Mi imprescindible amigo don Fernando Villanueva, librero de viejo —o quizá sea más elegante llamarlo librero anticuario—, me consiguió un librote larga y lentamente titulado (respire usted hondo) Diccionario de seudónimos, anagramas, iniciales y otros alias usados por escritores mexicanos y extranjeros que han publicado en México, impreso en el año 2000 y debido a la autoría de María del Carmen Castañeda y Sergio Márquez Acevedo, académicos de Lengua y Literatura Española del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la Universidad Nacional Autónoma de México.
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Contra lo que podría creerse, o temerse, el libro es ameno, siquiera para los detectives profesionales y amateurs de las letras mexicanas. Ahí está don Ireneo Paz, abuelo del poeta Octavio, con 300 seudónimos que van de la A a la Z, desde fray Albérchigo a fray Zumba, pasando por fray Caramba, fray Culantro, fray Chorizo, fray Chilaquile, fray Diábolo, fray Guamazo, fray Pichilingüe, fray Trompetilla…
Está Inés Arredondo, que se seudonimizó para abolir su risible apellido Camelo. Está Juan Nepomuceno Pérez Vizcaíno, que tomó un apellido lejano de la abuela para ser nada menos que Juan Rulfo. Está el Duque Job, que en realidad era plebeyo pero gran escritor y se llamaba Manuel Gutiérrez Nájera. Está el falaz buscador de perlas Nikito Nipongo, que ocultaba su origen de acá como Raúl Prieto. Está Gerardo Deniz, que había sido alguna vez Juan Almela. Está Rubén Darío, que publicó en México… y que se presentó en el firmamento ocultando que era cualquier Félix Rubén García Sarmiento. Etcétera y etecé.
Pero en cambio no está un también gran poeta como Gabriel Zaid, del que hay quien mal piensa que es tan sólo un Díaz puesto al revés. Si algunos escritores se seudonimizan eso no fatalmente significa que sean impostores, sino que necesitan la máscara para poder decir y hasta gritar su verdad, o que auténticamente en su interior ha nacido otro personaje. Fernando Pessoa llevaba dentro de sí hasta cuatro poetas, y cada uno con nombre y apellido, con estilos diferentes de vivir y escribir. Mark Twain, cuyo nombre de origen era Samuel Langhorne Clemens, aseguraba que las obras de Shakespeare las escribió otro autor con ese mismo apellido.
Otro poeta más, el tabasqueño Carlos Pellicer, decía que “todo es posible, menos llamarse Carlos”, ¿o “hasta llamarse Carlos”? Para finalizar, y discúlpeseme si parece que esta mañana desperté con prurito de filósofo, yo diría que el ser, y además el ser escritor, sólo es completo cuando se asume como un dúo o como una muchedumbre de seres. Tal quimera del seudónimo o heterónimo, e incluso el antónimo, quizá intuida por Arthur Rimbaud cuando proclamó “Yo es Otro”, explicaría en el escritor la asunción de sí mismo como cuando menos una pareja, a veces interiormente contradictoria, cuando no en pelea. ¿Y no será que el juicioso Miguel de Cervantes Saavedra quería quedar como biografiado, escrito, por el loco hidalgo don Quijote de la Mancha? ¿O bien no ocurrirá que el seudónimo es el nombre verdadero porque es el que elegimos, el que quisimos, y no el que nos impusieron?
ÁSS