Con enero llegaron los Magos. Igual que ayer, igual que siempre, dejaron sus dominios y se internaron por un territorio desconocido. La historia nos la cuenta, muy breve, Mateo: “Y he aquí la estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos, hasta que llegando, se detuvo donde estaba el niño. Y al ver la estrella se regocijaron con muy grande gozo. Y al entrar en la casa vieron al niño con su madre María, y postrándose lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra”. Ya en nuestra época, el poeta T.S. Eliot, en su Journey of the Magi, describe —en labios de uno de sus protagonistas— ese viaje más bien tortuoso, realizado con pocas esperanzas, en lo más duro del invierno, por unos reyes que, a punto de desfallecer, añoraban sus palacios de verano y a las muchachas de seda dispuestas a servirlos. Eliot los deja sin una estrella, no sin una visión.
Pero, las estrellas: ¿qué son? Es la pregunta que da pie a uno de los más bellos textos que componen un libro de Eliot Weinberger. Su título, Algo elemental (Atalanta, 2010) dista mucho de tratar asuntos de escasa importancia. Lo elemental, en este caso, tiene que ver con lo fundamental, con ese algo que es de todos conocido pero que pocos vemos con la mirada plena de asombro e inteligencia del ensayista neoyorkino. Un escritor para el que las fronteras más convencionales de la literatura son una mera ilusión, un pretexto, y su prosa transita entre ellas con naturalidad. “Las estrellas” es una colección de definiciones que luego de la pregunta inicial —¿qué son?— nos regala cinco páginas de prodigios que se suceden sin otro orden que el de un ritmo hecho de frases puntuadas por breves lapsos de silencio: “son trozos de hielo que reflejan el sol; son luces que flotan en el agua más allá de la cúpula transparente; son clavos en el cielo; son agujeros en la gran cortina que hay entre nosotros y el mar de luz” y sigue así, desplazándose entre los mitos y las leyendas más remotos hasta los planteamientos más recientes de la observación astronómica: “son la interacción por medio de cuatro fuerzas: gravedad, electromagnetismo, fuerza nuclear fuerte y fuerza nuclear débil”. De aquí que resulte de gran interés para quienes, neófitos azorados, alzamos la vista a la bóveda nocturna, el lanzamiento del telescopio espacial James Webb, una maravilla de la ingeniería que, instalado a 1.5 millones de kilómetros de nuestro planeta, despliega ya la corola amarilla de su enorme espejo, compuesto por 18 hexágonos de berilio cubiertos de oro. A través de él, nos aseguran, asistiremos al nacimiento de las estrellas y galaxias más lejanas. ¿Al nacimiento de nuestro mundo?
Oro, nuevamente, como en la ofrenda y en la ardua labor de los antiguos alquimistas. De forma semejante la plata está presente en la contemplación de las estrellas. Así la imaginó el errabundo Arthur Rimbaud cuando escribió sobre la que hubo de guiar a aquellos Magos en el cielo de Oriente, colocándose él también como un viajero más: “Desde el mismo desierto, en la misma noche, mis ojos cansados se despiertan siempre con la estrella de plata”. O en aquella otra que el chileno Vicente Huidobro —poeta y mago— mira brillar en el sitio que al marcharse ha dejado la mujer que ama.
Estrellas, constelaciones cuyos solos nombres bastan para aguijonear nuestra imaginación: Aldebarán, Sirio, Casiopea, Betelgeuse… Estrella de Belén se le llama comúnmente al astro legendario y a una florecilla que Leonardo dibujaba con esmero. A veces su sola mención basta para que una pequeña luz, más pequeña todavía que las dos sílabas de su nombre, se encienda en las miradas.
AQ