—Díganos, mujer-serpiente, ¿por qué se encuentra en tan lamentable condición? —preguntaba el presentador del circo mágico trashumante al fenómeno con cabeza de mujer y cuerpo de serpiente que veíamos en el escenario de espejos.
Y la respuesta que nos hacía temblar:
—Por desobedecer a mis padres.
Umbral.
Cuento largo con cola de gato
Mientras escribía la parte final de esta historia, a veces creía que alucinaba, entre el delirio del poeta G.Alicia, cuya risita burlona se oía cada vez que pasaba yo frente a un espejo, y los efectos de la pandemia que me mantenía en otra suerte de virtualidad fantasmal. Fue en las redes sociales donde, por esas fechas, vi una imagen que me atrajo poderosamente. Durante días la guardé en mi computadora sin volverla a abrir. Miraba la foto reducida en la pantalla de mis documentos y la dejaba ir para buscar otros archivos.
No sé por qué de pronto una mañana la abrí. Siempre me han fascinado las fotos de sombras. Por si no es posible reproducirla aquí, la describiré: en blanco y negro una silueta de mujer se refleja en los charcos que ha dejado la lluvia sobre los adoquines de una plaza. Son visibles sus piernas, como también el torso y las caderas enfundados en un vestido de mangas o una gabardina que deja libres los antebrazos suspendidos en un gesto de espera, no se sabe si para recibir el flash o para levantarse y aletear. Por los límites del charco no nos está permitido atisbar el rostro del personaje. En su lugar un ave oscura ha descendido para beber agua y su pico sumergido produce círculos concéntricos que abisman la superficie.
Casi en trance subo la imagen a mis redes sociales. Escribo también como en un dictado: “¿Así o más inquietante despertar en estos días de confinamiento? Cuando el cuervo puedes ser tú pero no te habías dado cuenta. Ajá… por más que digas: Nunca más haré travesuras”. (Pero el poeta Darío San G.Alicia me corrige con dedo regañón. Deberías decir: “Mamá, soy Darío. Siempre más haré travesuras”.) Rastreo la imagen en el buscador de Google para dar con el nombre del creador de la fotografía y poner el crédito correspondiente. Se trata de una artista polaca, nacida en la década de los treinta, a la que adjudican una temática conceptual: Alicja Posluszna.
La imagen resultaba tan hermosa y sorprendente que los usuarios comenzaron a reaccionar y a compartirla. De pronto, regreso a la foto y me detengo a mirar algo que me inquieta, pero a lo que no he querido prestar atención por más que Darío haya vuelto a reconvenirme: “Monina, si miraras con más atención, verías la esencia de las rosas y de las cosas. Descubrirías qué fragancias las de la Francia olorosa…”. Y en efecto, esa ave que se abisma en el charco es demasiado ancha para ser un cuervo —los cuervos acostumbran usar un traje esbelto y lustroso—. Lo he sabido siempre pero no quise hacerle caso a esa percepción que llegó silenciosa desde el primer momento pero también de golpe —acaso el punctum del que hablaba Barthes, esa punta o señal que nos toca y hiere en las buenas fotografías—, confiada en que la gama de grises de la foto vestía de oscura y disfrazaba al ave en cuestión. Ahora es innegable reconocerlo. Ahí está para más prueba el pico corto del pájaro, que no tiene nada que ver con la poderosa pinza de los córvidos. Reviso los comentarios de mi post y nadie parece haberse dado cuenta del engaño. Añado entonces una posdata: “¿Alguien reparó que en realidad es una paloma y no un cuervo? Así es esto de criar historias que te sacarán nuevos ojos”.
Y sí, que nadie se sorprenda. Acá también seguimos las lecciones de Humpty Dumpty: No es un cuervo, pero ¿quién dijo que estábamos cuerdos, o que la distancia más corta entre dos puntos no es siempre un laberinto?
De modo semejante, al comienzo no me había dado cuenta que estaba ante una madriguera con forma de laberinto. Seguí al conejo G.Alicia porque percibí su señal de una historia “encantadora” —como le pidió al reverendo Dodgson, alias Lewis Carroll, la otra pequeña Alicia—, pero yo no sabía que los encantamientos podían ser castigos monstruosos y no sólo cuentos con final dorado de perdices al horno. De hecho, al principio vino disfrazado con el señuelo de una invitación editorial: escribir un relato para una antología sobre padres autoritarios. Muy pronto se me ocurrió explorar la frase misteriosa y terrorífica de algunos circos y ferias: “Por desobedecer a sus padres”. De inmediato pensé en la cruel suerte del poeta Darío San G.Alicia, que en mi memoria había quedado archivada con la leyenda de una lobotomía correctiva por su condición homosexual. Pero Darío no me permitió quedarme en la superficie y me arrastró con él entre un coro de voces y carreras de flores parlantes, gatos que se desvanecen, sombrereros delirantes, liebres salvajes, reinas castrantes, graciosos dodós y otras aves de vistosos escritura y plumaje. También me llevó al Mundo del Espejo porque la difracción y la distorsión de la luz y de las sombras muchas veces permiten reconfigurar mejor una historia como ésta con cola que le pisen.
—Prometiste contarme tu historia —le dije al poeta G.Alicia cuando lo encontré por fin con vida.
II
En un poema situado en la época, el escritor chileno que después sería el más famoso de los infrarrealistas, describió la visita que, junto con Mario Ulises Santiago, le hicieran a un Darío G.Alicia tras ser intervenido. El texto de Roberto Belano, titulado “La visita al convaleciente”, habla del año de 1976 cuando la Revolución había sido “derrotada”. Señala que Mario Santiago y él tenían 22 o 23 años cuando acudieron a visitar a un Darío convaleciente pues le habían “trepanado el cerebro”.
Roberto Beleño menciona el término trepanación para hablar de la cirugía a la que sometieron a su amigo Darío Epifanio San G.Alicia, un tipo de práctica conocida desde el neolítico y muy usada entre los egipcios: abrir el cráneo para extirpar un tumor, drenar líquidos por una inflamación, o tratar la enfermedad de la locura (piénsese en la Extracción de la piedra de la locura del Bosco, por ejemplo, del siglo XV). Pero yo recuerdo que mi amigo Benjamín Rocha había mencionado el de “lobotomía” para referirse al caso de G.Alicia. Muchas veces los conceptos se confunden como sucede en la película El planeta de los simios de 1968, en la que el comandante Taylor descubre la verdadera razón por la que su amigo Landon no puede hablar: una cicatriz en forma de herradura en el cráneo lo hace percatarse de que lo han “lobotomizado”, cuando más bien podría hablarse de una trepanación, o incluso, dado el tamaño de la herida, de una craneotomía. Lo cierto es que tales términos producen un horror semejante, la amenaza de vernos mutilados, mermados en mayor o menor medida de nuestra capacidad racional, esa herramienta invaluable con que enfrentamos el mundo.
Indago en libros y páginas web médicas. Siempre me ha producido una extraña fruición el tema de la lobotomía. Ahí voy como la pequeña Alicia con la oruga metafísica, para que me diga de qué lado del hongo masca mejor la iguana. Fue en 1935 cuando el neurocirujano portugués António Egas Moniz realizó una intervención quirúrgica en la parte frontal del cerebro de uno de sus pacientes, a fin de reducir sus trastornos neurológicos crónicos. La operación consistía en realizar dos agujeros en la parte frontal del cráneo para luego inyectar alcohol en cada lóbulo frontal. El resultado: la leucotomía —así llamó Egas Moniz a su intervención, pues leukos significa blanco en griego, y las partes afectadas eran materia blanca cerebral— permitió que pacientes furiosos, depresivos o maníacos mostraran docilidad y calma para ser tratados, si bien se sacrificaba una parte de su capacidad intelectual y social pues su personalidad nunca volvía a ser la de antes. Egas Moniz llegó a obtener el Premio Nobel de Medicina en 1949 pero no, como muchos creen, por el asunto de la leucotomía, sino por ser el primero en realizar estudios de angiografía y cateterismo cerebral.
Confieso mi borrachera informativa, no exenta de fascinación, sobre todo cuando aparece una figura controversial: la del médico estadunidense Walter Freeman, que a partir de 1936 importó este tipo de intervención a los Estados Unidos. Gracias a él, el método se popularizó. De hecho, fue el responsable de cambiar el término que Moniz había empleado (leucotomía) por el de lobotomía (y más específicamente, lobotomía prefrontal transorbitaria). También “perfeccionó” la técnica: para no perforar el cráneo, optó por el procedimiento del “picahielo”. Después de dar al paciente una serie de electrochoques para dejarlo inconsciente unos minutos, introducía una larga aguja metálica a través del párpado, un poco más arriba del conducto lacrimal, para traspasar, con ayuda de golpecitos con un pequeño martillo, los ligamentos que circundan el globo ocular y llegar a la zona del cerebro. Una vez ahí, movía y removía la aguja con forma de estilete o picahielo, con la intención de seccionar las conexiones que unían el córtex del lóbulo frontal con el tálamo.
La sesión duraba diez minutos escasos en un método ambulatorio que no requería hospitalización ni de la intervención de un neurocirujano. Por si fuera poco, Freeman brindó sus servicios para el adiestramiento de esta “fácil técnica de grandes beneficios”, tan fácil —solía bromear— que cualquier idiota, incluido el psiquiatra de un hospital estatal, podría ejecutarla. Llegó a ofrecer, a sanatorios y manicomios que se habían saturado con convalecientes de la primera Guerra Mundial, practicar lobotomías en serie para que los pacientes pudieran ser tratados en casa, sin necesidad de gastar más recursos públicos. Así realizó giras por el interior en una camioneta cámper, bautizada por él como “lobotomóvil”. Cobraba unos pocos dólares por cada intervención y su fama fue en ascenso.
Según Jack El-Hai, autor de The Lobotomist (2005), una documentada biografía del médico estadunidense, si bien Freeman buscaba remediar el dolor de los enfermos mentales hospitalizados de por vida, también tenía una tendencia al exhibicionismo: sus sesiones eran públicas, una suerte de espectáculo para médicos, familiares, prensa y curiosos, a quienes buscaba convencer de las bondades de su método. Su propio hijo, entrevistado para History Channel en años recientes, presenció una de esas demostraciones en la que realizó una lobotomía a dos mujeres, colocadas en camillas contiguas, casi de manera simultánea. Al recuperarse minutos después, una de ellas respondió con risas a las cosquillas que le hizo el doctor Freeman en el costado. La otra, en cambio, no reaccionó: tenía el lado izquierdo por completo paralizado.
Los datos que arroja mi indagación en el tema parecen el argumento de una barata cinta de cine de horror, la de un médico psicópata con aspiraciones mesiánicas, que dañó y afectó a miles de personas, con la colaboración de familiares de las víctimas y autoridades de salud. Tru-cu-len-ta… turulenta, purulenta, me llega como en eco la sordidez tartamudeante de ese horror. Dejaría fuera de este relato toda esa información por siniestra. Sin embargo, me digo que no puedo andarme con reparos cuando estos hechos fueron reales y son el antecedente para dar una idea de lo que pasó con ese “antes” y ese “después” de la intervención que le practicaron a Darío San G.Alicia.
Al parecer, Freeman realizó más de tres mil lobotomías hasta que en 1967 le fue retirada la licencia, tras la muerte por hemorragia de uno de sus pacientes. No era el primero ni el caso más escandaloso —como cuando dejó el “picahielos” en el interior del párpado de un lobotomizado para tomar una foto y el instrumento cedió a su propio peso, provocando que el paciente se desangrara—. La lista acumulaba alrededor del centenar de bajas y las críticas cundían por todas partes. Otro dato me deja muda: se calcula que al menos un tercio de las personas operadas eran homosexuales, a quienes se aplicaba la lobotomía como cura milagrosa o método correctivo. Se me dirá que ya enloquecí pero me viene a la mente la escena de los naipes Cinco y Siete con cubos de pintura roja y brochas que pintan rosales blancos en el jardín de la Reina, cuando la pequeña Alicia los ve y les pregunta sorprendida por qué lo hacen. Y la respuesta, que en el libro de fantasías de Carroll puede resultar simpática y hasta lógica, ahora me parece el colmo de la sinrazón y del miedo:
—Pues verá, usted, señorita… El hecho es que aquí debía estar un rosal rojo, y colocamos por error un rosal blanco, y si la Reina lo ve, nos mandará cortar la cabeza… Así pues, señorita, estamos corrigiendo el error lo mejor que podemos antes de que ella venga y nos descubra.
Por desobedecer a sus padres
Ana Clavel | Alfaguara | México | 2022 |248 páginas