Resumiendo lo que aún no comienzo siquiera a decir: realidad solo hay una, la misma para todos, aunque eso no quita que cada quien la vea como pueda, quiera o la imagine, la reinvente, la falsee o la ignore, y tal es el principio rector de la ciencia: la realidad es, y yo —ése quien la observa— puedo separarme de ella lo suficiente como para decir “allá está”.
Las cosas luego se pueden complicar enormemente, por supuesto, y la física cuántica se ha encargado de hacernos saber que en el nivel de las partículas subatómicas ya no resulta trivial distinguir entre el objeto y el observador del objeto, pues el acto mismo de la medición-percepción altera la partícula, de forma que ya no será posible saber cómo era antes de verla, o si acaso era.
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Pero dejando de lado estas infinitesimilidades, el asunto suele ser bastante claro: yo veo y la cosa se deja ver y ya. Y, gracias al lenguaje, si la puedo ver, también la puedo describir, y entonces nace la literatura: así de fácil.
Bueno, ni tan fácil, porque el lenguaje puede asumir varios niveles, que aquí enunciaré como si fueran lineales y estuvieran separados uno del otro, aunque suelen mezclarse en diversas proporciones, dependiendo tanto de las necesidades como de nuestras destrezas comunicativas.
A través del lenguaje, a la realidad puedo entonces acercármele mediante esquemas y rondas de complejidad creciente: enunciativa; descriptiva; narrativa y re-creativa, hasta llegar a las excelsitudes de la metáfora y la poesía, que ya no todos manejamos ni mucho menos dominamos.
Al combinar la palabra con la música surge la canción y, como una afortunada y compleja composición de todas las formas y medios hasta entonces disponibles, también el teatro nació desde la antigüedad. Mucho después llegó el cine, y durante su primera etapa —carente aún de sonido— tuvo que “conformarse” con tan solo la imagen, lo cual lo obligó a crear su propio lenguaje, luego enriquecido con la palabra y todo lo que ésta conlleva.
Volviendo a la palabra, lo usual en la literatura es que haya una voz narradora que muestra las cosas y guía al lector a lo largo del texto, y por ello, en la canción, el teatro y el cine queda relativamente claro quién es quién: el que habla y aquello de lo que se habla. Además, muchas veces ambos protagonistas son el mismo, y en ese caso el asunto se vuelve reflexivo, pero sigue siendo más o menos sencillo saber cómo es la cosa.
¿Pero qué sucede cuando el que habla lo hace en la voz del otro? No me refiero a la solidaridad, ni a hablar por el otro o en su defensa, sino a ser el otro aunque sin abandonar el rol del narrador. ¿Es siquiera posible hacer eso?
No solo es posible, sino que da lugar a un nuevo nivel de expresión y comunicación artística, aunque no exento de confundir al espectador, quien deberá entonces esforzarse un poco para no perderse en el ya no tan lineal camino en donde ocurre un inesperado momento de duda o desconcierto: habrá de ponerse a la altura del reto venciendo el enfado de no entender de inicio aquello que está viendo o escuchando.
Pasemos a los ejemplos.
La primera vez que se oye la canción “Cabron” del magnífico grupo de rock Red Hot Chili Peppers, incluida en el disco By the Way de 2002, no se sabe por qué un cantante claramente blanco y norteamericano está hablando como si fuera uno de esos chavos-banda “latinos” de Los Ángeles, ni cómo es que le reclama “Soy pequeño pero fuerte y puedo contigo. No quiero pelear. Quiero llevarme bien. Verás, soy como tú; si tan solo lo supieras”, hasta que uno cae en cuenta de que quien canta está hablando por el otro porque es el otro, que a su vez le habla a quien está cantando y le ofrece su solidaridad, todo en medio de una hermosa melodía y riffs de guitarra eléctrica que lo dejan a uno aturdido y emocionado. Pudiera ser que, entre otras cosas, a eso se debiera el mote de “rock alternativo” de esta creativa y casi intelectual banda de rock.
Puesto que la usual voz del narrador en tercera persona también puede asumir los otros dos modos gramaticales para describir y mostrar las cosas y los protagonistas, así es como luce la primera persona en las obras literarias: “Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años” (Juan José Arreola, Confabulario), o la primera persona en plural: “No, no iríamos a la manifestación. Estábamos sentados en el 'aeropuerto' de la Facultad, llamado así porque allí aterrizan toda clase de pájaros” (Luis González de Alba, Los días y los años). Hay también obras escritas en segunda persona: “LEES ESE ANUNCIO: UNA OFERTA DE ESA NATURALEZA no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más” (Carlos Fuentes, Aura), y como el punto de vista es igualmente importante, esa primera persona narrativa o poética es un recurso más del canon literario que no siempre pertenece al “yo real” del autor.
Por ejemplo, en los capítulos impares, todos ellos subtitulados “Castillo de Bouchout. 1927”, de Noticias del Imperio, el extraordinario lenguaje poético de Fernando del Paso asume la voz de Carlota y ella le habla —en primera persona— a Maximiliano y comienza a contarle que: “Hoy ha venido el mensajero a traerme noticias del Imperio... me trajo también, querido Max, un relicario con algunas hebras de la barba rubia que llovía sobre tu pecho condecorado con el Águila Azteca y que aleteaba como una inmensa mariposa de alas doradas, cuando a caballo y al galope y con tu traje de charro y tu sombrero incrustado con arabescos de plata esterlina recorrías los llanos de Apam entre nubes de gloria y de polvo”.
En El Poema de la Revolución Mexicana, Raymundo de la Cruz López proclama:
Soy la Revolución,
extraña acaso les parezca ahora
porque es extraño que me vean cual soy,
tengo luz propia porque soy aurora,
y en la enérgica rueda de mi acción,
camino siempre y a la cima voy.
[...]
Desplazándonos ahora hasta una de las cumbres universales llegamos al enorme poema de 975 versos de Sor Juana Inés de la Cruz, conocido como “Primero sueño”, profundo discurso abstracto acerca de los mundos del conocimiento en donde la voz nombra y se refiere a una gran multiplicidad de temas, y solo hasta el final llegamos a saber quién hablaba:
[...]
mientras nuestro hemisferio la dorada
ilustraba del sol madeja hermosa,
que con luz judiciosa
de orden distributivo, repartiendo
a las cosas visibles sus colores
iba, y restituyendo
entera a los sentidos exteriores
su operación, quedando a luz más cierta
el mundo iluminado, y yo despierta. 975
Independientemente de su complejidad o hasta elaborado misterio, en todos estos casos —e incontables más—, no hay mayores dudas acerca de la identidad de la voz, y son pocos los ejemplos en los que el lector queda inicialmente confundido y sin saber bien a bien a quién se está escuchando.
Pues bien, en el cine resulta un tanto más sencillo lograr este efecto de “superposición del yo” gracias a la multiplicidad de recursos adicionales con los que se cuenta más allá de la trama narrativa misma: cuadro, perspectiva, movimiento, ambiente, diálogos, sonidos, texto en pantalla, voz en off, flashbacks, música, iluminación, color, efectos especiales y otros, aunque por supuesto sigue siendo cierto que un buen guion debe configurarlo todo mediante la palabra, lo cual incluye las anotaciones para el equipo de filmación. El “lenguaje de cine” mantiene una vital relación con la literatura, aunque no se circunscribe a ella.
Todas estas disquisiciones me surgieron al terminar recientemente de ver la película El padre (2020) del director francés Florian Zeller, que además del Oscar al mejor guion adaptado se lo diera como mejor actor a Anthony Hopkins por su magnífica interpretación de un anciano confundido, inmerso en sus recuerdos y atrapado en un departamento donde vive solo... o con su hija... o con su cuidadora... o con...
Los primeros minutos transcurren en una normalidad predecible, hasta que las cosas comienzan a ponerse raras: la hija no es la hija y el departamento no es el departamento pero sí lo son, y los pocos personajes de la cinta alternan entre realidades diversas que coexisten con la imagen y la presencia inalterables del padre mientras asistimos a sus vivencias, sus recuerdos y su confusión. ¿Su confusión o la nuestra?
Algo extraño sucede, porque las cosas que como espectadores vemos en la pantalla no se mantienen fijas o coherentes como se esperaría, y un cuadro en la sala a veces está pero un minuto después desaparece, y la hija existe a la vez que es otra, y ya no se sabe qué está sucediendo, hasta caer en cuenta —más tarde o más temprano, dependiendo de quienes seamos— de que el guion y el director nos están mostrando una especie de realidad ambigua y difícil de determinar: ¿vemos lo que la cámara nos enseña objetivamente o lo percibimos desde la óptica del anciano en una combinación imposible? ¿Puede lo real ser y no ser a la vez? ¿Nadie se baña dos veces en el mismo río, o cómo era la cosa?
Ocurre algo similar a la canción del inicio de este artículo: me están mostrando las situaciones como las ve y siente el otro, aunque yo solo dispongo de la perspectiva del espectador “objetivo” que soy, y mi confusión e incomodidad resultante es entonces también la del anciano extraviado: maravillas del arte narrativo.
(Entiendo que en la obra de teatro de donde se originó esta película la decoración cambia ligeramente entre una escena y otra para dar al público la impresión de que algo anda mal en su percepción, asunto mucho más sencillo de resolver con los recursos del cine.)
Aunque no son tantas, existen otras películas que nos “engañan” mostrándonos la mirada del que ve, aunque nosotros solo notemos a esa persona y su circunstancia. En Spider (2002), del director canadiense David Cronenberg, el protagonista recuerda la imagen que tenía de su madre cuando era niño y cuenta cómo una prostituta llegó a la vida de la familia para destruir su armonía, pero luego, en la escena cumbre ya cerca del final, el espectador queda absolutamente confundido pues lo que ve se contradice por completo con la narrativa del relato. La cinta termina y no se sabe qué sucedió en realidad ni a qué se debió ese repentino quiebre con la lógica: ¿no entendimos, o nos perdimos de algo, o cómo es que las cosas dejaron de tener sentido sin previo aviso? Después tal vez alguien nos explicará —como a mí cuando la fui a ver y quedé por completo extraviado— que en realidad estábamos observando lo que la mente perturbada del actor a su vez percibía; es decir, la realidad “objetiva” no era tal, y de allí la confusión. No veo lo que se ve sino lo que el actor imagina ver... pero lo estoy viendo.
Terry Gilliam, notable por, entre otras, la gran película 12 monos (1995), dirigió en 2005 Tideland (“Un filme poético de horror”), en donde todo ocurre desde la mirada de la niña protagonista aunque, nuevamente, el espectador en realidad sólo la ve a ella, quien a su vez ve otras cosas. Difícil, confuso, complejo y valioso, pero ¿quién dijo que el arte debe necesariamente ser de consumo ligero?
Algunos artistas —por ello no demasiado populares— consideran que los lectores o los espectadores pueden y deben jugar un papel activo, participando incluso en la creación de la obra aunque ya esté hecha y terminada, pues no solo en la física cuántica a veces el acto de percibir modifica lo que se percibe, si se me permite en nuestro contexto esta un tanto ligera expresión de la que, por otro lado, resulta demasiado fácil abusar.
El obispo inglés George Berkeley (1685-1753) proponía aquello de esse est percipi, “ser es ser percibido”, indicando que las cosas existen gracias a que las percibimos mediante los sentidos. Eso dejaba abierta la (inocente) postura solipsista, que “explica” la evidente no desaparición de la mesa aunque yo la haya dejado de observar por el hecho de que otros también la perciben. Pero ¿y qué sucede con las cosas que nadie percibe ni ha percibido jamás; existen o no?
Lo dejaremos para una mejor ocasión...
ÁSS