Lorea Canales se estableció en Nueva York hace casi 20 años, cuando las torres del World Trade Center aún se alzaban en el horizonte de Manhattan y México le abría los brazos a una transición democrática que terminaría desencantando los ánimos políticos nacionales. No obstante, no fue esa su primera migración: oriunda de la Ciudad de México —como su madre—, creció en Monterrey —tierra de su padre—, vacilando entre esas dos culturas que no por coterráneas dejan de ser antagónicas. “No suena tan sofisticado como decir ‘mi mamá era sueca o alemana’”, cuenta en entrevista, con una sonrisa que no se esmera en ocultar. “No había doble nacionalidad, pero sí dos lenguajes: en Monterrey hablaba como chilanga; en CdMx hablaba como regia”.
Esa territorialidad se asoma en algunos de los cuentos incluidos en Mínimas despedidas (Dharma Books, 2019), pues, explica, buscaba evocar sus memorias, “rescatar un México que ya no existe, que se quedó en mí con un sello temporal muy marcado”.
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En el otro lado de la balanza está la presencia notable de personajes femeninos (diez de los trece relatos son protagonizados por mujeres), que responde a un impulso reivindicativo. “Las mujeres hemos estado disminuidas en la literatura. Es muy evidente que los personajes femeninos son bastante pobres, chatos, estereotipados. Como mujer, añadir a la literatura una gama de mujeres más amplia, más compleja, más complicada, es un aporte”.
Sin embargo, se trata de una complejidad ceñida a una clase social particular: sus personajes son mujeres sin carencias económicas, instaladas —la mayoría de ellas— en el privilegio de las élites. “Lo que quiero mostrar es lo encarcelado de este mundo que, por un lado, te da todo y parece que tienes la vida resuelta, pero la implicación de esta vida resuelta es la falta de libertad. La mujer se vuelve una especie de animal doméstico”.
En Mínimas despedidas hay una violencia velada y poco escandalosa que no deja hematomas. Se trata de una forma paradójica de la agresión. “Tuve a una amiga que estuvo en un hogar para menores porque su papá le pegaba. Una vez conoció a otra amiga, igualmente violentada y dijo: ‘pobrecita, porque yo, al tener las marcas, era claramente víctima; ella no lo era, porque la violencia no era evidente’”.
Los avatares del cuento
Con dos novelas previas publicadas —Apenas Marta (2011) y Los perros (2013)—, Lorea se confiesa una escritora lenta. “Mi proceso es muy raro, porque escribo a mano. La primera versión sí es muy fluida, muy subconsciente, muy fresca, pero está plagada de errores de todo tipo. Después pasa a la computadora, a la reescritura, y ese es el proceso lento donde trato de amarrar los cuentos, pero tratando de que quede la frescura del inconsciente”.
Un buen cuento, dice la autora, es muy difícil de hacer. “No dudo que haya genios al nivel de Salinger, Carver, Munro, Borges, Pacheco o Rosario Castellanos, pero para quienes no tenemos esa facilidad, un buen cuento tiene mucho trabajo detrás”.
Con ese ímpetu busca también eludir la repetición. “Yo a veces pienso que mis libros no son como quiere hacer Amazon o Netflix, ‘si te gustó éste te va a gustar éste’. No me quiero repetir, quiero hacer siempre un libro nuevo y distinto.No quiero hacer el mismo platillo vuelto a revolver, que es un reto: siempre lograr hacer algo nuevo”.
ÁSS