Las traducciones recientes de Gogol pueden incluir un cuento llamado “La avenida Nevski”. Para mí, al título le falta sabor ruso, pues ese texto lo conocí con la versión que Irene Tchernova habrá trabajado a finales de los años cuarenta para la editorial Aguilar. El título con el que mi generación leyó la obra fue “La perspectiva Nevski”. Desde la primera línea, Tchernova nos pone una nota: “En Petersburgo la mayoría de las avenidas se llaman perspectivas”. Cosa verdadera, si bien en la era de Gogol ya estaban pasando a la costumbre de llamarles próspekt, por lo que el título original transliterado es “Nevski Próspekt”. Además, Tchernova no podía haberle llamado avenida, pues en los años cuarenta una avenida era una “vía ancha con árboles a los lados”, cosa que no tenía la Nevski, mientras que en el lenguaje de hoy, avenida es solo una “vía ancha”.
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Pero más allá de traducir alguna palabra con sabor ruso, siempre me ha gustado también hallar palabras que no se traducen, de manera que uno iba entrando poco a poco en ese mundo ruso. Así, había personajes que mantenían sus oficios en aquel idioma: el isvoschik, era el cochero; el dvorniki, el portero de un edificio; el ispravnik, el jefe de policía; el starosta, el mandamás de una comunidad. En mi antigua versión del cuento titulado “El delincuente”, aparece este parlamento: “No tiene alma de cristiano ese starosta”. Una versión más reciente de García Gabaldón se titula “El malhechor” y la tal frase dice: “Ese capataz no es buen cristiano”.
Asimismo, el cuento “Mújiks”, en versión más contemporánea se titula “Campesinos”. La traducción de Tchernova dice: “Acababa de llegar el barin”. La más reciente: “Llegó el amo”.
Algunas personas me han preguntado por qué pongo tanta atención a estas nimiedades del lenguaje en las traducciones. Quizá alguien encuentre diferencias despreciables entre Raskólnikov diciendo “No me arrodillé ante ti, sino ante todo el dolor humano” o “No es ante ti ante quien yo me he prosternado, sino ante todo el sufrimiento humano”, pero escritores y lectores deben distinguir entre esas diferencias y aprender a notar la fineza. Para esto, un gran ejercicio es comparar traducciones.
Las pequeñas cosas se vuelven enormes en el arte, pues el arte, sin ser una ciencia exacta sí requiere un justo equilibrio, igual que la cocina. Para un bebedor de Coca-Cola no hay diferencia entre un Padre Kino y un Grand Cru, y las conversaciones sobre las bondades de uno u otro vino le parecen petulantes. Así, a quienquiera que le parezcan superfluas las discusiones sobre menudencias de la prosa, de inmediato se le puede etiquetar como escritor o lector cocacolero.
RP | ÁSS