Afirmar que Jorge Eduardo Eielson (1924-2006) llega a su primer centenario más vivo que nunca se antoja un íncipit infame por vulgar. Y sin embargo, pocas veces esta frase ha sido más verdadera para rememorar a un artista. Muerto el 8 de marzo de 2006, parecería que la trascendencia de Eielson se agotaría con su ciclo vital, como ocurre con tantos creadores considerados imprescindibles hasta que su desaparición física antecede a su desaparición del campo de las presencias. No fue así, y no lo es porque este ejemplar único del mapa poético de Latinoamérica, esta ave inusitada, en vida no obtuvo el reconocimiento unánime que ameritaba. De ahí que un cuerpo que nunca ha estado del todo vivo, acaso afronte mejor el trance de la muerte.
Eielson no es un creador cuyo legado se constriña al pasado. Al releer su obra, al recapitular en su periplo, uno advierte la aventura que fue su existencia, pero también la vigencia de su propuesta. Además de ser uno de los poetas más innovadores —en una centuria plena de voces poéticas singulares en nuestro continente y nuestra lengua—, se consolidó entre los artistas visuales más importantes de la segunda mitad del siglo XX, cuya importancia no aquilatamos en el orbe hispanoamericano, pero sí los europeos. Incursionó asimismo en la novela, la dramaturgia, la música y el cine, siempre bajo el impulso de una inagotable creatividad. Considerarlo un “autor total” no es una mera fórmula retórica.
“Incursionar” es un buen término porque en su gama semántica implica el acto de “introducirse”, de “aventurarse”. Podríamos decir que Eielson, como sus ancestros nórdicos, se aventuró en tierras ajenas, un poco a la deriva, o dejando que su destino lo mostraran las runas. Y en fiel mestizaje, de su ascendencia andina heredó la noción de pertenecer a una genealogía, así fuera que sus versos rezumen referencias a la soledad. Más que vástago de un linaje, se consideró fruto de una concatenación en cuyos eslabones apreciamos la hélice dual del ADN, pero igualmente los nudos que propician la memoria, a la manera de los antiguos incas. No es extraño, por ello, que en su poesía, como en su producción plástica, esos nudos resulten decisivos y nos recuerden que el poeta, por más solitario que se perciba y por más insular que se asuma, no participa aislado, sino que por el contrario se enlaza a una escala ancestral, cuyo acceso se da en momentos que fungen como auténticos umbrales, diríase cuánticos:
a qué hora
un torbellino de ceniza
me arrebató todo eso
y cayó la puerta de madera
cayó la luz del lamparín
y otra puerta de cristal
se abrió enseguida
hace millares de años
yo crucé esa puerta
(“Poema para destruir de inmediato sobre poesía la infancia y otras metamorfosis”, Eielson: 127)
Mientras vivió, su obra poética ocupó un lugar al margen, al punto que uno de los abordajes críticos más esclarecedores, debido al poeta Armando Rojas, se intitula “Jorge Eduardo Eielson, caso de marginalidad”. Para sus lectores, acaso sea reiterativo reseñar que fue un poeta que hasta bien entrada la década de los setenta, era desconocido incluso en su país, aun cuando a menudo se le incluyera en antologías y sus pares lo citaran con fervor, entre ellos Javier Sologuren, gran amigo suyo. Para quienes no lo conocen, diré que hasta 1972 únicamente había publicado tres plaquettes, y poco después se reeditó su primer libro Reinos (1945), con el que había obtenido el Premio Nacional de Poesía. El año decisivo sería 1976, cuando apareció la reunión de esos libros, más otros que habían permanecido inéditos, con el irónico título de Poesía escrita, el cual retomaría en años sucesivos e iría sumando —y descartando— poemas en cada edición, una de las cuales debemos a la Editorial Vuelta Fue esta recopilación, realizada por el Instituto Nacional de Cultura, el que consolidó la importancia de Eielson dentro del panorama poético del Perú.
Si asegurar su propio sitio en una geografía tan imponente —la poesía de este país tiene cordilleras tan sublimes como la cadena de los Andes— ya sería suficiente mérito, más lo fue que su voz se distinguiera por una extraña y áspera tonalidad. Fue un poeta de vanguardia tanto en el sentido de filiación a una escuela —coincide con la experiencia concretista, con la que su actitud posee más de una semejanza, pero también con escrituras como la de Edoardo Sanguinetti y por supuesto de algunos de sus pares latinoamericanos, entre ellos Nicanor Parra y acaso, por antagónico, con Gerardo Deniz— como en la vocación, la atracción por el vórtice que representa la muerte del arte: a partir de eros/iones (1958) desembocaría en una poesía de corte gestual, de innegable confluencia plástica Más que una poesía visual, nos enfrentamos a una que encuentra en la tipografía, pero sobre todo en el espacio en blanco, el indicio que enuncia el silencio. Un anuncio de la hecatombe como destino humano.
Si cabe afiliar a este poeta inclasificable a una tradición, habría que hacerla con una parcela del neobarroco; elección no tan peregrina si se considera que el primer periodo de este corpus, el que da inicio con Canción y muerte de Rolando (1943) y concluye con Bacanal (1946), retoma muchos motivos del Barroco con un lenguaje suntuoso en el que además del esplendor lingüístico y conceptual se asienta ya el tema de la descomposición, de la muerte, y la coexistencia entre el lujo y el horror. Aquel temprano estilo recurre a largas cláusulas y a encabalgamientos mientras reelabora arquetipos y figuras del mito y la literatura: Antígona, Edipo, Rolando, El Quijote…, y modula los tópicos de la gran literatura: la muerte, la guerra, la soledad. Poesía mítica y no obstante de índole culterana —se percibe cierto influjo de Quevedo que nunca desaparecerá del todo, incluso en sus poemas más radicales—, traza de igual modo los límites por los que circulará en las décadas siguientes: el cuerpo, la circulación temporal, la memoria, la trascendencia —o intrascendencia— del arte, la conciencia de pertenecer a la gran cadena vital, de comprender que la vida es un instante dentro del tiempo cósmico.
Una segunda etapa dio comienzo con Doble diamante (1947) donde el poeta renuncia al lujo verbal y a la imagen, cualidades que lo habían destacado tempranamente, para acercarse a una poética que avizora la muerte del significado y desconfía de toda fórmula “literaria”. Sorprenderá al lector constatar que este segundo periodo sucede en la década de los cuarenta, que obras tan propositivas y actuales, como Tema y variaciones, datan de 1950. En los últimos lustros, un segmento de la poesía mexicana, en su afán de aggiornamento, ha elegido desmontar y reutilizar los mecanismos y procedimientos del arte contemporáneo, recurriendo a una postura conceptual, parca en sus recursos, reiterativa y obsesionada con negar su estatuto retórico, buscando, muchas veces, la coincidencia de la escritura con el objeto. Pues bien, casi setenta años atrás, Eielson realizó esto con menos pedantería y angustia por “innovar” o “estar al día”. Tránsito natural, esa visión surgió de la conciencia de haberse convertido en una suerte de paria, retomando el destino poético que Baudelaire había legado para sus colegas, de un exiliado que ha perdido, más que su patria, su condición humana. Y pese a ello, esta poesía resulta hondamente humana porque con pocos elementos, sin recurrir a la apelación emotiva —aunque abunden los vocativos en la etapa que denominaríamos “romana”—, ni al desahogo sentimental, nos atestigua la soledad del hombre pero también su vinculación con la tribu, y más que con esta, con la memoria de la especie. El poeta ahora juega y con unos pocos vocablos —podría considerarse una reinterpretación de la estética del arte povera, por entonces igualmente en boga—, pero abundantes permutaciones, como si el artefacto verbal fuera condicionado por los móviles y artilugios que como artista plástico elaboraba por entonces, propone diversas acepciones y abre nuevos horizontes al poema. Habitación en Roma (1951-1954) será uno de sus libros más importantes, tan innovador que aún hoy continúa abriendo pórticos:
heme aquí juntando
palabras otra vez
palabras aún
versos dispuestos en fila
que anuncian brillantemente
con exquisita fluorescencia
el nauseabundo deceso
del amor
(Eielson: 132)
Más que una celebración —título que dio a otro de sus pequeños volúmenes, tan mínimos y secretos como monumentales y espaciosas fueran sus construcciones plásticas—, este centenario nos permitirá recibir a Jorge Eduardo Eielson como un verdadero contemporáneo. Creador que unió poesía y arte, presente y eternidad, masculino y femenino, cuerpo y muerte, los festejos por este primer siglo comprenden exposiciones —en varios países: Perú, España, Inglaterra, Italia—, el montaje de su única pieza dramática, innumerables conferencias y lecturas, y la reedición de Habitación en Roma, además de textos inéditos. Por esa vocación de enlazar distintas dimensiones, pero asimismo de cifrar la infinitud a través del acto efímero, por esos lazos que permiten la coincidencia de los opuestos, la harmonia oppositorum que caracterizaron la labor de este auténtico quipucamayoc, Eielson continúa vivo, y así seguirá, permitiendo que su obra sea el umbral que permite la comunicación de lo celestial con lo terrestre.
AQ