El día que conocí a Salman Rushdie miré varias veces a nuestro alrededor en busca de sus guardaespaldas. Estábamos en un extremo de la Real Casa de Correos, sede del gobierno madrileño en la Puerta del Sol, en cuyo patio central él iba a protagonizar el evento estrella de La Noche de los Libros: una charla titulada “Del realismo mágico al infierno de la realidad”. Una sonrisa enalteció su rostro rechoncho y colorado cuando Juan Cruz me lo presentó y añadió con ironía: “cuidado, que es mexicano”. Un guardia, perteneciente al cuerpo de seguridad del recinto, era el único que estaba presente.
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Hablamos de Juan Rulfo y de Gabo, de Hijos de la medianoche, el libro que prefiero entre todos los suyos, de sus apariciones en series de televisión, en películas y de cómo soporta a la prensa rosa que no deja de perseguirlo (debido a sus novias y/o esposas famosas). Tenía mucha curiosidad (o paranoia), pero me dio vergüenza preguntarle dónde estaba su escolta. Sí le dije, en cambio, que un par de años atrás Günter Wallraff, el periodista alemán que se enmascara para exhibir abusos de poder, me había contado que lo tuvo escondido en su casa: “siempre rodeados por agentes de Scotland Yard, Salman y yo intentábamos hacer a un lado el miedo para conversar, tomar una cerveza o para jugar ping-pong”, me había dicho el autor de Cabeza de turco. “¡Oh, sí!, pero esa es una época de la que prefiero no hablar”, me dijo tajantemente Rushdie, y luego él, Juan y yo salimos al patio de ese palacio, que ya estaba lleno de personas ansiosas por escuchar al escritor condenado a muerte por el fanatismo islámico.
Me acordé de ese día (y, en particular, de la ausencia de guardaespaldas) al enterarme de que Salman Rushdie fue apuñalado en una localidad neoyorquina que, paradójicamente, acoge a escritores perseguidos (y el agresor, para colmo, se apellida Matar). Acostumbrado a ver a gente amenazada, como a Fernando Savater, con los guaruras a todas horas y en todos lados, me quedaba pasmado al ver a Rushdie en toda clase de eventos sin ninguna custodia hasta que, después de leer sus memorias, tituladas Joseph Anton, el nombre que utilizó en la clandestinidad, comprendí que se debía a que un día decidió no vivir como si ya lo hubieran matado. Es decir: desechar el miedo, dejar de esconderse e ir a donde le diera la gana sin acompañantes con chalecos antibalas y pistolas.
Cuenta Cristina Fuentes, directora del Hay Festival, que en 2009, cuando invitó a Salman Rusdie a Cartagena de Indias, él aceptó con una condición: no tener un enjambre de guardias a su alrededor: “sin saberlo nosotros, la policía de Cartagena fue a recogerlo al aeropuerto y, nada más llegar a la recepción del hotel, el muy colérico Salman exigió un vuelo de regreso inmediato a Nueva York porque habíamos incumplido el trato. Lo calmé con ayuda de un mojito y temerariamente me atreví a firmar un documento de la policía en el que nos hacíamos responsables de él. Aquella visita fue mítica, pues el Teatro Heredia tuvo que cerrar por primera vez con llave sus puertas porque no cabía ni un alma y la gente que no logró entrar se agolpaba demandando un boleto para ingresar”.
¿Rushdie es responsable de lo que le ha pasado ahora por estar amenazado y negarse a llevar escolta? Por supuesto que no. Todos nosotros, por acción o por omisión, en Oriente o en Occidente, hemos solapado en mayor o menor medida la censura de las ideas, de la libertad de expresión y de creación. ¿Qué estamos dispuestos a hacer como sociedad para preservar el libre albedrío? Hoy, según el último informe del PEN Club, en todo el mundo hay más de 200 escritores y periodistas perseguidos, entre ellos dos célebres premios Nobel, la bielorrusa Svetlana Alexiévich y el turco Orhan Pamuk, y un Premio Cervantes, el nicaragüense Sergio Ramírez.
Lo de Rushdie ya le pasó en 1994 al egipcio Naguib Mahfuz (Premio Nobel y autor de novelas como El callejón de los milagros): su obra fue acusada de “blasfema” por la cúpula musulmana, poco después un extremista islámico lo apuñaló cuando se dirigía a su tertulia semanal y Mahfuz perdió un ojo y la movilidad de un brazo. No dejó de escribir, pero dos años después, en 1996, fue catalogado por los radicales como “hereje” y ya no volvió a salir de su casa (que permaneció custodiada por la policía) y así, confinado, se murió en 2006. Ojalá que no le pase lo mismo a Salman Rushdie.
AQ