El 19 de abril de 1824, en el pantano de Messolonghi, defendiendo la causa de la independencia griega del Imperio otomano, a los 36 años, murió Lord Byron. La malaria puso sus huevos en la sangre del poeta más célebre de la historia, que no pudo regresar a su país convertido en un héroe. “No hagas esto conmigo. Deja que mi cadáver se pudra donde caiga”, le había pedido a su amigo Trelawny durante el funeral de Shelley. Sin embargo, su cuerpo fue enviado de vuelta a Inglaterra en un barril de brandy.
La noticia de su muerte corrió por toda Europa a una velocidad nunca vista. Solo Napoleón Bonaparte pudo rivalizar con su fama. Johann Wolfgang von Goethe, el mayor escritor de la lengua alemana, devastado por el rumor fúnebre de las oraciones que recorrían medio mundo, escribió: “Ha desaparecido la estrella más brillante de la poesía de nuestro siglo”. Aquellas palabras habrían sido suficientes, pero Goethe iba a contribuir a la creación del mito. “No podría imaginar ningún nombre que represente la era poética moderna como él, sin duda debe ser considerado como el mayor genio de nuestro siglo. Byron no es ni antiguo ni romántico, su lugar es el presente”.
De su paso por el mundo iban a dar cuenta los más grandes escritores de su tiempo, algunos de los cuales temblaban en su presencia. Stendhal recordó el día que le presentaron a Lord Byron, un joven cuyos ojos reflejaban orgullo, pero también “la infrecuente virtud de la generosidad”. Cuando los presentaron en Milán, Stendhal no fue capaz de ver a Byron como a un ser humano, sino como el autor de Lara: “Intenté hablar, pero me resultó imposible, estaba lleno de timidez y de ternura. Si me hubiera atrevido, habría llorado y besado la mano de Lord Byron”.
“Parece como si me hubieran arrancado una parte de mi propia vida”, le dijo Víctor Hugo a Tennyson sobre lo que había llegado a sentir al conocer la muerte del poeta inglés, a quien Flaubert había definido como uno de los dos únicos autores que habían sido capaces de escribir “con un espíritu de malicia hacia la raza humana, lo que supone ocupar una tremenda posición en relación con el mundo. Solo admiro profundamente a dos hombres: Rabelais y Byron”.
Lord Byron había conseguido lo que con un tono desafiante prometió a un profesor de su escuela: mi nombre será mi epitafio.
Doscientos años después de su viaje al misterio luchando por un sueño utópico, el regreso de la civilización griega, la obra de Lord Byron ha sido sepultada debajo de lo políticamente correcto, como si fuera posible juzgar a un hombre de otro tiempo, como si fuera justo hacerlo una vez que no puede defenderse, sin concederle el derecho de réplica.
En España y buena parte de Latinoamérica, Lord Byron fue censurado por la moral católica. Aquel depravado sexual no solo se conformaba con acostarse con multitud de mujeres, sino que había cruzado la frontera de lo permisible: había mantenido relaciones homosexuales y hasta pudo haber cometido incesto.
Además, se trataba de un liberal en lo que respecta a ideas políticas, que estaba en contra de la esclavitud y apoyaba la independencia de las naciones, la igualdad de las mujeres y el derecho de los hombres a elegir su destino. Como homenaje al libertador, su barco se llamó El Bolívar, y de no haber sentido la necesidad de homenajear a su amigo, el filoheleno Percy B. Shelley, habría viajado a Colombia con la idea de luchar por la libertad de los pueblos de América.
Pero su sexualidad y algunas de sus opiniones fueron demoledoras para su posteridad. Lord Byron fue acusado de satanismo, masoquismo, sodomía, depravación, anarquía, ateísmo, misoginia, cinismo e incesto. Sería una tarea demasiado compleja tratar de desmentir cada acusación, además de imposible. Sin embargo, sí que es conveniente tener en cuenta una serie de hechos que deberían de ser considerados, si no exculpatorios, al menos como atenuantes.
Lord Byron nació en 1788 con un pie zambo, que le provocaría una muy evidente cojera que siempre le hizo sentirse desgraciado. Cuando tenía tres años, su padre, un entusiasta de la Revolución francesa, murió (muy probablemente se suicidó) dejando al pequeño huérfano un infame testamento en el que legaba a George Gordon (el nombre con el que el niño había sido bautizado) sus deudas y los gastos del funeral.
Criado por su madre, que sin duda tuvo un papel central en sus traumas, y por una niñera que lo masturbaba mientras leían los Salmos, heredó el título de lord por una concatenación de casualidades. Sin embargo, la nobleza no venía acompañada de un patrimonio acorde a su rango. Byron se convirtió en Lord Byron sin poder dejar a un lado la persecución de los prestamistas.
Tras un divorcio que lo separó para siempre de su hija Ada, acusado de cometer incesto con su hermana Augusta (con quien compartía un padre que apenas conoció y que difícilmente podía recordar), fue expulsado del Olimpo de los poetas ingleses en 1816, el famoso año sin verano. Ni siquiera la muerte iba a apaciguar el odio que su país le tenía guardado. Sus memorias, que pudieron haber sido la obra cumbre del Romanticismo, fueron quemadas por sus amigos, y su cuerpo no recibiría la gloria de ser enterrado en la abadía de Westminster ni en su casa junto a su amado perro.
Lord Byron, el héroe, el dandi, el mujeriego, el triunfador… se convirtió en su propio personaje, un derrotado por la hipocresía de la sociedad, un Don Juan en una balsa tras un naufragio, esperando a conocer el nombre del primero en ser devorado por los caníbales.
Son ciertas la mayoría de las historias que lo muestran entregado a una vida de excesos que escondía su timidez en la excentricidad. Cuando descubrió que la Universidad de Cambridge había prohibido que los estudiantes tuvieran un perro, cumplió escrupulosamente la ley y llevó un oso como animal de compañía. Cuando salió de Inglaterra, lo hizo en una réplica del carruaje de su ídolo, Napoleón Bonaparte, en lo que suponía un desafío inimaginable al orgullo británico.
Doscientos años después de su muerte, Lord Byron todavía es capaz de dibujar una sonrisa en nuestro rostro con su impostura y su rebeldía. En mis clases de Romanticismo en la Universidad de Virginia, mis estudiantes constantemente me preguntan las razones por las cuales leer a Lord Byron en nuestra época. Les pido que miren debajo de sus pies, que observen el precipicio y sientan el vértigo de nuestro tiempo, la sensación de un mundo que se acaba ante un futuro lleno de incertidumbre.
Lord Byron fue una de las últimas celebridades de las que no tenemos una fotografía, inventada el año de su muerte. Su mundo estaba cambiando tan rápidamente que resultaba imposible imaginar un futuro en el que tal vez podría devolverse la vida a un cuerpo muerto, como empezaba a sugerir el galvanismo, cuya célula eléctrica, como escribió en el canto tercero de Don Juan, “había hecho sonreír a algunos cadáveres”.
También creemos estar viviendo el final de una época, sin haber sido capaces de responder las preguntas que nos legaron nuestros antepasados, los jóvenes poetas del Romanticismo inglés. Como plegarias, sus preguntas resuenan sin nuestras respuestas. ¿Cómo puede ser el hombre libre siendo la mujer una esclava? ¿Es posible el bien moral sin la imaginación? ¿Qué sucederá cuando la técnica sobrepase al humanismo?
Instalados en el tiempo de la fantasía, nos quedamos mudos frente a las preguntas de Shelley o de Lord Byron. Tal vez mirando la realidad a través de sus ojos logremos intuir alguna respuesta o podamos comprender el sinsentido de una sociedad condenada a la frivolidad.
Escribió Miguel de Unamuno que Lord Byron había sido un “gran odiador”. No se refería a la cantidad de odio que derramaba, sino a su fineza, a su exquisita factura. Muchas veces se cruzó con Caín, al igual que el autor de Abel Sánchez. Byron, como su Manfredo, aprendió del dolor porque no iba a lograr que ninguna creatura a la que hubiera amado sobreviviera. Su drama fue tan universal como la envidia, como el hermano capaz de golpear a traición con una piedra. Su gran personaje no fue Childe Harold, ni el corsario Conrad, ni Don Juan… Su obra maestra fue Lord Byron.
Cuando decidió marcharse, escribió que si lo que de él se decía era cierto, no era digno de Inglaterra, pero de ser falso, Inglaterra no era digna de él. Sus memorias lo aclararían todo, ese fue su consuelo durante sus ocho años de exilio. Aquellas páginas se las entregó a un poeta irlandés, Thomas Moore, con el encargo de que las diera a leer a todo el que quisiera, pues no había nada en ellas que no pudiera ser contrastado. Aquellas páginas lo aclararían todo cuando fueran publicadas tras su muerte.
En casa de su editor, John Murray, en el número 50 de Albemarle Street, el manuscrito fue arrojado al fuego en uno de los episodios más lamentables de la historia de la literatura. Del mismo modo que el pietismo inglés lanzó al fuego la primera edición de su primer libro, su última obra se convirtió en una columna de humo elevándose sobre los tejados de Londres como lo había hecho el cuerpo de su amigo Shelley en una playa de Viareggio.
No hubo compasión para Lord Byron, aunque sí sería sometido al juicio de sucesivas épocas que iban a encontrar en su vida un espejo en el que medir sus propios defectos. Destruido su testimonio, no resultó difícil condenarlo. Lord Byron, el poeta maldito, no ha merecido el perdón suficiente como para volver a ser leído en nuestra lengua.
Son pocas las traducciones de su obra y, desgraciadamente, algunas de muy baja calidad. Este segundo centenario de su penosa muerte en la ciénaga de Messolonghi, consumido por la fiebre, sin tiempo para dictar sus últimas voluntades, bien podría servir para revisar su obra y su biografía. México se ha revelado como el lugar para su redención en lengua española. Tras la publicación en la UNAM de La muerte de Adonais, en el que narro los últimos días de Keats, Shelley y Byron, ahora aparece el primer volumen de Vida de Lord Byron, también en la colección Poemas y ensayos de la UNAM, 644 páginas que relatan su paso por el mundo entre 1788 y 1816. Además, traductores y poetas excepcionales como Marco Antonio Campos y Víctor Manuel Mendiola nos devuelven la esperanza con nuevos estudios y traducciones de su obra.
Cuando en 1814 apareció El corsario, vendió diez mil copias en un solo día. Jane Austen escribió en una carta que lo había leído, se había puesto a arreglar sus enaguas y ya no tenía nada más que hacer. Cuesta trabajo imaginar cómo fue posible la desaparición de la obra de Lord Byron, su caída en desgracia. Demasiadas buenas intenciones, demasiada intolerancia disfrazada de igualdad. A nuestra época le resulta desagradable mirarse en el espejo de Lord Byron, cuyo efecto, John Keats, enojado, definió como nadie: “Tiene la habilidad de convertir las cosas alegres en solemnes y las cosas solemnes en alegres”. La censura de nuestra época difícilmente podrá concederle la gracia de la expiación.
Fernando Valverde es profesor de Romanticismo en la Universidad de Virginia en Estados Unidos. Es autor de la primera biografía en español del poeta Percy B. Shelley, La muerte de Adonais, y de Vida de Lord Byron, ambas publicadas en la colección Poemas y ensayos de la UNAM.
AQ