El futuro es un sospechoso sobre cuya identidad tenemos pocas pistas. Hubo tiempos en los que pensábamos que lo habíamos descubierto. En anteriores pesquisas, los indicios del presente con frecuencia llevaban a sacar conclusiones y hacer pronósticos. La ciencia y la filosofía del siglo XIX llevaron a plantear que la historia iba en camino de una dirección determinada. Todos debíamos esperar que triunfaran las utopías políticas y sociales. Creíamos que el sistema en el que vivíamos sería reemplazado. El marxismo señalaba un camino, supuestamente basado en la ciencia y la razón, para las sociedades. Entonces se pensaba que era inevitable. Pero, como bien sabemos, el determinismo nunca ha sido un buen método de diagnóstico ante las evidencias de los azares y necesidades propias de la historia.
En los últimos años hay algunos ejemplos. Cuando Obama fue elegido, pensamos que el racismo había amainado en Estados Unidos. Hoy es más fuerte que hace diez años. Fukuyama adivinó en una obra demasiado famosa que la historia se había detenido, satisfecha y ufana, en la idea de una democracia capitalista. Hoy el país donde esa utopía se había encarnado tiene manifestaciones de violencia en sus ciudades. Algunos ingenuos creyeron en las posibilidades de una revolución social al mando de los gobernantes de Cuba, Nicaragua, Bolivia, Ecuador y Venezuela. Nada de eso ocurrió. La historia tiene una marcha pero su mecanismo puede ser tan frágil, inasible, inesperado como la mente humana. Hoy al menos sabemos que sólo se puede predecir lo impredecible. Quizá la explicación más coherente para la evolución de las sociedades es la que ofreció Orson Welles en una de sus entrevistas: “Man is a crazy animal”.
Si el futuro es un misterio que el presente no puede resolver, con frecuencia recurrimos al pasado. Al hablar de la pandemia que nos acosa, pensamos en la gripe española que desde su inicio en 1918 mató a cincuenta millones de personas en todo el mundo. Por entonces no hubo una vacuna. Agobiada por los restos de la guerra, cuyas movilizaciones habían contribuido a esparcir la enfermedad, el único alivio en esos años fue la resignación: permitir que el virus se debilitara gracias a la inmunidad del rebaño.
Hoy no necesitamos una Guerra Mundial porque la globalización se encarga de esparcir todo lo que sea posible, para bien y para mal (con frecuencia ambos fines se superponen). Los héroes de la humanidad son los médicos, las enfermeras y los científicos, no los militares ni los políticos. Nos aferramos a la ciencia como un remedio contra el conjuro de lo invisible. Nuestro asesino es un agente que campea por el aire a nuestro alrededor. No es un ser vivo pero actúa con la astucia y la velocidad que tendría un monstruo. Vivimos en una novela de fantasmas, un conjuro de la cultura gótica, a merced de un ser invisible. Es la historia del terror de nuestro tiempo. Las guerras con ejércitos son obsoletas pero los virus siguen su marcha.
Todas las descripciones de la emoción que nos embarga en estos meses (la incertidumbre, el desasosiego, la desconfianza) pueden resumirse en una que es descrita con una palabra más corta y letal: el miedo. Tenemos miedo de salir, miedo de ver a otra persona en la calle, miedo de nuestras propias mascarillas que cambiamos cada cierto tiempo. Cualquier lugar puede ser un foco de contagio. Tenemos miedo de tocar el cajero de un banco, de sostener un sobre con medicinas, de entrar a un local cerrado. El miedo produce un efecto inmediato: el repliegue. La vida cotidiana —el trabajo, la educación, la diversión—, se realiza en soledad, con algunas ventanas digitales que nos muestran las caras y las voces de otros. No vemos a nuestros amigos, a nuestros parientes. No vamos al cine ni al teatro ni a los conciertos. Confinados en nuestras casas, en nuestras ciudades, en nuestros países, nos enfrentamos a la enfermedad, quizá a la muerte. Nos replegamos también en el fondo de cada uno. En ese universo cerrado, redescubrimos nuestros recuerdos, nuestras aficiones, nuestros deseos hasta entonces ocultos. Se acabó la sociedad, la comunidad, el abrazo. Se acabó el ritual colectivo de ir a un teatro o a una sala. La música, la literatura, las películas en la televisión se han mudado a nuestra sala o mejor aún, a la última trinchera, nuestro dormitorio. La vida se ha domesticado al máximo. Eso somos. Unos seres domesticados, en todos los sentidos, por el virus.
En este mundo de animales domésticos, el futuro en este año y el próximo se ofrece como una prolongación de esa soledad. Luego, algún día, cuando el virus esté controlado por su propia evolución (la vacuna nunca tiene una garantía plena), es posible que haya una explosión de las libertades hasta ahora restringidas. En el año 2022, aquellos que puedan hacerlo viajarán, saldrán a la calle, tendrán fiestas, reuniones, celebraciones como un desahogo a estos tiempos de confinamiento. Eso será aún más peligroso que el virus y podrá llevar a la ruina de nuestras economías. Si nos atenemos a lo que ocurrió hace un siglo, pasaremos, como es usual, de ser monjes a ser libertinos. No lo sabemos. Saldremos de esta pandemia de algún modo. Estaremos felices por unos años más. Hasta que el futuro nos siga sorprendiendo y entonces vendrán los nuevos virus. Entonces sabremos que en realidad nunca se fueron.
AQ | ÁSS