—¿Recuerdan eso, cabrones
— Lo recuerdan?
—¿Pueden ver otra vez con sus ojos
—Cerrados por el tiempo
—Aquellas cosas perdidas,
— Veladas pero radiantes,
— Guardadas
— Mejoradas
— Por el tiempo?
(“Fantasmas en el balcón”)
Quedaron de verse en la Plaza Garibaldi, temprano, para tomar unos tequilas y timar a unos mariachis y a unos tríos con el truco de que les cantaran una canción de prueba. Caminarían después a la función de box, en la Arena Coliseo, que quedaba a cinco calles, en el número 77 de las calles del Perú. No había luces entonces en las calles de la ciudad, eran tan oscuras como antes de la luz, salvo en la Plaza Garibaldi donde todo brillaba, en especial el Tenampa, de inefectiva etimología, pues quería decir lugar amurallado, pero era un lugar abierto, lo mismo que la plaza toda, a la que acudían las familias, los amantes, los turistas y los borrachos de la ciudad a beber y a cantar con mariachis y con tríos. Los mariachis eran barrigones, pero usaban ceñidos atuendos de charro. Los tríos estilaban bigotillos finos, corbatas luidas, trajes de solapas anchas. Mariachis y tríos deambulaban por el lugar, cantando entre los parroquianos para que éstos les pidieran una canción o dos, o una tanda de canciones pagadas, cosa que sucedía normalmente cuando había al menos dos borrachos en la mesa, aunque a veces con uno bastaba. Los borrachos pedían que les cantaran como propias de sus recuerdos las canciones que acababan de oír ahí mismo, mientras chupaban. A los mariachis y a los tríos se les podía pedir de muestra una canción, sin pago, y eran tantos mariachis y tantos tríos que uno podía pedir canciones sin pagar durante mucho rato.
Los hijos de la casa de huéspedes que son los héroes de esta historia sabían esto y tenían probado un itinerario sabatino que consistía en ir primero a los mariachis y a los tríos, seguros de que podrían cantar y beber lo más gratis posible, sobre todo si llevaban su pachita clandestina de ron para timar a los meseros pidiéndoles cualquier trago, que rellenaban luego con su alcohol secreto durante las dos horas que pasaban ahí, haciendo tiempo para irse al box y cumplir su noche de tragos y madrazos, materias idiosincráticas de la ciudad de aquellos tiempos, anteriores al Terremoto.
Quizá convenga decir desde ahora que cuando el autor omnisciente de esta historia habla de la ciudad anterior al Terremoto, no se refiere al terremoto que tiró la columna de la independencia de la ciudad en 1957, ni a la matanza que terminó un movimiento estudiantil de la ciudad en 1968, ni al terremoto ampliado que según cifras oficiales mató a diez mil habitantes de la ciudad en 1985. El autor omnisciente se refiere con esa discutible muletilla al terremoto sin año fijo que es el paso del tiempo, el terremoto demorado y súbito que consiste en despertar un día con la iluminación primer a de que la vida se ha ido y no volverá.
Aquel sábado de fiesta anterior al Terremoto, los personajes de esta antigua y juvenil historia tenían dinero que gastar, suficiente para estar seguros de bolsillo y portarse como ricos, es decir, como avaros.
El conducente Morales había cobrado su sueldo de inspector de lecherías del gobierno. El deiforme Gamiochipi había recibido de su madre y sus hermanas el giro mensual para pagar la pensión de la casa. El criminoso Changoleón era especialista en tener siempre un dinero inexplicado en el bolsillo. El reflexivo Alatriste había cobrado la segunda de las quince colaboraciones enviadas al diario de izquierdas donde publicaba, un diario financiado por un gobierno al que el diario consideraba de derecha. El libresco Lezama había escrito y cobrado un ensayo mercenario sobre La Regenta para una señora rica que tomaba clases particulares de literatura. El elocuente Cachorro, que vendía medicinas en los consultorios privados de la ciudad, había recibido sus comisiones del mes. Eran, pues, como se ha dicho, ricos de solemnidad, y estaban dispuestos a demostrarlo gastando lo menos posible. El Cachorro había comprado las botellas de ron Bacardí que la casa había bebido el viernes anterior, por la noche, hasta bien entrado el sábado en que estamos. Al despertar de aquellas botellas, por la tarde del sábado en que estamos, el Cachorro tenía todavía un dinero sobrante, suficiente para convocar a la tribu a la escapada a Garibaldi y luego a la Arena Coliseo, pues había comprado para la función de aquella noche los dos boletos de ringside que agitaba en sus manos desde la noche previa. Todos sabían, porque lo habían hecho otras veces, que el inicio de la noche en Garibaldi, seguido por el encierro en la Arena Coliseo, era sólo el principio de la odisea nocturna que buscaban, pues al salir del box estarían todos razonablemente borrachos, con los oídos abiertos al llamado de la ciudad, como si acabaran de entrar en ella y quisieran dar un rodeo por sus modestos misterios.
Llegaron al Tenampa poco antes del anochecer. El embustero Changoleón desplegó entonces uno de sus números favoritos, cuya ejecución aquella noche habría de costarles a los hijos de la casa no volver por mucho tiempo a Garibaldi. Y fue que pidió al elocuente Cachorro que le preguntara al mesero si sabía quién era él, Changoleón, como sugiriendo, desde la pregunta, que Changoleón era una cosa distinta de lo que parecía, alguien especial, alguien quizá no fácil de reconocer al primer golpe de vista, pero alguien cuya presencia, de ser reconocida, cambiaría las reglas del juego y del trato en que estaban.
—No empieces, pinche Chango — se adelantó el luminoso Gamiochipi, que conocía muy bien el truco y sus complicadas consecuencias—. No empieces, cabrón.
Pero el facundo Cachorro asintió al juego de Changoleón y le preguntó al mesero, con su redondo acento yucateco, que decía a cabalidad cada palabra:
—Piense usted bien, joven rastacuero. Mire bien a nuestro amigo. Usted sabe perfectamente quién es. Mírelo bien, porque si se equivoca con su rostro puede usted estarse equivocando en su propina.
Propina nadie traía intenciones de dejar, pero lo único que había en la cabeza de los meseros de Garibaldi en aquella ciudad desinteresada era la propina. Los meseros del Tenampa habían tenido propinas históricas en tiempos prehistóricos, cuyo recuerdo seguía rondando la cabeza del lugar. Por ejemplo, la legendaria propina de una noche en que habían ido al Tenampa Jorge Negrete y María Félix, con el futuro marido de María, un rico francés, quien había dejado sobre la mesa trescientos cuarenta dólares de propina, en novísimos, intocados, restallantes billetes de veinte dólares.
Oh, los billetes de veinte dólares.
El mesero miró al relajado Changoleón, quien lo miraba a su vez, risueño, reclinado en su silla, a través de sus pestañas largas y lacias, pestañas de aguacero como se decía entonces, tras de las cuales ardían unas córneas negras que el alcohol ponía ligeramente estrábicas. El mesero miró unos segundos largos a Changoleón, con entornados ojos adivinatorios.
—¿No acierta usted? —lo urgió, ventajoso, el Cachorro— . ¿No le dice nada la cara de este celebérrimo desconocido?
—No, señor —admitió el mesero, titubeante y sonriente, con la sonrisa característica de las clases subalternas de aquellos tiempos, anteriores al Terremoto.
—Propina perdida— sentenció el Cachorro—. Nuestro amigo, déjeme decirlo, es el magnífico no torero conocido en todo el orbe hispánico como el Cordobés.
No sé si mucha gente recuerda en nuestros tiempos al Cordobés de aquellos tiempos, digo esto como narrador omnisciente de esta historia, pero en aquellos tiempos el nombre del Cordobés, en realidad su apodo, era como una fanfarria en el mundo hispánico, pues el Cordobés era el torero no torero que había cambiado para siempre la fiesta de los toros.
El mesero oyó la revelación del Cachorro y se volvió, intrigado, hacia la barra, donde reunió en un conciliábulo a los otros meseros para ver si ellos sí reconocían en la figura prieta, espaldona y pitecántropa de Changoleón al esbelto, rubio y afilado Cordobés.
Los hijos de la casa esperaron con cara de palo el veredicto de los meseros y a poco esperar vieron venir a dos de ellos, puestos de acuerdo, para darles la respuesta de ordenanza, la cual fue: — Dice el patrón que la casa les invita una ronda a la salud del maestro el Cordobés. Aquí los meseros hicieron una pausa para señalar a Changoleón y poner sus condiciones:
—Siempre y cuando —dijeron— que el matador nos deje su autógrafo.
Changoleón asintió con la cabeza señorialmente, sin inmutarse. Dijo luego, con largueza soberana:
—Autógrafos para todos y cada uno. Pero de lo que les pidan mis amigos, traigan doble. La propina es nuestra.
Los meseros se fueron cabeceando que sí y que no.
—Olé, matador —celebró el Cachorro.
—Pinche Chango, vamos a salir corriendo de aquí, cabrón —dijo Gamiochipi.
—Yo me encargo, masturbines —dispensó Changoleón—. De mejores cuevas me han corrido.
—En ese punto llegaron a la cueva Alatriste y Morales, que venían retrasados, riéndose los dos de las sandeces de Morales, capaz de hablar sin tregua mientras caminaba, como los famosos peripateadores del Estagirita.
Cuando regresaron los meseros con las copas convenidas, el Cachorro señaló a los recién llegados y dijo:
—Meseros amigos, ilotas compañeros, amplíen el bastimento solicitado a nuestros nuevos comensales, el prudente Alatriste y el ocurrente Morales.
El Cachorro tenía el don de usar palabras exactas que nadie usaba.
Los meseros trajeron los tragos pedidos, que resultaron ser diez cubas libres, de las cuales los hijos de la casa bebieron como náufragos, una tras otra, mientras pedían canciones de prueba a los tríos y a los mariachis ambulantes. El Cachorro cantó una que aplaudieron los bebedores de la mesa vecina. Morales brindó con ellos y ellos con Morales y todos con todos, bajo las miradas duales, risueñas y recelosas, de los meseros.
Todo esto sucedía en el Tenampa, como se ha dicho, poco antes de las ocho de la noche, poco después de lo cual el Cordobés y sus amigos se habían tomado las rondas de cortesía de la casa y habían pedido a su cuenta una ronda más, reforzada con la anforita de ron clandestina del Cachorro, la cual, aunque prevista para toda la noche, quedó fulminada ahí.
La función de box en la Arena Coliseo empezaba a las nueve. Eran las ocho cuarenta. Changoleón sugirió:
—Como que van a mear y se van a la Coliseo. Yo arreglo aquí y los alcanzo a la entrada.
El prudente Alatriste empezó el éxodo, seguido discretamente por el sonriente Morales, quien dijo por lo bajo a los que se quedaban en la mesa:
—Amigos, el hospital de Xoco es el mejor de traumatología de la ciudad. Digo, por si se ofrece.
—La casandra calva —lo escarneció el Cachorro, aludiendo a la alopecia prematura de Morales. Pero siguió de inmediato el ejemplo de Morales, diciendo:
—Señores, me retiro veintitrés minutos a descargar el tracto urinario.
Tenía su cultura médica.
Cuando se fue el Cachorro, Changoleón llamó a los meseros y les pidió que viniera el patrón. Cuando los meseros se alejaban en busca del patrón, Changoleón les dijo a Lezama y a Gamiochipi, que seguían sentados:
—¿Van a correr conmigo, cabrones, o voy a correr solo?
—Vas a correr solo, cabrón — respondió Gamiochipi, y se levantó estilosamente de la mesa, camino a uno de los mariachis que cantaba, al que le habló en la oreja diciéndole que cuando terminaran ahí, fueran a cantar a la mesa que les señalaba con el brazo, donde estaban Changoleón y Lezama. Pero Lezama se levantó también y fue hacia el mismo mariachi de Gamiochipi, tocándose la bolsa del pantalón donde iba la cartera, que no traía, como para regatear con Gamiochipi quién iba a pagar lo que Gamiochipi pedía. Luego se apartaron los dos del mariachi, como si fueran al baño, y huyeron caminando rapidito hacia la calle de San Juan de Letrán, que cruzaba Garibaldi.
La última cosa que vio Lezama antes de salir de la plaza fue a Changoleón hablando con los meseros y con un gordo calvo de bigotes pronunciados, que debía ser el patrón. Lezama y Gamiochipi caminaron corriendito una cuadra por San Juan de Letrán, dieron a la izquierda en República del Perú y siguieron corriendito siempre media cuadra hasta la Plaza Montero, personaje desconocido para el narrador de esta historia, y de ahí una cuadra más hasta la calle de Ignacio Allende, familiar para Lezama como reputado pero inexacto héroe de la Independencia, y media cuadra más hasta la calle de Incas, antes República de Chile, de donde les quedaba sólo media cuadra a Perú 77, donde estaba la Arena Coliseo. Caminaban ya por esa media cuadra final de las oscuras calles del Perú, a la vista de las tristes luces de la Arena, cuando vieron doblar en la distancia a Changoleón, escorzado contra el tenue fulgor de la ciudad, corriendo a toda velocidad, candidato a los Juegos Olímpicos, haciéndoles con las manos a Lezama y a Gamiochipi, en realidad a nadie, pues nada se veía con claridad en aquellas penumbras fantasmales, el conocido gesto de las legendarias corridas de Changoleón, el gesto que significaba llanamente: Corran, cabrones, nos van a agarrar.
Eso hicieron Lezama y Gamiochipi, correr hasta la entrada de la arena, donde esperaban ya el Cachorro, Alatriste y Morales, en medio de un montón de vagos sin boleto, tantos, que era fácil mezclarse y desaparecer entre ellos. El Cachorro tenía los dos boletos de ringside en la mano, pero debajo de los boletos sus diligentes dedos habían puesto y le mostraban al boletero, como una mano de póker, cuatro billetes azules de veinte pesos, sugiriendo con ello que sus dos boletos valían por seis. El boletero aceptó la mano sin chistar y les franqueó la entrada. Sucedió esto con unto milimétrico en el momento en que Changoleón llegaba patinándose a la entrada, desaparecido de sus perseguidores. Y fue así como, con solo dos boletos, entraron a la Arena el Cachorro, Alatriste, Morales, Lezama, Gamiochipi y el sudado Changoleón.
A Lezama no le gustaba el box pero lo veía todos los sábados en la televisión. Las peleas se transmitían por el canal 4, en blanco y negro, y las narraba un locutor narigudo y solemne, de bigotillo hitleriano, llamado Antonio Andere, cuya hermosa hija trigueña era una de las obsesiones eróticas de Lezama, lo mismo que la Güera Hiort y Clío Martínez de la Vara, y las dos Anas, Melloni y Pellicer, y las tres Teresas, Trouyet, Tinajero y Traslosheros, y las cuatro Isabeles, Suárez Mier, Gil Sánchez, Sánchez Navarro y Sánchez Mejorada, y todas las otras radiantes bellezas de la Universidad Iberoamericana, que se refiere aquí simplemente como la Ibero. Las bellas de la Ibero fluían por la cabeza libresca de Lezama como un hormiguero luminoso que lo llenaba de sombras, pues le recordaba quién era él: aquél capaz de ambicionarlas a todas sabiendo que iba a quedarse con ninguna.
Al hermenéutico Alatriste, en cambio, el box le fascinaba, pero por una razón ajena al boxeo: porque creía leer en esa pasión colectiva algunas claves del alma nacional. Siempre leía al revés aquellas claves, en el sentido de que estaba siempre contra los gustos de la mayoría, con lo que se quiere decir aquí que Alatriste era admirador de los boxeadores que el público odiaba y, viceversa, odiaba a los que el público prefería.
Aquel sábado en la Arena Coliseo iba a pelear, ya de salida de sus glorias, el pugilista mexicano José Medel. Medel era odiado por la afición, pero era el favorito de Alatriste, capaz de ver en Medel el refinamiento y la violencia que no veían las multitudes de México, pues Medel era un flaco de alambre que peleaba cautamente, del mismo modo que vivía Alatriste, echándose hacia atrás y caminando hacia los lados, con la guardia alta y la mirada alerta, una mirada que parecía hija del miedo, y acaso era hija del miedo, en realidad una antena que registraba por igual el riesgo y la oportunidad, especialmente si su adversario le dejaba abierto el costado y Medel podía repetirle con la mano izquierda un golpe al hígado y un gancho con la misma mano a la mandíbula, todo lo cual sucedía con una rapidez de colibrí que el respetable público no alcanzaba a ver, salvo cuando el adversario de Medel retrocedía moribundo, aparentemente tocado por nada. Lo había tocado en realidad el golpe de colibrí de Medel, que era él mismo como un colibrí moreno, de piernas delgadas, de brazos delgados, de ojos japoneses, de bigote y cejas mexicas, prehispánicas, pero bien marcadas, el pelo de indio cortado en cepillo, a la brush, la mirada temerosa, parpadeante, nada que pudiera amenazar a nadie salvo cuando toda aquella alerta calaca de pelos breves y huesos de alambre se ponía en movimiento demoledoramente y descargaba golpes relampagueantes que normalmente terminaban la pelea o enseñaban a su adversario que más valía no atacarlo de más, no confiarse de más, y llevarla en paz lo más posible con la centella de los puños minúsculos y atentos de Medel, razón por la cual muchas de las peleas de Medel se alargaban y solía ganarlas por decisión, lo cual no enamoraba al respetable.
Éste era el peleador que deslumbraba a Alatriste, pero no a la república, la cual moría de amor por el Toluco López, emblema boxístico de todos los fracasos de la misma república, porque era lo que en aquellos tiempos se llamaba un fajador, es decir un tipo que subía al ring a dar y recibir golpes, a mostrar que no había en él ni temor ni talento, solo la furia y la fuerza desatadas para abrumar a su adversario en una invitación al pleito a campo abierto, de donde solían salir cejas cortadas, narices rotas y nocauts parecidos a la muerte. Era como el cura Hidalgo del boxeo, pensaba Alatriste, el héroe de la multitud que acababa su epopeya en el desastre solitario. Se refiere aquí el narrador al desastroso cura don Miguel Hidalgo y Costilla, padre de la Independencia mexicana, que destruyó con sus huestes la más próspera región de la entonces Nueva España, se arrepintió luego de su gesta y fue fusilado y excomulgado, sin haber conseguido con todo eso nada más que la portentosa destrucción antedicha, razón por la cual sus extraños descendientes lo reconocieron como Padre de la Patria.
La casa sostenía con Alatriste la misma discusión que Alatriste sostenía con la república sobre Medel y sobre el Toluco López. Toda la casa, menos Lezama y Alatriste, le iba al Toluco. El alegato inútil de Alatriste, adoptado por Lezama, era que Medel representaba lo mejor oculto y relampagueante de México y el Toluco, sólo su épica de rompe y rasga, de victorias pírricas y derrotas heroicas para consumo de patriotas ignorantes y braveros melancólicos. En el refinamiento mortal de Medel había una ética de la sobrevivencia. En las bravatas salvajes del Toluco, la vocación de un martirio. Y entre la estrategia de salir a matar o morir en el ring, como el Toluco, o salir a sobrevivir todo el camino, con la opción de ganar en algún cruce de golpes bien escogido, Alatriste prefería la opción de Medel, a diferencia del público, que la odiaba, pues gustaba del trance directo de matar o morir, en particular si en el trance moría otro, su héroe, a cuenta de ellos, sus adoradores. La muerte del héroe purificaba a la cobarde cofradía. Alatriste, como siempre, estaba al otro lado del público, en la esquina opuesta del ethos popular. Entre caer a golpes en el ring y jugar a los golpes en el ring, Alatriste gustaba de la segunda opción, aunque no podía probar que ser destruido finamente en el cuadrilátero fuera preferible a ser destruido brutalmente, ya que ser destruido, de una o de la otra manera, era la única opción de los boxeadores, la opción de Medel y del Toluco: destruirse a andanadas o a pinceladas, tomar la muerte a cubetazos o a cucharadas.
Ya dentro de la Arena, Changoleón se sacó del sobaco una botella de tequila.
—Me la traje de pasada, cabrones —farfulló carcajeándose.
Entraron a la zona del ringside, que olía a creolina y a meados y por cuyos pasillos se caminaba como pisando chicle. El ring era una desgracia de sogas guangas y lona manchada con años de sangre y alquitrán, cuyo penetrante olor los afanadores sólo borraban a medias, añadiéndole el tufo de creolina. Arriba, frente a ellos y atrás de ellos, acechando el ring desde un segundo piso, estaban las gradas del respetable, como llamaba Antonio Andere al salvaje público de balcón y de gayola, espacios separados del cuadrilátero por una malla de alambre inclinada que le daba su razón de ser al inveterado apodo que la prensa daba, con énfasis heroico, a la Arena: el embudo coliseíno.
Apenas se habían sentado, usurpando cuatro lugares en la tercera fila del ringside, una hilera de sillas de latón idénticas a las de Garibaldi, cuando escucharon el anuncio de que Medel no pelearía esa noche porque se había enfermado. En su lugar pelearía una estrella naciente del barrio bravo de Tepito, el mismo de Medel, de nombre Octavio Gómez. A Octavio Gómez ya le decían entonces el Famoso, porque al nacer la partera había dicho a sus padres: “Este niño será famoso”, y así le dijeron en casa desde el nacimiento, y en los años que fue a la escuela y en el gimnasio desde que llegó, con sus ojos chinos típicos de Tepito, y de esa cosa oriental, tan obvia y tan oculta del país, esos ojos rasgados capaces de mirar fijamente y de matar con la mirada.
El narrador omnisciente sabe que incurre aquí en confusión de tiempos, porque el Famoso Gómez no era contemporáneo de Medel, sino muy posterior, mucho más joven, pero por alguna razón los siente y los sabe juntos en su memoria, como pertenecientes a la misma noche y a la misma niebla, y ahí los deja.
—¡Que devuelvan las entradas! —gritó el enredoso Changoleón cuando el réferi y anunciador de la Arena, don Ramón Berumen, anunció la ausencia de Medel.
El Cachorro se levantó entonces de su silla y voceó con sus pulmones de barítono hacia el embudo coliseíno.
—¡Fraudeeeeee!
La potencia de su voz se impuso a la multitud vocinglera de gayola, que se rindió a ella con un instante de silencio en medio del cual el Cachorro volvió a imponer su timbre diáfano:
—¡Fraudeee!
—¡Fraudeee! —secundó Changoleón, con su no desdeñable voz de pregón callejero—. ¡Que devuelvan las entradas!
La arenga alebrestó a los parroquianos del ringside, que empezaron a lanzar los restos de sus cervezas y los cojines de sus asientos sobre las filas delanteras y sobre el cuadrilátero, una desgracia de sogas guangas, como se ha dicho, y una lona manchada con años de sangre seca y de la brea blanca que usaban los boxeadores en sus zapatillas.
La ocurrencia maléfica de lanzar cosas, nacida en el ringside, prendió en la tribuna popular, contra cuya malla de alambre empezaron a tirarse algunos, de espalda o de frente, rebotando o aferrándose a la malla, sin contar con que empezaron a tirar también sobre el cuadrilátero los restos de sus cervezas tibias, aunque más probablemente los orines que habían depositado en los vasos de sus cervezas terminadas, emulsión distintiva a la que olía toda la arena. Se hizo atronador el coro gritando fraude y exigiendo la devolución de las entradas, y universal la lluvia de líquidos que volaban como plagas de luciérnagas sobre el recinto, chispeando bajo los reflectores del cuadrilátero y acendrando su olor a taberna, orín, creolina y percloro.
El Cachorro dijo entonces, con prudente anticipación:
—Retirada, cabrones, antes de que nos retiren.
Y en esto estuvieron de acuerdo todos, a juzgar por la disciplina con que fueron saliendo uno a uno por los pasillos de ringside, más húmedos y pegajosos que cuando entraron.
Salieron del olor a orines del embudo coliseíno al olor a cañerías viejas del centro colonial de la ciudad, salvo Gamiochipi y Changoleón, que dijeron que regresaban al embudo a mear, cosa absurda si alguna, teniendo a su disposición tantos portones oscuros y tantos podios de faroles apagados de las calles coloniales del Perú. El hecho es que Gamiochipi y Changoleón volvieron al embudo, mientras Morales, Lezama, el Cachorro y Alatriste caminaban hacia la esquina siguiente, donde debían doblar para ir a Catedral, según los había instruido el Cachorro. El precavido Alatriste se quedó en la esquina para ver que volvieran Gamiochipi y Changoleón, y los vio salir de la Arena, vaya que los vio, corriendo como velocistas de cien metros, cargando cada uno en el brazo derecho una cubeta de cervezas de las que vendían los cubeteros en el ringside. Alatriste les hizo la seña de hacia dónde correr y se echó a correr él mismo. Changoleón y Gamiochipi dieron alcance a sus amigos cuadra y media después, en la calle de Leandro Valle, un liberal mexicano agrandado por su fusilamiento, según había leído Lezama, y corrieron juntos después hasta las calles de la República de Brasil, donde comprobaron que nadie los seguía.
Contaron entonces que había seis cervezas en la cubeta robada por Gamiochipi y cinco en la de Changoleón, nadando todas en los restos de un hielo sucio. Gamiochipi abrió una con su llave de la puerta de la casa, como si botara una tapita, y luego otra, mientras Morales procedía a la costumbre salvaje de abrir la suya con las muelas. Caminaron por Brasil hasta cruzar la calle de José Joaquín de Herrera, tres veces efímero presidente de la nación, pregonó Lezama, y luego hasta las calles de República de Colombia y República de Venezuela, terribles calles llamadas antaño de la Celada, de las Ratas, del Muerto, y rebautizadas, según Lezama, durante una epidemia nominativa iberoamericanista que hubo después de la Revolución. Caminaron por República de Brasil hasta la calle de Luis González Obregón, única con nombre razonable en aquella turbulencia de repúblicas imaginarias, pues González Obregón había sido cronista puntual de las calles de que hablamos, salvo porque les habían cambiado los nombres a todas y era imposible reconocerlas ahora sin ayuda de una enciclopedia, como ha hecho este cronista.
De González Obregón, siempre caminando por República de Brasil, seguía la calle de Donceles, y luego la calle de República de Guatemala, en el cuadrante norte de la Catedral, a cuyo punto los dirigía el Cachorro y al que quiere llegar esta historia.
Por todas las calles antedichas venían los regurgitados del embudo coliseíno bailando y hablando, sorbiendo sus cervezas y cantando sus canciones favoritas, una de las cuales era “Los aretes que le faltan a la luna”. El Cachorro tenía un timbre de barítono y una entonación que intimidaba a los otros, pero no se metía de más en las cantaletas de sus amigos, salvo cuando debía restituir el tono. Imposible decir aquí en qué consiste esa maniobra de restituir el tono a los desentonados, pero el que sabe sabrá.
Fragmento publicado con autorización de Literatura Random House.
G.O.