Me gusta pensar que la vida está también construida por cuartos de otra época, por recuerdos que a veces sacamos a pasear en nuestros sueños o en la quimera de la vigilia; por esas fotografías que reproducimos, con algún grado de consciencia y con la ayuda de la imaginación. La vida no está claramente escindida de los sueños o del relato de éstos. Se construye con esa memoria que cuida cada detalle del mural infinito de nuestra experiencia. Y a veces solo basta poner los ojos en la almohada para barajarlos de la forma más libre, en la noche o en el día, en imágenes vívidas que a veces son solamente sueños.
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El filósofo Roberto R. Aramayo tiene una metáfora muy bella para explicar, desde la filosofía de Arthur Schopenhauer, el despertar de todo hombre y mujer a la vida consciente, el despertar de ese gran sueño eterno que Schopenhauer llama Voluntad, como fundamento último y metafísico que configura toda anima, a la voluntad individual, que está individualizada en cada ser humano y lo hace despertar a la vida concreta. Cada vez que esta voluntad, siguiendo la metáfora de Aramayo, “despierta” en una existencia humana, el ser humano cobra consciencia de sí mismo y de su alrededor. Esa voluntad que, como escribe bellamente Roberto R. Aramayo, primero es “volición ciega e inconsciente del deseo, suele abandonar y despertar a la vida como una βούλησις individual [como voluntad particular, entendida como esa facultad humana para actuar y tomar decisiones] para retornar luego a su inconsciencia originaria tras ese penoso y efímero sueño”.
Siguiendo esta lógica, cuando el individuo duerme dentro de ese despertar que es la vida consciente su dormir no deja de ser un dormir consciente, sus sueños nocturnos nunca podrán despegarse de su consciencia. El individuo duerme y sueña, o despierta a la vigilia, pero es siempre consciente y temporal. Y, al mismo tiempo, forma parte de ese gran Sueño de una Voluntad eterna. Por eso Schopenhauer escribe, recordando a Calderón de la Barca, “¿no es acaso toda la vida un sueño?” Qué será, pregunta el filósofo en su época, lo que distingue el sueño de la realidad, la quimera de los objetos de la experiencia. A esta pregunta responde con el nombre de consciencia, esa misma que él ve nacer con el despertar individual del “sueño eterno” de la Voluntad al sueño efímero de las representaciones causales, de las explicaciones racionales, así pues, de la consciencia del individuo, que tras algunos años de vigilia volverá a dormir apaciblemente en la naturaleza eterna, apagando así su propia inteligencia.
La vida es, desde la metáfora de Schopenhauer, vida consciente y el sueño es también vida consciente: “La vida y el sueño son hojas de uno y el mismo libro. La lectura conexa es la vida real. Pero cuando las horas de lectura (el día) han llegado a su fin y comienza el tiempo de descanso, con frecuencia hojeamos ociosos y abrimos una página aquí o allá, sin orden ni concierto: a veces es una hoja ya leída, otras veces una aún desconocida, pero siempre del mismo libro”. El libro que es la consciencia, ese gran libro constituido por el entendimiento y la razón, por la experiencia fenoménica, ese gran libro que es la mente, que, incluso cuando duerme, sigue siendo consciente pero arbitrario.
Dejándonos de la metafísica germánica de Schopenhauer, que quizá suene ya demasiado anticuada para explicar los sueños, me he encontrado con el lúcido trabajo del médico y científico José Luis Díaz, quien en su libro Registro de sueños (Herder, 2018) sostiene, no sin dar el seguimiento adecuado de un abanico de teorías y estudios tanto de la tradición como de la actualidad, que este complejo proceso neurológico del sueño es un proceso consciente, porque se “involucran y enlazan estados y procesos mentales de tipo sensorial, imaginario, cognitivo, afectivo, volitivo y motriz”.
Díaz enfatiza el descubrimiento acaecido en 1953 acerca de la asociación entre la fase Neurofisiológica de los Movimientos Oculares Rápidos, también conocido como el sueño REM: “se asemeja funcionalmente a la vigilia por la gran actividad cerebral que requiere [aunque paradójicamente] también determina una pérdida de la tensión muscular que impide actuar las ensoñaciones”. Soñar es así, escribe Díaz, una “experiencia consciente”, contrario a lo que diría parte del psicoanálisis clásico, que hacía de los sueños un proceso mental inconsciente. El sueño es una experiencia consciente, escribe Díaz, desde el momento en que podemos “narrar y recordar episodios” que han sucedido durante nuestros sueños, que podemos “reportar” y aspirar a descifrar el significado de lo soñado.
Para demostrar la tesis de que el soñar es una actividad de la consciencia, Díaz retoma —entre muchas otras teorías científicas actuales— los estudios del psicólogo norteamericano G. William Domhoff, quien encuentra una “continuidad básica entre la consciencia onírica y la consciencia de la vigilia, pues en ambos casos se presentan estrategias, motivos y mecanismos similares de operación”, lo cual significa que en ambos casos “se comparten algunas de las mismas áreas cerebrales: la corteza prefrontal medial, la unión temporoparietal y los lóbulos occipitales para los aspectos visuales de la ensoñación”. Pero la teoría de Dohmoff no se quedó solo en una descripción fisiológica de la actividad cerebral durante el sueño, sino que consideró “las características mentales de los sueños para ahí analizar y teorizar sus bases nerviosas”, pensando así también en la investigación de ese “sustrato neurofisiológico del ensueño al contenido mismo de la experiencia”. Para ello, el científico construyó DreamBank, con más de 22 mil sueños recopilados y accesibles a cualquiera a través de internet. Un ejercicio que ayuda a las hipótesis de las teorías cognitivas, pero también a la posible hermenéutica privada, o científica, que podría desarrollarse alrededor del análisis de los sueños.
De ahí que la sugerencia de José Luis Díaz sea ir más allá de la investigación fisiológica o neurobiológica —que se puso en boga en los años sesenta y setenta—, que consideraba los sueños como “un epifenómeno evolutivo” y meramente restringido a la fisiología del cerebro. Al mismo tiempo, tampoco es necesario volver al análisis desde la oniromancia, que tendía a ser más una interpretación mística y aficionada de los sueños. Para un tema tan complejo, hay que resignificar la onirología, siguiendo la raíz de su etimología, como ese logos griego de los sueños, como ese estudio racional, científico y no por ello menos interdisciplinaria de los sueños.
Es necesario reencontrar a la “psicología con la neurobiología de los sueños”, y a éstas con la labor transdisciplinaria de la filosofía, de un psicoanálisis actualizado, de la literatura y las artes; esta labor transdisciplinaria, a la cual se apega el médico Díaz, una amplia “psicobiología o psicofisiología” de los sueños, y que el autor ejemplifica de manera magistral en su libro.
ÁSS