Intellectual freedom depends upon material things… And women have always been poor.
Virginia Woolf, A Room of One’s Own.
No hay duda de que la libertad tiene su precio, eso las mujeres lo han sabido muy bien y el Día Internacional de la Mujer es un gran pretexto para recordarlo. Este precio no siempre tiene que ser calculado en dinero, pero en 1929 la escritora inglesa Virginia Woolf sí se atrevió a ponerle una cantidad en su reconocido ensayo A Room of One’s Own (Un cuarto o Una habitación propia, según la traducción; por cierto, el libro acaba de ser reeditado en español en la bella traducción de Jorge Luis Borges).
Para que las mujeres pudieran llegar a tener la independencia necesaria que les permitiera crear auténticas obras artísticas o científicas, propuso Woolf, debían poseer dos condiciones materiales esenciales: una habitación propia (con seguro en la puerta, para trabajar por tiempo indefinido sin interrupciones) y 500 libras al año (que hoy serían en realidad unas 30 mil libras, o 40 mil dólares o como 83 mil pesos mexicanos). Woolf llegó a esa conclusión sobre la libertad femenina mientras sacaba unos billetes para pagar la cuenta de su comida sola en un restaurante del aristocrático barrio londinense de Bloomsbury, donde además tenía su propia “habitación propia” gracias a la herencia que una tía millonaria le había dejado y a su propio trabajo pagado en diarios y revistas. La escritora había trabajado toda la mañana en la biblioteca del British Museum buscando libros sobre la situación de la mujer en la literatura porque se preparaba para dar una serie de conferencias sobre este tema en dos colegios entonces exclusivos para mujeres en la Universidad de Cambridge: Girton y Newnham. Encontró muy poco sobre el tema y todo escrito por hombres. Ante este panorama, se preguntó por qué no ha habido tantas escritoras mujeres destacadas hasta antes del siglo XIX y llegó a la conclusión que las condiciones económicas, sociales y educativas de las autoras no lo permitían. Destaca, por ejemplo, cómo alguien como Jane Austen escribía sus novelas en la sala familiar y pretendiendo que eran cartas; o cómo se limitaban en sus historias a temas domésticos o emocionales entre individuos porque las mujeres no tenían permitido viajar libremente solas como los hombres y, en consecuencia, carecían de una variedad mayor de experiencias humanas que incentivaran su imaginación más allá del protegido ámbito de la casa.
Novelista al fin, Woolf inicia su ensayo narrando con detalle un día otoñal en Cambridge, aunque en su texto bautiza irónica y ficcionalmente al lugar como “Oxbridge” (que como se sabe es la forma abreviada de Oxford y Cambridge utilizada todavía para referirse a la élite universitaria británica). En su paseo antes del almuerzo, Virginia decide pasear por los más suntuosos y antiguos colegios a lo largo del río Cam y que desde su fundación sólo admitían hombres. Su libertad de paseante, sin embargo, tiene límites simbólicos y concretos: por ser mujer no la dejan entrar a una famosa biblioteca y por no ser profesora no la dejan pisar el cuidado césped. Lo primero más o menos se entiende si se piensa que la biblioteca era privada y se reservaba derecho de admisión, por más discriminativo este derecho fuera; pero que no se pudiera pisar el césped fue algo que yo no entendí en mi primera lectura de este libro hasta que en mi propio primer paseo por los jardines de Cambridge en 2013 estuve en la misma situación: un portero con vestimenta anacrónica se acercó a prohibirme el paso porque yo no era fellow, sino una simple estudiante. Esa fue una de las primeras de muchas tradiciones absurdas que tuve que aprender en mi primer año de doctorado en la universidad donde Woolf nunca hubiera podido obtener un grado: aunque Girton fue el primer colegio en aceptar mujeres en Cambridge, la universidad no les concedió títulos oficiales hasta 1940.
Colegio Newnham, Universidad de Cambridge, fundado en 1871. Foto: Fernando González.
Girton es el colegio más alejado del centro de la ciudad y pasear por ahí era uno de mis pasatiempos favoritos para despejar mi mente después de horas en la biblioteca (a la que ya podíamos acceder las mujeres. Para llegar a Girton hay que subir una cuesta y tomar carretera hacia las afueras de la ciudad y entonces es posible perderse en los jardines donde no hay tantas reglas de admisión como en otros. Me gustaba contemplar los edificios de ladrillo rojo decimonónico que ante la arquitectura moderna parecen impresionantes, pero que ciertamente palidecen al compararse con los más tradicionales colegios de los siglos XII o XIII frente al río. Recordaba entonces la pobreza de las mujeres a la que se refería Woolf cuando les habló a las estudiantes de Cambridge después de comparar los exuberantes banquetes de los colegios masculinos con las frugales cenas de los femeninos. ¿Qué les habían heredado sus madres a ellas cuando a ellos sus padres les heredaban mayor educación, seguridad económica y social, comodidad y lujo?, se cuestiona Woolf en su ensayo, a la vez que se aventura a sugerir una respuesta: por siglos las mujeres habían trabajado sin remuneración alguna y poco podían heredar a sus hijas.
Alejada, como muchas escritoras antes que ella, de los centros intelectuales institucionales, Woolf formó y se formó en su propio grupo intelectual alterno, el de Bloomsbury, que la visitaba en sus habitaciones propias en villas remotas del sur británico. Mi autorregalo al terminar mi tesis doctoral fue visitarlas: fue un viaje sola en trenes y autobuses que me llevaron a una de las más bellas, simples y silenciosas casas de escritor@s que he visitado (visitar casas de artistas es uno de mis hobbies viajeros). En un pueblito de unas cuantas casas a las afueras de Lewes, en Sussex, el cottage donde Virginia vivió con su esposo Leonard se llama Monk’s House (casa del monje). Llegué a él caminando por un pequeño sendero a la orilla del río en que ella decidió morir en 1941; pero no quise imaginarla así, sino escribiendo: el día que estuve en su habitación propia, en el segundo piso de la casa, el sol atravesaba la ventana frente a su pequeño escritorio de madera, ubicado a su vez frente a su cama. La imaginé escribiendo al despertar, observando el jardín de lavandas y narcisos frente a ella, observando la realidad al otro lado del vidrio, como decía ella que todo novelista debía escribir para hacer exclamar a quien leyera sus páginas “this is what I have always felt and known and desired!” (esto es lo que siempre he sentido y conocido y deseado).
En 1929 Woolf imaginaba que dentro de cien años (y faltan sólo seis años para que se cumplan) las mujeres iban a poder adquirir “el hábito de la libertad y el valor de escribir exactamente lo que pensamos”, pero esto sólo podría cumplirse si las mujeres lograban escapar de la sala familiar para ver la realidad, y esto a su vez sólo podría cumplirse si lograban tener 500 libras al año y cuartos propios. Para estas mujeres del futuro, concluía Woolf, es que valía la pena que las mujeres del presente trabajaran (o trabajemos aún), aunque fuera en medio de la pobreza y la oscuridad.
La Habitación propia de Virginia Woolf me ha acompañado, metafórica y físicamente, en todas mis propias habitaciones itinerantes y muchas veces la he regalado también para que forme parte de otras habitaciones y bibliotecas femeninas. Cada lector@ tiene sus clásicos y a mí este libro me recuerda que lo propio ya no es impropio (aunque dicho privilegio sigue sin ser para todas) y que gracias a las mujeres que nos precedieron en los más variados ámbitos, pude salir un día de la sala familiar, viajar, obtener un título universitario, tener tiempo para releer a Virginia Woolf y escribir con libertad este texto, para luego bajar al restaurante de la esquina del edificio donde está mi habitación propia y comprar mi propia comida después de un largo día de trabajo intelectual.
ÁSS