“En verdad, si no fuera por la música,
habría más razones para volverse loco.”
Pyotr Ilich Chaikovski, Rusia, 1840-1933
La música acompaña al hombre, a su festiva y dolorosa humanidad, desde que el mundo es mundo.
En cuanto a la poesía, está claro que también desde sus orígenes ha hecho del ritmo, de los efectos sonoros, uno de sus atributos esenciales.
Con el paso del tiempo, los poetas han reconocido en la música no solo esa alianza que les permite expresarse, sino que igual les permite vivir a plenitud.
Un libro que celebra esta unión es Poesía y música (selección y prólogo de Moisés Ladrón de Guevara, Universidad Autónoma Metropolitana, 1988), que reúne propuestas de grandes escritores, con voces distintas, enfocando al fenómeno musical desde distintos ángulos: por ejemplo, recordando a un compositor o privilegiando un instrumento (un solo instrumental) o sencillamente celebrando que la música toca nuestras vidas.
En el prólogo se alude a las afinidades y la hermandad de las que gozan las musas de la poesía y la música: “En esta intrincada historia hay periodos de intimidad, episodios de celos; una clara y no tan esporádica tendencia a identificarse entre sí… en la antigua Grecia el término ‘musike’ describía a ambas disciplinas. En periodos posteriores, con frecuencia estas artes se prestaban conceptos, técnicas y propiedades, intercambiaban influencias y concepciones estéticas. Esto lo podemos observar desde Homero hasta Auden.”
No hay duda de que en esta relación, música y poesía (cada una a su manera) son capaces de penetrar y transformar la existencia toda.
Baudelaire se confesó: “¡La música a menudo me cautiva como el mar!”
José Emilio Pacheco intuyó en ella “nuestra única manera de escuchar / el caudal y el rumor del tiempo”.
Sabines lo dijo en voz baja: “La música de Bach mueve cortinas en la mañana triste…”.
Auden veía en las notas una manifestación de pureza, “un don absoluto… una delicia desbordada”.
Jorge Guillén se sabía “pleno en el sonido”.
Whitman incluso oía en un violoncello la queja del corazón de un joven, pero es el poeta polaco Zagajewski quien nos lo advierte: “La música nos recuerda qué es el amor. Si alguno lo olvida, que escuche música.”
En la contraportada del libro se cita a George Steiner, quien habla de la composición musical como un ultimum mysterium, como un rito de libertad como ningún otro. “Ese rito es la definición de la música”, nos aclara.
A continuación, recreando a esos grandes maestros y compositores, transcribo el homenaje que hace Borges de Brahms (muy intelectual), en contraste con el poema de Manuel Bandeira y su festivo reconocimiento al genio de Mozart.
Comienzo con el poeta argentino:
A Johannes Brahms
Yo, que soy un intruso en los jardines
que has prodigado a la plural memoria
del porvenir, quise cantar la gloria
que hacia el azul erigen tus violines.
He desistido ahora. Para honrarte
no basta esa miseria que la gente
suele apodar con vacuidad el arte.
Quien te honrare ha de ser claro y valiente.
Soy un cobarde. Soy un triste. Nada
podrá justificar esa osadía
de cantar la magnífica alegría
–fuego y cristal– de tu alma enamorada.
Mi servidumbre es la palabra impura,
vástago de un concepto y de un sonido;
ni símbolo, ni espejo, ni gemido,
tuyo es el río que huye y que perdura.
Y ahora el poema de Bandeira, el brasileño, con un gesto desenfadado, nada más acorde con la irreverencia del joven compositor austriaco:
Mozart en el cielo
El 5 de diciembre de 1791, Wolfang Amadeus
Mozart, entró en el cielo, como
un artista de circo, ejecutando
piruetas sensacionales sobre un
impecable cabello blanco.
Los angelitos decían: ¿Qué es eso?
¿Qué no es?
Melodías inauditas volaban en las líneas
suplementarias superiores del
pentagrama.
La contemplación inefable fue suspendida
un momento.
La virgen lo besó en la frente
desde entonces Wolfang Amadeus Mozart
es el más joven de los ángeles.
Otros grandes personajes de la música que desfilan en estas páginas: Ravel, en un poema de Eduardo Lizalde; la mascarilla mortuoria de Beethoven ante la mirada de Stephen Spender… o David Huerta fascinado ante la lluvia musical de Stockhausen.
Pasando ahora a esos poemas que se detienen a recrearse en un instrumento, veamos algunos versos del conocido piano de Genoveva, de López Velarde; el poeta no solo entabla una conversación con las fantasías de su mundo cotidiano, igual hace partícipe de esa conversación interior al mismo instrumento:
Piano de Genoveva, te amo por indiscreto;
de tu alma a todo el mundo revelas el secreto;
cuentas, uno por uno, todos tus desengaños.
Piano llorón, la hermosa más hermosa del valle
se nos ha vuelto triste porque tiene treinta años
y no hay por todo el pueblo quien ronde por su calle.
[…]
En contraste, están los versos, más bien enigmáticos, que resuenan sombríos y serenos en la memoria de Salvatore Quasimodo:
Oboe sumergido
Avaro dolor, retrasa tu don
en esta hora mía
de deseado abandono.
Un helado oboe deletrea
la alegría de las hojas perennes,
ajenas, y trae el olvido;
en mí cae la tarde:
el agua se escurre
entre mis manos de yerba.
Oscilan alas en un cielo oscuro,
cambiantes: el corazón emigra
y soy un campo abandonado,
y los días un montón de ruinas.
Moisés Ladrón de Guevara incluye en su antología otros instrumentos como la guitarra azul de Wallace Stevens, el clavicordio de la abuela de Rubén Darío, Pablo Neruda dando las gracias a los violines o toda una orquesta en un poema de William Carlos Williams.
Insisto, basta con asomarnos al índice de este libro, para intuir un lector y un trabajo de selección inquieto, arrojado, ecléctico: desde un anónimo huichol a un soneto de Shakespeare; las lecciones de Sor Juana Inés de la Cruz junto a una composición aleatoria de John Cage; un clásico como Apollinare (el músico de Saint Merry) o un Nobel como Montale, a la par de los otrora jóvenes poetas mexicanos como Alberto Blanco y Verónica Volkow.
La lista de las figuras literarias que he citado ahora pudiera extenderse hasta abarcar alrededor de los ochenta textos, y aun así cada lector, cada uno de nosotros, seguiría agregando más nombres; yo hice lo propio citando a Zagajewski, pero igual están ahí Lope de Vega, Seifert, Eduardo Chirinos, Eusebio Ruvalcaba, Aldous Huxley, Óscar Hahn, en fin, que seguro entre todos se haría una lista interminable… de ese tenor es la relación de la música y la poesía.
Volviendo a la edición de la Universidad Autónoma Metropolitana, encontramos que en esta celebración de la música, ciertamente la poesía toma la batuta y celebra un momentum para los grandes oficios, pero también tiene en cuenta (algunos poemas) donde se convoca a la canción de corte popular, un espacio para los sentimientos descarnados en la intimidad; en su poema “Fado”, Adolfo Casais Monteiro (Portugal) lo revela:
Vino de la calle
un murmullo de guitarras…
Después el Fado…
En mi cuarto
abandoné los libros,
los olvidé
oyendo los sones que gemían…
O estos otros versos del poeta Aimé Césaire (Martinica) donde el “Blues de la lluvia” surge de pronto en las calles desoladas:
Aguacero
hermoso músico
al pie de un árbol despojado
entre las armonías perdidas
cerca de nuestras memorias desbaratadas
entre nuestras manos de derrota
y pueblos de extraña fortaleza
dejamos abatidos nuestros ojos
y nacemos
desatando la correa de un dolor
entre sollozos
Cierro con citas aforísticas de E.M. Cioran, que son cabalmente una genialidad del corpus de este hermoso libro. La evocación de un instrumento, el homenaje a un gran compositor, y el dejarse tocar por la música… en palabras del gran escritor rumano:
“Para qué consagrarse a Platón, cuando un saxofón puede también hacernos entrever otro mundo”.
“Si hay alguien que debe todo a Bach, ese es Dios”.
“Nacido con un alma ordinaria, yo le he pedido una distinta a la música: así comenzaron desdichas inesperadas…/ La música es el refugio de las almas laceradas por la dicha”.
AQ