“Increíble el primer animal que soñó con otro animal”. La frase, como un extraño pájaro, aleteaba sobre mi cabeza. ¿De dónde venía y por qué justo esta mañana la recordaba al despertar, como dicha en voz baja, casi un murmullo, a punto de disolverse en el agua más clara del día?
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Pronto, sin que mi voluntad se impusiera, algunas imágenes comenzaron a formarse: la entrada a una cueva bajo la luz de unas antorchas, la bóveda y las paredes cubiertas con dibujos: caballos, bisontes, leones… Imágenes que, lo pienso ahora, provenían, mejor que de un improbable sueño reciente, de mi fascinación por el documental Cave of Forgotten Freams, filmado por Werner Herzog en la cueva de Chauvet-Pont D’arc en el sur de Francia y del que, en no escasas ocasiones, he hablado con admiración a mis alumnos en el taller. Este trabajo del cineasta alemán es una auténtica inmersión en una zona de la historia —y de la historia del arte— que había estado reservada para los especialistas: arqueólogos y antropólogos, principalmente. Herzog consiguió un permiso especial y acompañado por un pequeño equipo de personas pudo acceder a la galería y traer una muestra sustancial de lo que se encuentra dibujado en las paredes de esa especie de santuario subterráneo, oculto durante treinta mil años.
Pero, ¿qué significado tenían estas pinturas, más allá de la evidente belleza de su ejecución, sólo visibles a la luz de las antorchas, en la más honda profundidad de las cuevas, para nuestros antepasados de La Edad de Hielo? En un libro reciente, Los pintores de las cavernas. El misterio de los primeros artistas, Gregory Curtis afirma: “Salvo por el chamanismo, que no tiene una aceptación general, no hay aún ninguna teoría global sobre el significado de las pinturas rupestres. Esto es frustrante para científicos y aficionados por igual, puesto que, como obras de arte, las pinturas logran comunicar directamente y con suma eficacia. Fueran cuales fuesen las razones culturales que movieron a los antiguos cazadores a pintar en las cuevas, los grandes artistas que había entre ellos —que fueron muchos— se tomaron la molestia de crear pinturas de líneas elegantes, colorido sutil, perspectiva precisa y una sensación física de volumen. Puede que los pintores de las cavernas concibieran el arte como nosotros lo entendemos, o puede que no, pero cuando decidieron dibujar unos trazos atractivos a la vista en lugar de unos garabatos torpes, pensaban y actuaban como artistas, intentando crear arte en el sentido que nosotros le damos al término”.
Salgo del sueño con la perplejidad acostumbrada. La frase escuchada, dicha por una inconfundible voz femenina, me persigue con una suerte de amoroso asedio a lo largo del día. ¿De dónde viene? ¿Podría ser el pie de verso detonador de algo que debería escribir? ¿Aquello que según Homero y Virgilio dicta la divinidad durante el sueño, a través de las puertas de marfil o de cuerno y corresponde a nosotros descifrar? Pronto la reconozco: “Increíble el primer animal que soñó con otro animal” es la frase inicial de Terra Nostra, la formidable novela de Carlos Fuentes que yo, recluido en mi cuarto a causa de una hepatitis, leí completa poco después de su publicación en 1975. Aunque no he vuelto a pasar sus páginas, conservo intacto el recuerdo de la impresión que me causó. El regalo, si acaso lo fue para él, ahora ya nos pertenece.
Tal vez el mejor colofón para esta mañana sean unos versos de Jerome Rothenberg, el prolífico poeta estadunidense, en traducción de Javier Taboada:
Un milagrodespertar de un sueño
y contar el sueño
un milagro en sí mismo
que la flor del sueño
sea tan ordinaria como
la flor de la vigilia
y dicha con tu voz
la palabra es una flor
tan rota y a la deriva
el sonido reverbera
es un milagro más grande
que todo lo que el ojo mira
o la mente conoce.
AQ