a estos intelectuales públicos, deudores de estos patrocinios.
Este cambio del entorno generó un abismo que la inteligencia de izquierda no pudo salvar, amén de la transformación del panorama político de la que hablamos. Si en el PRD la reflexión intelectual había brillado por su ausencia, dado el pragmatismo de los nuevos socios (expriistas) de la vieja izquierda (comunista y socialista), el siglo XXI profundizó esta tendencia. Los movimientos sociales también eran claramente antiintelectuales (el CGH en la UNAM en 1999) o el movimiento-partido que cristalizó en Morena años después. La acción, incluida la “acción directa” de raíz anarquista, cobró primacía sobre las discusiones a veces esotéricas de la izquierda comunista. Y el liderazgo altamente personalizado de la nueva formación política socavó la deliberación colectiva que había tenido aquella izquierda. Ya no se requerían intelectuales, los militantes verdaderamente indispensables eran los activistas, más ahora que la izquierda interactuaba con las masas de las que siempre habló, pero que nunca tuvo. Este sesgo provocaría consecuencias importantes cuando Andrés Manuel López Obrador ganó la elección presidencial, convirtiendo a Morena en la primera fuerza política del país.
El giro hacia la izquierda ocurrió en medio de la crisis de las élites (incluida la intelectual) que condujeron el país durante el ascenso neoliberal y la apertura del sistema político a la alternancia. Cuando esto sucedió, la izquierda tenía un contingente intelectual exiguo, desgastado, que no había asimilado el colapso socialista ni renovado sus ideas a consecuencia de él. Este núcleo provenía fundamentalmente de la familia comunista, la más ilustrada y cosmopolita élite intelectual con que contaba la izquierda partidaria.
Anquilosada, presa de las viejas certezas y con reducida elaboración teórica original, esta intelectualidad tuvo poco que oponer a las políticas desarrollistas del nacionalismo revolucionario asumidas por la Cuarta Transformación. Y quienes se ostentan intelectuales públicos del lopezobradorismo carecen de la trayectoria política y del reconocimiento dentro del mundo de las ciencias, las artes y la cultura de sus predecesores. Conspiró también en el bloqueo de un proyecto potente y alternativo de la izquierda el hecho de que López Obrador fuera su propio ideólogo, reservando a la menguada intelectualidad que lo rodea la tarea menor e ingrata de justificar las decisiones del líder, cuyo único saber que suscribe es el saber común, basado en la experiencia.
En el sentido gramsciano del término, el intelectual cumple una función directiva en cualquiera de sus niveles, lo que permite que la sociedad civil y la sociedad política se pongan en marcha. Más aún, la propia empresa económica requiere de estos. Convertido en gobierno, el lopezobradorismo acusa la pobre calificación de sus cuadros directivos, consecuencia del menosprecio por la actividad intelectual. El famoso dicho presidencial de que en su gobierno se requiere 90 por ciento de honradez y un 10 por ciento de conocimiento es una falacia que esconde un desacierto, dado que se puede tener al mismo tiempo un 90 por ciento de honradez y un 90 por ciento de conocimiento. Y no digamos el maltrato de su administración a los sectores de la ciencia, las artes y la cultura que, junto con las universidades, han sido el semillero de la inteligencia que todo proyecto político requiere.
Mientras el neozapatismo prácticamente desapareció de la escena pública después de la discreta precandidatura presidencial de María de Jesús Patricio Martínez (Marichuy), el espacio de la izquierda no partidaria lo copó el anarquismo insurreccional, deriva radical del altermundismo y expresamente antintelectual (la vandalización de una librería bajo el argumento de que los libros son para burgueses no es una mera anécdota). En su culto a la espontaneidad, a la acción directa, al espectáculo, el juego (y el fuego), además del impacto mediático de su irrupción en la protesta callejera, este anarquismo sin utopía borra la elaboración ideológica. Para él, las convicciones se afirman en la acción y no en disquisiciones para iniciados; con mayor razón si la división entre los que piensan y quienes trabajan con las manos ha dado lugar a la formación de castas privilegiadas.
El sistema tecno-industrial se desmorona cuando se le golpea, y cada ataque es un fin en sí mismo, la conclusión de una tarea que asocia con ese único propósito a un movimiento plástico, descentralizado y constituido por individuos autónomos e irreductibles, inasibles por una entidad superior, y para quienes la violencia contra los objetos, símbolos, policías, periodistas y representantes del capitalismo es un acto liberador.
Quizá resulte anacrónico siquiera plantearlo, pero si la izquierda no recupera la fusión de las ideas con la intervención práctica y la acción colectiva tampoco destrabará la crisis nacional de la que le tocó hacerse cargo y permitió su victoria. Ahora es gobierno y su responsabilidad es darle certidumbre al país. Ello obliga a formular propuestas sólidas, coherentes y viables para que su compromiso con los desposeídos y la mejora de la sociedad en su conjunto puedan llevarse a cabo. La oportunidad es única y pasa por que se reconcilie con su vieja amiga: la inteligencia.
Carlos Illades es profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Su libro más reciente es 'Vuelta a la izquierda' (Océano, 2020).
ÁSS