La lectura como oficio

Bichos y parientes

Alfonso Reyes recordaba a los campesinos que habían leído algún relato de aventuras caballerescas “¿Has leído la historia de un paladín a quien se le moría el caballo todos los martes?”

Cómo leer un libro, de Mortimer Adler. Desde ahí podemos pensar en, primero, llegar al nivel básico
Julio Hubard
Ciudad de México /


Alfonso Reyes recordaba a los campesinos que habían leído algún relato de aventuras caballerescas y, sin haberse detenido a memorizar ni autor ni título del libro, le preguntaban, por ejemplo: “¿Has leído la historia de un paladín a quien se le moría el caballo todos los martes?”. Aparte de que resulta peculiar y sospechoso un campesino que usa de modo libresco el pronombre relativo (“a quien”, en vez de “al que”), ahora nos sorprende el simple hecho de que un hombre de campo pudiera ser un lector. Después de tanta tele y tanto mal oficio de la educación pública, olvidamos aquel magnífico “El Correo del Libro”, que servía para que los profesores de todo el país pudieran comprar libros de muy buena calidad y muy baratos.

Operaba de manera inteligente: todos recibían las listas de los libros disponibles y cada uno señalaba en su folleto los libros que quería adquirir; al mes siguiente los recibía por correo y su pago, con descuentos importantes, se hacía directo desde la nómina. Fue un gran éxito, mientras duró, pero dejó pronto de ser galardón presumible para los funcionarios y, simplemente, se transfirió a un elefantito tullido: Educal.
Hoy sería fácil arrancar un programa semejante al original, echando mano de los recursos electrónicos y las redes. Y, mucho mejor que andar ofreciendo los títulos que los cultos funcionarios hallen valiosos o viables, sería que los lectores pudieran recibir apoyo para comprar los libros que se les dé la gana, o necesiten. Mejor enriquecer al lector, o subvencionarlo, o premiarlo, que manipular una industria poco firme, un mercado precario, y un arte y oficio muy mal pagados. No está descaminada la voluntad de juntar libros y lectores, pero desde aquel emblemático y soñador proyecto de los libros verdes de Vasconcelos ha quedado claro que la lectura requiere algo más que una contigüidad física entre un objeto de papeles y un humano con ojos.
Es ingenuo suponer que basta abrir un libro para ponerse a disfrutar, viajar, gozar. Hay un par de puntos ciegos en las ensoñaciones de los funcionarios públicos de educación y cultura. No es que los ignoren, pero o los callan o los olvidan.
Uno: como todo goce que proviene de una actividad, la lectura requiere una gran inversión en esfuerzo, disciplina, repetición; requiere sobreponerse al tedio y la aburrición, al fracaso de no entender, de distraerse pronto, antes de convertirse en goce. Nadie nace ni tocando un instrumento musical, ni pateando un balón, ni bailando danzón. Diótima tuvo que instruir a Sócrates en los modos del erotismo. Prometer goces inmediatos que no llegan opera más como vacuna que como seducción. Desde luego, no es buen negocio vender esfuerzos y dificultades, y no hay duda alguna de que leer es uno de los mayores goces y placeres… si uno aprende a poner lo que leer requiere. Es un oficio y no hay final en el aprendizaje. Goethe, ya viejo, estaba seguro de que aún no sabía leer bien. Y Alfonso Reyes, en aquel mismo ensayo (“Categorías de la lectura”, en La experiencia literaria, tomo XIV de sus Obras completas), enlista a otros muchos que juzgaban pobres sus capacidades de lectura: Macaulay, Menéndez Pelayo, Charles Lamb, el Dr. Johnson, Boswell...
Dos: lo tomo de quién sabe qué escritor, porque no lo hallo, que a la vieja pregunta sobre los libros que se llevaría a la isla desierta simplemente contestó: “Ninguno. Porque si no tengo con quién conversar, la lectura no puede sino hacerme más honda e inhóspita la soledad”. Todos lo hemos sentido alguna vez: leemos algo fabuloso, que nos revela y rebela, que nos mueve desde dentro y, de pronto, la melancolía de no tener con quién compartir, seguir hablando, enriqueciendo la experiencia. Lástima que no logre acordarme de aquel escritor que supo responder así de claro y preciso: leer en total soledad es deprimente. Para generar lectores necesitamos tertulias, talleres, clubes: conversación.
No todos están dispuestos para ser grandes lectores; sin embargo, todos debieran ser capaces de un nivel básico de lectura. ¿Qué nivel? El poli (IPN) tiene en su catálogo un gran clásico desde el cual se puede partir: Cómo leer un libro, de Mortimer Adler. Desde ahí podemos pensar en, primero, llegar al nivel básico (ése que México reprueba en todas las pruebas de estándares internacionales) y, después, alimentar el fogón de la inteligencia y la imaginación que solo enciende cuando al menos la comprensión básica haya echado su chispa.


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