“La suave Patria”: entre la épica y la lírica

Centenario luctuoso

Híbrido, fuera de lugar, a medio camino entre lo objetivo y lo subjetivo, el gran poema de Ramón López Velarde va más allá de la celebración cívica.

"¿Cómo cantarle a la patria? Y ¿cómo hacerlo sin incurrir en los lugares comunes del patrioterismo?"
Evodio Escalante
Ciudad de México /

El rayo gobierna todas las cosas

Heráclito

Escribir “La suave Patria” significó para Ramón López Velarde mejor que un desafío, un verdadero tour de force. ¿Fue un encargo de Vasconcelos para conmemorar el centenario de la consumación de la Independencia? Todo parece indicar que sí. Para escribir este texto de naturaleza civil, el poeta, que hasta entonces se había explayado en los terrenos de la lírica, y, sobre todo, del coloquio amoroso, debe hacerse violencia a sí mismo: no se trata sólo de cambiar de tema, sino de forzar la voz para intentar una “épica sordina”. El tenor lírico, que hasta entonces había cantado el “íntimo decoro”, debe imitar ahora “la gutural modulación del bajo”. En suma: fingir que es lo que no es. Los eruditos han querido ver en este arranque del poema una reminiscencia de la Eneida, la inmortal obra de Virgilio. López Velarde se sabe en un terreno extraño, y va un poco más allá: deja en el aire una suerte de petición de indulgencia que ha de ser tomada en cuenta por el lector, pues pretende navegar por las olas civiles con “remos que no pesan”. Donde los anticuados Gargantúas del verso impostarían la voz, dada la solemnidad del asunto, él ensayará un tono ligero, desenfadado, a veces ligeramente picante, en lugar de vociferar. ¿Se lo tomarán a bien?

Estoy convencido que la redacción de este texto puso en aprietos a su autor, quien en algún artículo publicado en la Revista Moderna había expresado tiempo antes su franca animadversión hacia el género: “el asunto civil ya hiede”. ¿Cómo cantarle a la patria? Y ¿cómo hacerlo sin incurrir en los lugares comunes del patrioterismo? Me parece que la solución la pudo haber encontrado repasando un soneto de Baudelaire, “La giganta”, que su amigo el poeta y traductor Enrique González Martínez había incluido en la antología titulada Los jardines de Francia (1915). Transportándose a una época mitológica, el poeta francés señala que le hubiera gustado convivir con alguna giganta, y comportarse con ella como “un gato voluptuoso” que se pone a los pies de una reina. El vínculo con esta mujer descomunal suscita desde un principio nervaduras eróticas. Por eso expresa Baudelaire, cuando llega a los tercetos, el deseo de

Recorrer a mi antojo sus formas esplendentes,

de unas piernas titánicas trepar por las pendientes,

y cuando se tendiera rendida en la campaña,


en estivales días de ardor y lumbre llenos,

dormir bajo la sombra de sus enormes senos

cual plácida aldehuela al pie de la montaña.

¿Si Baudelaire pudo erotizar en su fantasía a una giganta, por qué no podría él hacer algo semejante con la patria mexicana, colosal e inabarcable, es cierto, pero también mujer? En su convivencia con la giganta, además, el poeta francés utiliza una técnica de miniaturización que le permite imaginarse a sí mismo tan diminuto como un gato o una aldea a la que cobijan los “enormes senos” de la mujer. López Velarde echa mano de este recurso y se las arregla para replicar su efecto: “Suave Patria: tu casa todavía/ es tan grande, que el tren va por la vía/ como aguinaldo de juguetería”. Incluso el Palacio Nacional, albergue del supremo gobierno, aparece minimizado en los versos del zacatecano con su “igual estatura de niño y de dedal”. Todavía más: la “carreta de paja” con la que concluye el poema utiliza semejante óptica reductiva: aunque se trata de un “trono a la intemperie”, tiene los rasgos lúdicos y simbólicos de… ¡una sonaja!

Marco Antonio Campos ha escrito que “La suave Patria” es un “poema sin linaje”, que no tiene continuación en nuestro medio. Sin duda, tiene razón. Lo que faltaría explicar es por qué ha sido así. Me parece que ya insinué la causa: porque López Velarde trabaja en una zona ambigua: decide escribir un poema que parezca hasta cierto punto épico pero utilizando —es cierto que con “calzador”— recursos de la lírica. De tal suerte, “La suave Patria” resulta ser un texto a todas luces híbrido, fuera de lugar, a medio camino entre la objetividad épica y la subjetividad radical de la lírica. Aunque no faltan pasajes en los que parece predominar una cierta visión objetiva, como cuando afirma: “El Niño Dios te escrituró un establo/ y los veneros de petróleo el diablo”, o como cuando agrega: “Como la sota moza, Patria mía,/ en piso de metal, vives al día,/ de milagro, como la lotería”, referencias muy claras a la situación precaria de la mayoría de sus habitantes (y quizás hasta del propio López Velarde), el poeta lo hace empleando el recurso retórico de la apóstrofe: le habla a la Patria como si ella fuera un personaje, al que se puede encarar y mirar de frente. Por lo demás, el poeta se involucra de modo implícito o explícito en muchas secciones del texto. Es notable que un poema que pretende hablar de México empiece con un “yo” enfático: “Yo que solo canté de la exquisita/ partitura del íntimo decoro…”. Pronto descubrimos que el poema no cancela sino que, al revés, estimula una intensa participación personal. Es rabiosamente subjetivista, y lo es de principio a fin; gracias a ello, se diría, logra darle la vuelta tanto a lo que podrían ser las versiones de la “historia oficial” como a las trampas ideológicas al acecho.

El propio catolicismo del poeta, que se da por sentado, adquiere un rasgo más bien sacrílego cuando en un arranque de incontinencia exclama: “quiero raptarte en la cuaresma opaca,/ sobre un garañón, y con matraca,/ y entre los tiros de la policía”. Mientras medio mundo llora y se contrista con el sacrificio y la pasión de Cristo (¡estamos en Semana Santa!), como si le complaciera romper con una travesura la cuaresma opaca, López Velarde se imagina encabezando un rapto descomunal. ¡Impresionante!

“La suave Patria” no tiene continuadores, es cierto. ¿Y tampoco antecedentes? Estimo que López Velarde era un lector concienzudo que estaba muy al tanto de nuestra historia literaria. Ya en un antiguo artículo (Laberinto, número 527, 20 de julio de 2013) señalé varios préstamos que tomó del Teatro de virtudes políticas de Sigüenza y Góngora, leído mucho en esos años sobre todo por los llamados “colonialistas”. La expresión “suave patria”, que ha desconcertado a algún crítico ilustre, está tomada de aquí.

Por supuesto, el poema tiene antecedentes. Uno como telón de fondo, y el otro más bien inmediato al contexto del autor. El pareado glorioso que López Velarde le dedica a Cuauhtémoc en el “Intermedio” del poema nos proporciona una clave estratégica para averiguarlo. Dice así: “Joven abuelo: escúchame loarte,/ único héroe a la altura del arte”.

¿Qué quiso decir aquí el poeta? Si revisamos lo mejor de la tradición literaria mexicana encontraremos que el único héroe histórico que resiste el paso del tiempo es precisamente Cuauhtémoc. Son casi 500 versos los que le dedica nuestro romántico Ignacio Rodríguez Galván (1816-1842) en su “Profecía de Guatimoc”. Rafael López (1873-1943), el más baudeleriano de los amigos de López Velarde, y con quien convivió muy de cerca los últimos años de su vida, también ensalza a Cuauhtémoc en su celebrado (aunque hoy olvidado) poema “La bestia de oro”. En su libro Poesía mexicana I. 1810-1914 (Promexa, México, 1979), José Emilio Pacheco informa: “ ‘La bestia de oro’ hizo popular a López. Se publicó en El Imparcial cuando las tropas norteamericanas acababan de ocupar Veracruz”. Esto quiere decir que el poema apareció en 1914.

Hace pocos menos de dos años, en Un acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México 1912-1921, Ernesto Lumbreras encontró que era muy posible que un par de poemas que habría escrito Rafael López en una visita que hiciera a Guadalajara a principios de 1921 hubieran dejado alguna huella en “La suave Patria” que se estaba escribiendo en esos días. El hallazgo resulta atendible, pero en última instancia parece menor si se considera el peso que pudo tener “La bestia de oro” en la elaboración del poema cívico de López Velarde. Si lo puedo decir exagerando un poco, no creo que “La suave Patria” se hubiera llegado a escribir sin el precedente de este poema hoy sepultado en el olvido. Para empezar, Rafael López comparte con su amigo zacatecano una misma actitud nacionalista y, por decirlo así, “defensiva” ante el peligro que representaba la existencia de Estados Unidos, que amenazaba con destruir o cuando menos con desfigurar nuestra cultura latina. “La bestia de oro” no es sólo un poder militar que mantiene ocupado el puerto de Veracruz; es igualmente una potencia maligna que a través del imperio del dólar (“Time is money”) y de la religión protestante podría socavar nuestra mejor herencia. “Nos ayankamos a gran prisa”, habría escrito en sintonía con su amigo López Velarde en “La fealdad conquistadora”. Los pasajes finales de “La suave Patria”, y que le dan un sentido constructivo, corroboran esta amenaza: “Quieren borrar tu ánima y tu estilo…”. El zacatecano detecta la situación y propone remedio: no cambies, Patria, “se siempre igual, fiel a tu espejo diario”.

La figura de Cuauhtémoc ocupa un lugar de privilegio en el poema de Rafael López, como se ve en estos versos: “Oh patria de Cuauhtémoc, insigne patria azteca/ de los duros abuelos, en cuya tradición…”. Más allá del tono declamatorio, del que no quiere saber nada López Velarde, estimo que de aquí le viene una sugerencia preciosa: “Joven abuelo: escúchame loarte…”.

Una de las secciones más arrebatadas de “La suave Patria”, la que exclama “¡Y tu cielo nupcial que cuando truena/ de deleites frenéticos nos llena…!”, con todo y sus visos apocalípticos, resuena bien con el soneto que le sirvió a Rafael López para cerrar su composición: en ambos hay referencias a una “tempestad de centellas” y la invocación de una suerte de cataclismo que “avienta los montes de revés”, en el poema de Rafael López, mientras que en el de López Velarde “enloquece a la montaña”, “derrumba las madererías/ de Dios, sobre las tierras labrantías”, “pide el viático” e “incorpora a los muertos”. Aún más: en el ir y venir de estos truenos, que hacen crujir los esqueletos en sus tumbas, el poeta cree escuchar “la ruleta” de su vida. El eterno enamorado, López Velarde, también se consideraba un jugador.

AQ

LAS MÁS VISTAS