'La mujer sin cabeza': una alegoría colectiva

Cine

La cineasta argentina Lucrecia Martel ha sabido crear atmósferas y tensiones sociales donde lo que está escondido es lo que hay que intentar traer hacia la luz a través del cine.

María Onetto e Inés Efron en 'La mujer sin cabeza'. (Letterboxd)
Alexis de Chaunac
Ciudad de México /

Durante el periodo de 1976 a 1983, Argentina vivió los años de la Guerra sucia durante la cual la dictadura controlaba todo el país con una opresión militar. Después de ese periodo, una generación de cineastas con intenciones políticas pudo expresar ideas sobre ese pasado trágico a través del cine, creando una especie de conmemoración colectiva y reconstruyendo los valores destruidos para evitar el olvido impuesto por la Historia de su país. Luis Puenzo con La historia oficial (1985) expresa la idea de la transformación de la Historia para fines políticos. Veinte años después, Lucrecia Martel se interesa sobre el impacto social en su país luego de la dictadura.

Su interés por el cine comenzó con los cuentos que le contaba su abuela. Descubrió que, a través de la narración oral, los tiempos se mezclan: el pasado, el presente y el futuro forman uno. A la manera de Robert Bresson, su trabajo con el sonido le permite filmar sus películas de manera austera. El sonido revela sutilmente la imagen, permitiendo al espectador ser parte activa del proceso creativo. Sus personajes se mueven en el interior del cuadro, lo que crea una sensación de espontaneidad. Utilizando lo esencial —reflejos sobre espejos o acciones interrumpidas—, Martel sumerge al espectador en una experiencia oral y visual. La mayoría de sus películas se sitúan en la provincia de su infancia, Salta, de la que retrata meticulosamente la decadencia de los privilegios de la burguesía en Argentina. La violencia escondida que Martel describe en sus películas es la de la cotidianidad, la tensión que existe en la base de la sociedad que cierra los ojos sobre un pasado trágico.

Martel construye personajes perturbados a los que observa muy de cerca sin juzgarlos moralmente. (Foto: Wikimedia Commons)

Desde su primer largometraje, La ciénaga (2001), Lucrecia Martel crea un ambiente de malestar y presenta una naturaleza hostil que excluye a la burguesía. En referencia a la película de Werner Herzog, Aguirre, Wrath of God (1972), Martel retrata a niños entrando en la montaña tropical como si fueran los primeros europeos conquistando al Nuevo Mundo. El calor tempestuoso y la humedad agobiante generan tensiones sociales en la mente de los personajes. El agua estancada de la piscina es una alegoría de la pasividad decadente de la familia, que carece de perspectiva hacia el futuro. La aparición de una Virgen en un tanque de agua ofrece una forma de esperanza a través de la religión.

En La mujer sin cabeza (2008), Lucrecia Martel provoca una reflexión sobre la injusticia social que existe en el núcleo de la casa burguesa. La película toma la perspectiva de Verónica y su incapacidad de concentrarse sobre la realidad que la rodea después de un accidente de auto en el cual tal vez mató a alguien. Se convierte en una observadora marginal de su propia vida, una sonámbula distanciada de sus acciones y de su entorno. Este proceso de alienación ya había sido utilizado por el director Michelangelo Antonioni en películas como L’Avventura (1960) donde los personajes buscan a una mujer desaparecida sin lograr encontrarla. Desde la primera escena, Martel crea una analogía visual entre los perros y los niños indígenas, a quienes vemos corriendo simétricamente hacia la misma dirección. Ese paralelismo estará presente en toda la narrativa ya que Verónica no sabe si atropelló a un perro o a un niño. Por un montaje de imagen y sonido —match-cut— vamos de los niños indígenas a los niños burgueses jugando dentro de un coche.

La toma larga, en la que percibimos el cambio psicológico de Verónica después del choque, nos permite avizorar su mente. Cuando decide salir para llorar, comienza a llover y vemos claramente la huella de la mano de uno de los niños que jugaba en el coche. Al mismo tiempo que esa marca hace presente la ausencia, nos recuerda el accidente que acaba de suceder: una presencia fantasmal. Después de ese evento, Verónica estará rodeada de situaciones que le recuerdan la muerte que causó: un venado muerto en la cocina, el jardinero preparando un hoyo como si fuera un sepulturero, el ahogado en el canal, la desaparición del asistente del alfarero. Cuando en un momento casual en el supermercado, Verónica expresa con crudeza a su esposo que mató a alguien en la carretera, su entorno la convence de lo contrario, borrando huellas de lo que sucedió. Su esposo la lleva de regreso al lugar del accidente donde hay un perro muerto, pero Martel no nos lo enseña para guardar el misterio. Es a partir del momento que Verónica cambia el color de su pelo, del rubio al negro oscuro, que tenemos la sensación de que supero su fase de sonambulismo y de que su vida puede seguir su curso. Al final, Martel no la juzga moralmente, pero la observa de muy cerca. La experiencia introspectiva de Verónica parece ser como una alegoría colectiva de lo reprimido por una generación de argentinos que, después de la dictadura, prefirieron olvidar la tragedia de lo que pasó en vez de enfrentar el pasado. Cineastas como Michael Haneke con Caché (2005) y Lucrecia Martel con esta película crearon ambientes de tensiones sociales donde lo que está escondido es lo que hay que intentar traer hacia la luz a través del cine.

AQ

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