Los años psicodélicos junto a José Agustín

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¿Qué hizo a este escritor mexicano un icono de su generación? Su rebelde forma de ver el mundo, sugiere la poeta Elsa Cross.

José Agustín, 1944-2024. (Fotoarte: Moisés Butze)
Elsa Cross
Ciudad de México /

La mirada entera de perfil

Conocí a mis queridos compadres José Agustín y Margarita en octubre de 1963, en el taller de Juan José Arreola. Yo tenía 17 años y estaba terminando la preparatoria en una escuela de monjas. Ellos me parecían más jóvenes que yo, como si fueran de secundaria; se veían muy, muy chavos. Me costó trabajo creer que estaban ya casados, y me resultó inverosímil que fuera el segundo matrimonio de José Agustín.

Luego supe que el primero, cuando Agustín tenía apenas 16 años, había obedecido en gran parte a que en aquella época uno era mayor de edad hasta los 21 años, a menos que se casara antes. Y el amistoso matrimonio con Margarita Dalton, hermana del guerrillero salvadoreño Roque Dalton, le dio a la pareja esa oportunidad, pues querían irse a Cuba. La Revolución acababa de triunfar, y Agustín se unió a la brigada de alfabetización Conrado Benítez. Cuando él me contó esto, tiempo después, me llenó de admiración pues era en lo que yo soñaba cuando tenía 15 años: ir a Cuba a alfabetizar, o a sembrar, o a la zafra —o a un kibutz en Israel— cosas que solo hicieron reír a mi padre cuando se las propuse, con toda seriedad.

Algo que compartíamos Agustín y yo era que nuestros papás eran pilotos aviadores. Incluso se habían conocido cuando volaban en Mexicana de Aviación —mi padre emigró después a Aeroméxico—y se tenían mucho afecto. Alguna vez comentamos Agustín y yo que tal vez el hecho de que ellos viajaran todo el tiempo, viendo constantemente otros paisajes, ciudades, gente, otros climas, hacía que los pilotos —al menos los nuestros— fueran más alivianados y tuvieran una mentalidad mucho más abierta que la de casi todos los padres feudales de esa época.

José Agustín contaba que desde su primera adolescencia (me imagino que esto quería decir 10 u 11 años) aprovechaba los frecuentes viajes de su papá a Estados Unidos para encargarle un montón de discos y revistas de rock. Y desde entonces empezó a reunir una impresionante discoteca y discografía de rock, blues y también jazz, country y otros géneros, y obtuvo un gran conocimiento y un oído muy crítico, sobre todo para el rock, que en gran parte prefería. Volveré sobre esto.

Pero hablaba del taller. En aquella época José Agustín estaba trabajando en su primera novela, La tumba. Tengo idea de que se había publicado en algún lado una primera versión, y estaba revisándola para hacer una edición más seria. A Arreola ese texto le producía un intenso horror y fascinación. Comentaba: “¡Cuántas barbaridades dice usted! Pero están muy bien escritas”. Le gustaba mucho la agilidad del relato, el desparpajo, la irreverencia. Quizá le recordaba los mismos rasgos del niño terrible de La feria, su gran novela sobre Zapotlán, que entonces estaba a punto de publicarse. El maestro trataba a veces, sin éxito, de que José Agustín moderara un poco el lenguaje —que era insólito y excesivo para la época— o algunos detalles de la anécdota. Quiso incluso que le cambiara el nombre al personaje femenino, que se llama Elsa-Elsa. “No vaya alguien a pensar que se trata de usted”, dijo, volteándome a ver, en una sesión. Y Agustín comentó que no iba a cambiar el nombre del personaje, pues la novela la había escrito antes de conocerme. Fue seguramente una respuesta cortés, porque muy bien pudo haberle dicho: “¿Cómo se le ocurre que alguien vaya a pensar que esta chava, que se viste como monja, sea el personaje de La tumba?

Tiempo después, alguien me preguntó, de broma, si yo era la Elsa-Elsa de La tumba, y años más tarde todavía, alguien me preguntó, en serio, si yo era el personaje de Ciudades desiertas: una poeta mexicana, con un matrimonio en crisis, becada en un programa de escritores en Estados Unidos. Se trataba del International Writing Program de la Universidad de Iowa —mismo que los becarios de mi generación rebautizaron como International Drinking Program, dados los constantes cocteles, cenas y eventos donde proliferaba el uso y abuso del alcohol. Yo los veía emborracharse, pues estaba en una etapa muy ascética. Y otra vez, nada que ver con el personaje.

José Agustín, que entonces vivía en Estados Unidos, había estado en Iowa cuatro años antes que yo, con Margarita y los dos niños mayores —hasta donde recuerdo, Tino todavía no nacía—, y quedaron huellas de su paso por el programa. Quienes lo administraban eran Peter y Mary Nazareth, que con nombres tan santos eran una pareja que provenía de familias de la India, pero católicas, y habían nacido en África —Peter en Uganda y Mary en Tanzania—, tenían nacionalidad británica y vivían en Estados Unidos. No sé si con todo esto tendrían algún problema de identidad; pero eran las personas más cálidas y generosas, más confiables y eficientes. Y Mary Nazareth todavía recordaba, cuando yo estuve allí, algunas veces en que ofreció quedarse con los niños como baby-sitter para que Agustín y Margarita pudieran asistir a algún evento, y dijo que nunca en toda su vida había visto ni se imaginaba que pudieran existir niños tan terribles e imparables como Andrés y Jesús —mi ahijado—, y lo peor de todo, tan adorables. No podía reprenderlos después de que rompían cosas y hacían un montón de barbaridades, porque volteaban a verla con caritas totalmente angelicales.

Y encontré en mi biblioteca, bastante mermada en algunas secciones, después de dos divorcios, esta dedicatoria de José Agustín en Inventando que sueño: “Para Elsa Elsa Cross Cross (repito los nombres porque tratándose de una autora debidamente laureada, el nombre vale el doble) con mucho agradecimiento porque hayas venido a esta nefasta firma, con mucho entusiasmo porque te está yendo a toa maye, y en fin, porque te estimo horrores y porque espero que este engendro no te resulte espantoso. Chiao, Agustín”. (Comento que ni remotamente la firma fue nefasta ni el libro era ningún engendro) Y luego estaba la fecha: junio del 68, justamente cuando se estaba ya desencadenando todo el movimiento que desembocó en el 2 de octubre.

José Agustín tenía entonces un programa de televisión que se llamaba Happenings à go-go, donde había música y diversas cosas. Tal vez en julio o agosto, en una ocasión en que tocaba Javier Bátiz, me invitó a leer poemas. Yo quise leer un poema, “A quien corresponda”, bastante malo como poesía, pero que se refería a todo lo que estábamos viviendo ya: la represión creciente y la sempiterna corrupción, malevolencia y estupidez del gobierno, que tenía a todo el mundo hasta el gorro. El poema era bastante explosivo, y no había leído ni la mitad cuando sonó el teléfono en el estudio, y en ese momento cortaron en seco la transmisión y cancelaron definitivamente el programa. Así estaban las cosas.

El poema no podía siquiera prever lo que unos dos meses más tarde pasó en Tlatelolco. Y al 2 de octubre siguió, si no la muerte, por lo menos tortura, simulacros de fusilamiento, cárcel o desbandada para muchos compañeros, y una depresión colectiva. Acababan de pasar las protestas en París, la invasión soviética a Praga, y el País Vasco era un polvorín. Seguían, además, los estragos de la guerra de Vietnam. Que como protesta se hubieran auto-inmolado prendiéndose fuego varios monjes budistas en Vietnam, así como cuatro o cinco muchachos en Checoslovaquia y Hungría, Jan Palach, el primero de ellos, era algo que lastimaba enormemente y ponía en evidencia la necesidad de un cambio radical.

Junto a todo esto, seguía el incontenible, inagotable movimiento de rock en Inglaterra y Estados Unidos, que se extendió a muchas partes, abriendo otras posibilidades de entendimiento y de respuesta. Una clave fue que empezaran a aparecer, junto a las pintas psicodélicas de “Peace and Love” y de “Flower Power”, otras con la palabra “Revolution”, a la cual se le había tachado la “r”, para que quedara “evolution”: Evolución. Eso era todo. De nada iba a servir tanta lucha ni tanta violencia mientras no hubiera una evolución interior en las personas. Y esto conserva una vigencia total.

Siento que aquí se encuentra el núcleo más poderoso de la obra de José Agustín: en esta búsqueda de una evolución. Si bien pudo ir acompañada del otro consabido slogan hippie de “sexo, drogas y rock and roll”, que se hace presente en sus libros de diversas maneras, jamás se detuvo allí. Eso era sólo como el perfil; no el rostro entero. Eran acaso las fórmulas más obvias de un cambio profundo que implicaba una ruptura con todo un esquema de valores y un orden político y social ya agotado, y también con la literatura precedente. Quizá podría tratarse a veces de una evasión o un reventón, pero había detrás una búsqueda mucho más seria.

Y sobre el slogan, el sexo era inherente a la edad, y en esa época fue cuando se gestó el cambio más grande en ese sentido, pues los anticonceptivos liberaron de tutelas y monsergas a muchachas que por lo general no tenían más opción que seguir constreñidas a las normas convencionales, y empezó a haber también una gran apertura hacia lo que ahora se denomina comunidad LGBT+.

En lo que toca a las drogas, eran básicamente psicotrópicos, las llamadas sustancia psicodélicas, de las que hay gran abundancia en México, y que no son adictivas, ni nocivas físicamente —a diferencia de las sustancias verdaderamente criminales que proliferan hoy— y lo que hacían aquellas era propiciar aquella expansión de la conciencia de la que tanto se habló, y que en ocasiones podía equipararse a lo que pueden producir ciertas prácticas rituales o ascéticas, o estados de meditación profunda.

Internamente, abrían un universo que era impredecible y también podía ser peligroso, pues nadie sabía con qué demonios interiores se iba a topar, o cómo lidiar con ellos; si iba a ir a dar a una especie de cielo, o a parajes de la infancia, o a sitios desolados, o a dónde. Con la información debida se convertía en una exploración de la propia mente y del acervo subconsciente, que afloraba de formas imprevistas. Desde luego que hubo quien se afectara, al no poder descifrar lo que le ocurría; pero a partir de una experiencia de ese tipo, también podían hallarse diversas respuestas y claves para la propia vida.

En esta época, Juan Tovar y yo frecuentábamos mucho a José Agustín y Margarita. Compartíamos muchas lecturas, mucha música y viajes; había constantes conversaciones, también con otros amigos comunes. Tengo una enorme deuda hacia todos ellos, y en especial hacia José Agustín, pues todas esas experiencias e intercambios fueron muy enriquecedores en mi propia formación.

En esa época adquirieron gran sentido Las puertas de la percepción, de Aldous Huxley, y muchísimos libros de Carl Gustav Jung, incluidos sus prólogos a obras de sabiduría oriental, como el I Ching y el El secreto de la flor de oro, chinos, o varios libros de budismo tibetano. También leíamos la Bhagavad Gita y algunas Upánishads. Mircea Eliade era una lectura frecuente, así como textos de Robert Graves y los estudios sobre los hongos enteógenos de Gordon Wasson, que era conocido como el Gordo Guasón en la Sierra Mazateca. Y llegó a haber incluso una edición que hizo Timothy Leary del Libro tibetano de los muertos adaptado como guía para un viaje en LSD, pues afirmaba que el estado de la mente después de morir era el mismo.

De maneras más y menos claras, todo esto, que echaba por tierra un estereotipo tras otro y permitía descubrir otras formas de percepción, que a su vez daban origen a otros esquemas de pensamiento se reflejó en la narrativa de José Agustín. Bajo esta óptica siento que en muchos de sus libros hubo subliminal —y tal vez inconscientemente— un tremendo trabajo, casi como de picar piedra, para abrir otras vías en un público más amplio y poco cercano a la literatura.

En cuanto al rock, estaba en su apogeo, y no era cualquier cosa. Se desató una creatividad incesante, en muchos campos. Cada mes salían dos o tres nuevos grupos. Desde luego que había un montón de grupos malísimos, que brotaban como hongos —ni siquiera alucinantes— que después de uno o dos discos se marchitaban discretamente; pero llegó a haber al menos unos treinta grupos de primera, tanto en la música y la producción técnica, en general, como en las letras de las canciones, que a veces eran verdaderos poemas. Así como las grandes portadas de los discos llegaban a ser obras de arte. En algún momento yo pensé incluso hacer mi tesis de licenciatura en filosofía sobre todo ese fenómeno. También había detrás una ideología que ahora siento que fue una de las más grandes utopías del siglo XX.

José Agustín y Juan Tovar estaban muy atentos a todo lo que iba apareciendo. Los dos hicieron mucha crítica de rock en esa época —sin duda la mejor y más informada—y con frecuencia traducían las letras, pues a todo el mundo le fascinaban las canciones, pero pocos podían entender realmente lo que decían. Todo eso se publicó, yo creo que desde 1967 hasta 1972 o 73, más o menos, en el suplemento de espectáculos de El Heraldo, donde trabajaba Juan. Sería una estupenda labor de rescate y una buena tesis para algún chavo de letras reunir y estudiar todos esos materiales. También es imprescindible rescatar la obra pictórica de Augusto Ramírez, muy importante por sus temas y su impecable factura. Augusto (Guti) fue el hermano mayor de José Agustín, a quien se debieron muchas portadas en sus libros. Y siguiendo con los rescates, es imprescindible que se reúna toda la obra de José Agustín en ediciones asequibles.

Esto que he mencionado, que en alguna medida me tocó ver y compartir, es un posible contexto para aspectos del trabajo de José Agustín en aquella época. A distancia, siento que su obra representa un punto de inflexión, un paso irreversible en la literatura mexicana, por sus posibilidades expresivas, de enorme dinamismo y flexibilidad, que crean un juego incesante entre lenguaje, situaciones, planos de acción. El ritmo narrativo, impuesto por una vitalidad desbordante, hace que al leer cualquiera de sus textos, uno descubra, después de muchas décadas, que están tan frescos y tan jóvenes como cuando fueron escritos y que la ruptura que representaron en un comienzo, en un proceso que ha seguido en marcha en nuestra literatura y nuestra sociedad.

AQ

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