La maldición de los escritores | Por Italo Calvino

Literatura

Este texto fue escrito, en 1980, como prefacio de la edición francesa de ‘El sendero de los nidos de araña’, publicada en 1947 en Italia.

Italo Calvino, autor de 'Las ciudades invisibles'. (Archivo)
Laberinto
Ciudad de México /

¿Ya todo se ha escrito?

En el cintillo de la novela de Moravia se lee: 1848, La dama de las camelias; 1947, La Romana. A propósito del mismo libro, en la nota de una revista, Moravia dice que su modelo ideal fue Moll Flanders, de Defoe. Quizá sea la maldición de los escritores de hoy: sentir, en cada nuevo libro que se escribe, la presencia de otro ya escrito y comprender, cada vez, con angustia, que el verdadero libro que queríamos escribir es ese otro. Probablemente el grito de Mallarmè: “La carne está triste, ¡ay! Y yo he leído todos los libros”, podríamos parafrasearlo en un no menos desesperado: “Todos los libros están escritos”. Hay que escribir Robinson Crusoe —me estaba diciendo un día Elio Vittorini—, tú debes escribir Robinson Crusoe. Y casi sentí encima el peso de la desesperación: haber llegado con dos siglos de retraso y encontrar “mi” libro ya escrito, línea por línea. Hoy los escritores parecen incapaces de inventar nuevas historias para la humanidad. Desmontan y montan de nuevo los mitos de la antigüedad. Los franceses retocan Antígonas y Eurídices. En Italia incluso Cesare Pavese, escritor interesado más que nadie en su tiempo, está por publicar un volumen de diálogos mitológicos.

Pero quizá en este buscar modelos en el pasado está nuestro descontento de sucesores, toda nuestra virginidad de esperanzas. El libro que escribí, tal vez sea una novela con dientes en los labios y uñas en las palmas, como nuestros días, lo escribí sin poderme arrancar de la mente, casi el símbolo de una pureza de corazón que tal vez algún día reencontraremos, La isla del tesoro, de Stevenson, con sus colores claros, su juego trepidante, su certeza del mal y del bien.

Este libro se tradujo en Francia, más de treinta años después de haber salido en Italia y quizá el público de hoy necesite algunas palabras para enmarcarlo. Escribí El sendero de los nidos de araña en 1946, cuando tenía veintitrés años. Fue mi primera novela. Se publicó en 1947, en la Editorial Einaudi, en Turín, después de ser leído por Cesare Pavese, quien además le dedicó un cálido artículo. La acción de la novela se sitúa en el periodo de la ocupación alemana y la guerrilla de las bandas de partisanos contra los alemanes y los fascistas (septiembre de 1943-abril de 1945). Los lugares son: una ciudad indeterminada en la Riviera de Liguria y los bosques en las montañas circundantes. Yo había vivido aquel periodo (y toda mi vida previa) en San Remo y su interior, donde fui parte de las formaciones partisanas, en los valles detrás del frente alemán de los Alpes Marítimos, en los años 44 y 45.

Todavía al calor de esta experiencia, comencé a escribir y, si bien las vivencias que describo son imaginarias y los personajes solo responden a las necesidades de la narración, la materia prima de la novela me la proporcionaron tipos humanos, voces, líneas de diálogo, situaciones que había conocido directamente. El placer de narrar fue, por supuesto, el primer motor que me impulsó a escribir y es la razón por la que Cesare Pavese encontró en mi libro algo distinto de lo que se había escrito y publicado sobre el tema en aquellos años. Pero lo que también estaba presente y me hizo escribir, fue la necesidad de comprender el significado de aquellas experiencias violentas en la vida colectiva e individual, al margen de cualquier retórica celebrativa o didáctica, tratando de no embellecer nada, de no despegarme nunca del lenguaje coloquial.

Mi proyecto literario, acorde a los problemas políticos que vivía (en aquella época militaba en el Partido Comunista, con la intransigencia propia de la juventud y el pathos de los inicios de aquellos años en los que todo —al menos para nosotros en Italia— parecía que estaba por inventarse) era evitar cualquier predeterminación intelectual que privilegiara al “sujeto consciente”, el caso ejemplar, la imagen tranquilizadora del “héroe positivo”. Lo que quería plasmar era el bullir confuso y elemental, el magma humano del cual toma forma la historia. El efecto que me produce esta novela, al releerla hoy, es el de una extrema distancia: en su ingenuidad —política, psicológica, literaria— siento que no puedo reconocer nada de mí mismo. ¿O será que reconocer mi propia voz desde tanta distancia me llena de vergüenza? Pero no solo siento eso: más allá del testimonio de una etapa de mi formación, a veces me parece reconocer el eco de una voz anónima que podría ser la de la experiencia colectiva de una época. Si no es una ilusión, si en el libro algo hace pensar que no solo fue escrito por mí, ese algo es lo que permite al libro ser leído hoy. Hoy parecemos incapaces de inventar nuevas historias para la humanidad: desmontamos y montamos de nuevo mitos antiguos.


Texto tomado de 'La Repubblica'.

Traducción de Guadalupe Alonso Coratella

AQ

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