Sobre la Leyenda Negra han corrido ríos de tinta y sigue siendo elusiva: esa repulsión que provoca el Imperio Español, desde el siglo XVI, que se agrava según el tiempo, y resulta en un rechazo general de todo lo hispano. El artículo de Wikipedia no está mal, pero es mejor el libro de William S. Maltby, La Leyenda Negra en Inglaterra. Desarrollo del sentimiento antihispánico, 1558-1660 (FCE, 1982). El odio a España inicia frente a las acciones militares y los abusos jurídicos, pero se va confirmando en la cultura. Los historiadores, escritores, científicos desaparecieron casi por completo de España, justo cuando el mundo europeo iniciaba la carrera de la Ilustración. Octavio Paz señaló varias veces ese punto: la lengua española carece de Ilustración y tampoco supo hacerse de un verdadero periodo romántico. Y ni siquiera a un hispanófilo se le ocurriría comparar la importancia de Voltaire, Kant o Hume con la de Feijoo, Jovellanos o Clavijero.
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Lo terrible de la Leyenda es que la civilización de lengua española se empeña en validarla. Se fue dando como interpretación de algunos hechos reales —la Inquisición, la Conquista de América, la sujeción de Flandes y Holanda…—. Los bandos en disputa son dos. Ninguna de las partes miente, y no hay terreno medio.
Los hay que no dudan en su condena: la tradición hispana es una mezcla de crueldad y estupidez, ejercida por soldados y clérigos imperialistas. Abundan los testimonios de ingleses, flamencos, italianos y testigos de lo americano (Las Casas, Serra de Leguizamón, etcétera). Y dicen la verdad: imperdonables la injusticia, la crueldad, la codicia.
El bando opuesto es también interesantísimo: los hispanófilos que admiran la magnanimidad de las empresas e instituciones españolas y agitan bibliografías enteras, documentos, archivos: que el testamento de Isabel de Castilla, que la humanista supervisión jurídica de Carlos V o la obsesión salvífica de Felipe II, que las obras y escritos de Francisco de Vitoria y Las Casas, Las Leyes Nuevas… y también dicen la verdad: la documentación, los juicios, escritos todos, la historia registrada paso a paso: España fue menos cruel que cualquier otro conquistador. Aducen como prueba el arrasamiento de los indios en Norteamérica. ¿Cómo negarlo? Entre tanta capacidad legisladora y jurídica, entre tanto tribunal, entre tanto documento, ¿por qué tan malas cuentas? Quizá aquí esté el problema: la historia de la hispanidad contaba con un altísimo nivel jurídico, pero los hechos nunca han aprendido a copiar conductas de sus altas leyes: la gran cultura jurídica hispana e hispanoamericana es una tradición que no se toca con los hechos; un abismo entre el mundo de iure y las acciones de las bestias humanas.
La mecánica de la justicia entre los protestantes era, entonces, una silvestre ordalía en comparación con España, pero, a partir del siglo XVIII, coinciden dos cosas que facultaron esa modernidad que nunca le fue concedida a la lengua española, precisamente por su superioridad escolástica, tradicional y culterana: coincidieron el derecho consuetudinario (parte acusadora, parte defensora y, entre ellas, un jurado de ciudadanos, que no solo determina el resultado sino que produce una narrativa transmisible y comprensible) con el ascenso del ciudadano, que deja atrás al súbdito y se convierte en parte activa de la vida pública. Ningún país de lengua española ha sabido incluir la justicia ciudadana: todos llevan a cabo la justicia impartida por jueces del Estado, que no tienen por qué dar razón de sus sentencias. El mundo de lengua española nunca entendió que la política no se imparte: la hacen los ciudadanos libres y que la justicia en una sociedad política no puede estar bajo las legendarias y negras togas de jueces y clérigos al servicio de un Estado. El majestuoso edificio jurídico de las tradiciones hispánicas ha sido el principal estorbo de la justicia. El lugar donde los hechos y los juicios pueden hallar sentido no es en un legajo culto e inescrutable sino en la conversación pública.
Pero topamos otra vez con la necia soberanía jurídica de un Estado y un necio presidente que desprecia la interlocución y los roces con meros súbditos, cuyo contacto pudiera abollar la investidura presidencial. Otra vez la Leyenda Negra, confirmada. ¿Cómo hacerle entender a la gente o al necio de Palacio la Justicia Transicional, promovida por los LeBarón y Javier Sicilia, entre muchos ciudadanos?
RP