Byung-Chul Han, el “filósofo de moda” —como lo llaman varios intelectuales y filósofos que no están de moda— explora el concepto de “positividad”, definiéndolo como el estado de ánimo contemporáneo que uno espera del prójimo y que el prójimo espera de uno. Nos volvemos así la encarnación del optimismo, del éxito, de la eficiencia, de la eterna belleza y juventud: de la felicidad sin asperezas y sin negatividades. Este exceso de positividad aliena al individuo contemporáneo a ser un esclavo —ya no del capitalismo o de un capataz ambicioso— sino de sí mismo, volviéndolo un ser autoexplotado que, para insertarse en la dinámica del rendimiento, del prestigio y la aceptación ajena, lima cualquier aspereza que desacelere su producción laboral. Los sentimientos arrebatados y las pasiones son amputados en aras de un mejor rendimiento, no hay tiempo para el ocio, mucho menos para la tristeza.
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La salud emocional de esta época es dudosa, porque está marcada por una “agonía del eros” que cuantifica los sentimientos para no caer en duelos amorosos, o en emociones desbordadas que después serían difíciles de controlar. Para ser aceptado en esta que es también “la sociedad de la transparencia”, el individuo autoexplotado se muestra como un libro abierto, exhibiendo su vida personal al público, al escrutinio de las redes sociales, siempre y cuando tenga una vida lograda y alejada de la vulnerabilidad.
Pero si en algún arrebato pasional, en algún episodio “psicótico”, este hombre o mujer tuviera la valentía de acelerar el desmontaje de su optimismo, sin temer aceptar sus “negatividades” como sagradas y necesarias para valorar las aristas entre el sufrimiento y la felicidad. Si se atreviera a ser más igual a sí mismo y menos igual a los demás. Si pudiera ser más humano, y, por ejemplo, exhibir la infalibilidad del dolor, en ese momento quizá sería diagnosticado de depresivo. O si en un frenesí de emociones, se resolviera en el amor y el odio ante múltiples amantes, escribiendo algo así como un Werther contemporáneo, posiblemente sería diagnosticado de Trastorno Límite de la Personalidad.
Porque como escribe Han, esta es la época de las enfermedades neuronales que “que no son, como en siglos anteriores, infecciones bacterianas o infartos ocasionados por la negatividad de lo otro inmunológico, sino que son enfermedades causadas por un exceso de positividad”. En esa ironía de una vida sin sufrimiento, sin pasiones arrebatadas, sin negatividades ni asperezas, se encuentra algunas veces la inspiración de algunas enfermedades psiquiátricas.
Un sueño
El escritor ruso Petro Orlov en uno de sus libros más significativos sobre onirología, Cartas a Morfeo, narra desde la primera persona, algo que quiero dejar plasmado a continuación:
“Un famoso escritor había muerto. En un escenario del cual entendía muy poco, me encontraba yo siendo el protagonista de la historia, un intelectual, especialista en la obra del recién fallecido escritor. Sentado en un sofá púrpura leía unos papeles viejos, anotaciones inteligibles del muerto. ¿Han intentado leer en sus sueños? Es imposible, por lo que yo trataba de descifrar ese manuscrito mientras miraba por las ventanas de mi departamento, un sitio de cliché, con vista al mar (en mis sueños tengo la costumbre de acomodarme en paisajes índigos) Llamaban a mi puerta, abría, un hombre me traía una carta. No recuerdo más, solo que tras despedirme del hombre-cartero sabía que los derechos de la obra y los bienes materiales del escritor recién fallecido, por la cercanía de amistad, estima y relación intelectual que tenía con él, me habían sido heredados por completo.
“Como si me hubiera saltado varios capítulos de una película, mi sueño me lanzaba a otro escenario. Estaba ahora en una casa derruida a punto de organizar un banquete en homenaje al famoso escritor. Ponía entonces a empleados a limpiar la casa, ¡era realmente un caos! La mesa del comedor se encontraba astillada, quemada por todos lados con marcas de cigarrillo, pero su madera seguía vestida con un bello azul deslavado, como el color del mar que veía antes por mi ventana. Libros por todos lados, algunos apilados en la cocina, otros en el baño y unos más mojados en el patio. En la sala también había libros, aunque estos tenían hongos y raíces que rompían sus páginas creciendo hasta el techo, derrumbándolo. Mi terror aumentaba al ver a la cara a la mismísima entropía materializada en una casa vieja, defectuosa, que no daba al mar. Un limbo interior. Sería imposible resanar las paredes carcomidas por el tiempo y por las polillas enquistadas que se alimentaban de la pintura descarapelada y de los restos de comida convertida en partículas pegajosas. Esos asquerosos insectos que abrían uno y otro hoyito milimétrico, multiplicando al infinito las imperfecciones de la pared, me hicieron sentir en una pesadilla. El techo comenzaba a derrumbarse más rápido que antes, mientras que las raíces de los libros se extendían como maleza en el campo, enredándose en mis pies descalzos y haciéndome caer al suelo lleno de estiércol y otras cosas espantosas. Miré la inmundicia más de cerca.
“En un último capítulo de mi sueño, me encontraba nuevamente preparando el banquete con absoluta serenidad, sin haber hecho un solo cambio o limpiado un solo cuadro de la casa. No sentía más terror. Mi cara se iluminaba con una sonrisa desquiciada, me admiraba en un espejo mientras escuchaba la musiquita de la bailarina de ballet dando vueltas en su pista: el alhajero del escritor. Después entraban los invitados en su papel de intelectuales de mundo, cultivados en la faena del conocimiento. Sembradores de ideas y cosechadores de libros, a la expectativa de un buen coctel, perfumados en el aroma de las letras. Pensé que entenderían el homenaje: ese era el escenario autentico del escritor, en el cual había pensado sus obras más bellas o transgresoras, sus críticas más amables o desplacientes. Pero no fue así, al ver aquello, los invitados empezaron a juzgar al escritor de loco, esquizofrénico, un vagabundo. Escuchando los murmullos de las buenas conciencias y de las señoras colmadas de espanto, me senté y en la mesa astillada comencé a escribir”.
RP