La línea quebrada de Nanof

Poesía en segundos

Hoy que nos rigen las soluciones más fáciles, hay que pensar cómo la literatura saltó a ese género de poesía en prosa casi ayuna de significación verdadera.

Las escritoras Enzia Verduchi y Malva Flores. (Montaje digital: Ángel Soto)
Víctor Manuel Mendiola
Ciudad de México /

Jorge Luis Borges, en una de sus muchas agudezas críticas, dijo que si la poesía durante siglos había ofrecido una composición con “un antes, un durante y un después”, no había razón para que hoy no ocurriera del mismo modo. Obviamente, el poeta argentino cuestionaba la preferencia por la simultaneidad y la fragmentación vacías, exclusivamente formales, sin un mundo auténtico. En el fondo, también estaba cuestionando a toda esa masa creciente de poemas sin “idea”, sin “sujeto”, sin “centro” y en prosa, construidos —en los mejores casos— con una suerte de hedonismo elusivo y alusivo, que en nombre de “la solitaria pluma extraviada” fatigan inútilmente al diccionario y al lector.

Es pertinente hablar de este asunto porque al leer dos libros, Nanof (Vaso Roto, 2019) de Enzia Verduchi y A ingrata línea quebrada (Literal Publishing, 2019) de Malva Flores, advierto que la observación de Borges sigue vigente y permite explicar por qué estos dos textos acaban ganándonos y, lo que es más importante, venciendo la dificultad de transformar la autonomía del lenguaje —y su inevitable carácter a priori— en una representación necesaria y recordable.

Ambos textos nos anuncian desde el principio su historia: en Nanof, el cuento de un hombre encerrado en un psiquiátrico que escribió en grafiti un libro de 60 metros de largo por dos de alto; y en A ingrata línea quebrada, la teoría —y el sueño— de la fusión de los viejos continentes en uno solo, “Pangea”. En el primero encontramos una mezcla de actas, postales, poemas-receta, susurros, recuerdos que van avanzando en un montaje preciso; en el segundo, más libre, la alternancia de una conversación con el pensamiento de que las cosas están sometidas a un derrotero, a una brújula que no sabemos a dónde apunta, pero que nos arrastra de manera poderosa. Uno, inclemente y dramático: “me arrancaron los ojos aunque las cuencas están llenas de cielo”; el otro, suave, sensual, reflexivo: “eres caricia sin mano / pero tibia. / Ven”. Uno, en el proceso difícil de crear no una biografía sino su tiempo subterráneo, la conciencia rota; y el otro, en su condición autorreferencial, el espacio de los actos cotidianos cargados de ineludible metafísica.

En este tiempo de confusión y de toma de partido por las soluciones no sólo más fáciles sino más estridentes, de “alto impacto”, quizá es un buen momento para pensar cómo la literatura moderna saltó de las formas del rigor extremo, que podemos observar en los grandes poemas de la primera mitad del siglo XX, a ese género de poesía en prosa casi ayuna de toda significación verdadera. Es extraño ver que la preferencia por la prosa, que debió enriquecer a la poesía, la empobreció. Por eso, lo que me sorprende en lo que yo llamaría “la línea quebrada de Nanof” es la necesidad, el menester de contar sin recurrir a la poesía hueca o sensiblera del dramón de la injusticia o el crimen. Una poesía que podemos agradecer, con un antes y un después, no obstante las quebraduras.

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