Versión de las circunstancias
En la hora de la nueva sombra militar, no está de más recordar un mínimo triunfo contra la represión: los poemas de protesta contra la matanza de Tlatelolco. Más que el reportaje o el artículo de opinión, cercados por el control gubernamental, el poema de circunstancia recobró su lumbre ante la noche: relato de los hechos, asamblea de voces y testimonios, grito de indignación, letanía por los muertos, diatriba contra el poder represivo, vuelo de libertad. La naturaleza inaprensible del poema esquiva las pinzas de los dogmáticos y autoritarios. En noviembre de 1968, los poetas siguieron el reguero de pólvora de los versos de Paz en “México: Olimpiada 1968”, algunos de sobra conocidos: “Los empleados/ Municipales lavan la sangre/ En la plaza de los Sacrificios”. De los que convocó aquella chispa de denuncia en La cultura en México —José Emilio Pacheco, José Carlos Becerra, Juan Bañuelos, Gabriel Zaid, Jaime Reyes, Marco Antonio Montes de Oca— solo Pacheco y Zaid se atrevieron a usar, borgianamente, una lectura, es decir, una traducción. La de Pacheco era un collage (o centón) de los manuscritos de Tlatelolco, a partir de León-Portilla y Garibay. La de Zaid era una lectura del “Soneto 66” de Shakespeare que, en aquel mes de noviembre, se publicó como “La nueva patria no cesa de solicitarnos” —y hoy a ser tétricamente actual:
Ver la Conciencia forzada a mendigary la Esperanza acribillada por el Cinismo
[…]
y el Diálogo entre la carne y las bayonetas
y la Verdad tapada con un Dedo
y la Estabilidad oliendo a establo
y la Corrupción, ciega de furia, a dos puños: con espada
y balanza.
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Si cada generación debe traducir a sus clásicos, como quería Eliot, algunos se vuelven elocuentes de súbito al calor de las circunstancias como el Shakespeare mexicano de Gabriel Zaid. Dicho de otro modo: gracias a Zaid los sucesos de 1968, de pronto, actualizaron a Shakespeare para México. Las solicitudes incesantes de la patria reclamaban, como suele ser, otras patrias literarias para recobrar el sentido que la barbarie militaroide había aplastado en Tlatelolco, dejando un país enmudecido, como lo condensaba aquel “¿Por qué?” en un cartón oscuro de Abel Quezada.
La “escuela mexicana”
Aunque sin orden cronológico, el vol. 6 de las obras de Gabriel Zaid (El Colegio Nacional, 2022) se titula, escuetamente, Poemas traducidos, y abarca 1968-2020. Es una muestra de la presencia sostenida de Zaid en las letras mexicanas y su diseminación cosmopolita, fluyendo hacia otras patrias y naciones en ida y vuelta (pues también incluye las traducciones a otras lenguas de sus poemas de Reloj de sol). Con todas sus coordenadas reunidas, Poemas traducidos actualiza ahora el mapamundi de navegaciones nacionales, vasta cartografía de rutas, puertos y fronteras, en el que se inscriben Versiones y diversiones (1974) de Octavio Paz, Aproximaciones (1984) de José Emilio Pacheco, las traducciones de Jaime García Terrés incluidas en Baile de máscaras (1989) y las obras colectivas El surco y la brasa (1974) y Traslaciones (2009) que compilaron Montes de Oca y Tedi López Mills, respectivamente. El mapa corresponde a lo que Pacheco llamó la “escuela mexicana” de traductores: aquella que supo ver, bajo la arbolada tutelar de Pound, la modernidad de lo arcaico, la cercanía entre patrias separadas por los mares, pero contiguas en sus innumerables correspondencias, intercambios y apropiaciones. En 1951, la traducción de Alfonso Reyes de la Ilíada enfrentó las acusaciones puristas: Reyes no sabía griego antiguo, tradujo a partir de otras lenguas. Es un traslado, no de palabras, sino de conceptos —se defendió él—, que aspira a mostrar equivalencias, expresiones literarias por su valor histórico o estético. Esa polémica dio pie a un auge de traducciones de poesía, ya libres del lastre de la fidelidad, entregadas a la pleamar creativa y a la máxima de Paul Valéry que hizo suya Paz: “producir con medios diferentes efectos análogos”. Los poetas traductores tenían nuevas licencias viajeras hacia otras lenguas. A la zaga de lo iniciado en los 1950 por Paz, García Terrés, Tomás Segovia y Agustí Bartra, en los 1960 y 1970 se afanaron Isabel Fraire, Pacheco y Zaid, entre muchos otros, para abrir tantos más puertos de salida, y siempre volver al español de México con las manos llenas de hallazgos. Las generaciones posteriores —desde David Huerta, Marcelo Uribe y José Luis Rivas hasta Hernán Bravo Varela, Luis Jorge Boone o Elisa Díaz Castelo, ya entrados en el siglo XXI— siguieron ese legado que conjuga el taller de versificación, el entretenimiento admirativo y el amor por difundir poetas y poemas que no habrían llegado a nosotros.
Los caminos del traductor
En más de medio siglo, Zaid ha acercado a nuestras costas varios horizontes. Entre ellos, la poesía china de Po Chu Yi cargada de sabiduría práctica y acentos irónicos: “‘De sabios es callar,/ los que hablan nada saben’ —dicen que dijo Lao Tsé/ en un librito de 800 páginas.” O esta perla del poeta franco-libanés Fouad El-Etr, llamada “El poema y la noche”: “Como un pulpo/ se pierde en su tinta,/ el poema y la noche”. Quizá la más estimulante, como ya anotó la traductora Jeannette L. Clariond, es su versión de Safo, incluyendo tres variantes para canción popular; una de ellas: “La luna apagó la luz,/ con las Pleyas se acostó;/ y, a oscuras, pasan de largo/ las horas, la noche y yo”. También destacan las frescas Canciones eróticas de Vidyápati (1352-1448) que incorporan la perspectiva de la mujer y desacralizan la liturgia amorosa, escritas no en el sánscrito culto y exclusivo sino en maithili, lengua vernácula derivada del primero. Solamente las traducciones de Vidyápati y de Pessoa merecen notas contextuales y explicativas en el libro. ¿Por qué no haberlo hecho igual, por ejemplo, con Safo (y con tantos más)? La traducción de Safo sí venía precedida —en su edición en Letras Libres (marzo, 2008)— por una sustancial investigación sobre la autora y el poema, las traducciones mexicanas anteriores contrastadas, la versión original con una explicación literal y etimológica de cada verso, además de un ensayo sobre la poesía lírica originada en la liturgia nupcial. Todo este recorrido es tan grato como leer las versiones. El camino del traductor, sus motivos y preparativos, son un enriquecimiento no siempre conservado en Poemas traducidos.
Compilador de extinciones
Las páginas del libro dedicadas a la “poesía indígena del norte de México” deslumbran. Con el impulso de los trabajos del padre Garibay desde los 1930, Agustí Bartra incluyó en su Antología de la poesía norteamericana (1952) una sección para “la voz aborigen”, labor que retomarían —sin la etiqueta de aborigen— Ernesto Cardenal, Pacheco y, hasta nuestros días, Zaid. En él se juntan el poeta, el crítico cultural y el antropólogo, obsesionado por conservar registro oral o escrito de los versos del último hablante. Por eso sus traducciones y compilaciones de esta poesía sin autores —recogida gracias a grabaciones, cancioneros o etnografías ajenas— incluyen concentradas notas históricas y bibliográficas sobre los apaches, cucapás, kikapú, kiliwas, kumiai, maratines, navajos, ópatas, pápagos, seris, tarahumaras, yaquis y zuñis. Cuidadoso observador de tradiciones dispersas, Zaid da una muestra del genocidio entre fronteras, una lección de historia de la construcción nacional a expensas de las naciones indígenas. Su erudito rescate refrenda la vasta obra de Jerome Rothenberg, eminencia de las etnopoéticas, quien recordó haber empezado en un diálogo juguetón con Kipling: “Hay sesenta y nueve formas de construir cantos tribales/ y cada una de ellas es correcta”. Así que cuando Zaid traduce un poema apache —“Guardiana del desierto”: “Poderoso desierto. Suavemente,/ prefiere el paso lento./ Cuídate de la víbora de cascabel/ o escoge un lugar para morir”— no afirma la diferencia entre una poesía primitiva, inmadura, y otra alta y refinada, sino la apertura al mismo mar de extranjerías, donde confluyan todas las otras patrias que no cesarán de solicitarnos.
AQ