La primera columna que, hace cuatro años y medio, escribí para Laberinto narra cómo en Ciudad Juárez, durante la narco-guerra del sexenio de Felipe Calderón (2006-2012), la Universidad Autónoma de la ciudad ofreció 24 producciones operísticas distintas y, por primera vez en la historia del arte, la ópera dejó de ser sinónimo de sofisticación y dinero para, desde un infierno de muertes, ofrecer salidas hacia la vida y manifestar a través de la música la invencibilidad del espíritu humano.
Porque son invisibles, a mi columna la bauticé “Vibraciones”, y la imaginé en dos dimensiones: íntimas interpretaciones sobre música contemporánea interesante (Basalto de Mercedes Nasta, Concierto para viola y orquesta de Jennifer Higdon, las óperas de Federico Ibarra, Moby Dick de Jack Heggie, Cuarteto para cuerdas núm. 7 de Gloria Coates, Canciones del ancla de Lázaro Cristóbal Comala, Heaven and Earth de Kamasi Washington o el próximo Réquiem de Tlatelolco que en octubre estrenará Mario Lavista) y las tristes vidas de compositoras muertas (Barbara Strozzi, Maria Theresia von Paradis, Louise Reichardr, Josephine Lang, Fanny Hensel, Lili Boulanger, Amy Beach, Rebecca Clarke, María Teresa Prieto o Alicia Urreta) que han sido ignoradas de la historia de la música por no haber nacido hombres. Pero hoy todas esas cosas —ópera en tiempo de guerra, mujeres que escribieron grandes partituras desdeñadas o nuevos cantos hermosos y raros— han terminado.
El espíritu humano es invencible cuando existe a través de la música; una existencia efímera y luminosa que, tras gozosos instantes de misterio y color, se desvanece en el silencio. Mueren los ciclos y muere el espacio. Incluso el sonido, que es eterno, muere eventualmente. Y, tras 125 entregas, hoy mueren las vibraciones de esta pequeña columna sobre música.