Vera aprendió el verdadero significado de la libertad muy joven. Su padre le enseñó el meollo de la vida desde los siete años, cuando le repetía con insistencia: “decidirás, o decidirás que decidan por ti, pagando la cuenta de las consecuencias”. Ese pareció ser para ella el significado real del libre albedrío. El hombre severo, estricto en sus formas y un tanto distante en los afectos que profería hacia la hija, fue sin duda su primer maestro; después tuvo muchos más, unos menos significativos que otros.
Un día escuchó a uno de esos “educadores” de bachillerato, que ella consideraba muy mediano y no admiraba en absoluto, decir su primera y única frase luminosa en todo el semestre. El hombre, con ese tono tedioso que lo caracterizaba, comentó al entonces apático grupo de adolescentes al que pertenecía Vera que, como escribió Sartre, “el hombre estaba condenado siempre a su propia libertad, incluso, si se tenía terror por enfrentar una decisión en la vida, en ese momento también se estaba decidiendo dejar en otros la mano de nuestra decisión”.
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Vera recordó entonces la enseñanza de su primer maestro alrededor de la libertad, recordó el sentido originario de lo que su padre deseaba que ella aprendiera desde el ejemplo y sin la pedantería de Sartre. Esa misma enseñanza que ahora, en su tránsito de niña que se convertía en mujer, le transmitía pero de otra manera, oprimiéndola cada vez que deseaba hacer uso de su libertad para llegar tarde de una fiesta, a lo que él, sin ninguna amabilidad lúdica, le reprendía que si quería ser libre tendría que costarle y que “cuando pudiera pagar su libertad entonces podría hacer y llegar a la hora que quisiera”. A muy temprana edad, Vera se pagó su libertad, saliendo de la casa paterna antes de entrar a la universidad. Muy agradecida con su primer mentor, hizo de la libertad, aprendida a veces de manera amorosa, a veces con penurias, al pagar la renta, la guía para su vida.
Vera tomó el estandarte de la filosofía, una filosofía muy particular, como esa pronunciación que hablaba de los interiores psíquicos de la vida, de los afectos, de la sexualidad, del sentir ante la muerte, de lo que los psiquiatras llaman hipomanía, pero quizá desde la filosofía podría considerarse una creatividad exacerbada. O la melancolía de hace dos siglos, que en la actualidad llaman depresión, pero que la filosofía podría pensar como falta de sentido, e incluso dar una propedéutica para evaporar la tristeza.
Vera ejerció así la filosofía como esa pasión por romper todo dogmatismo o explicación del mundo que pretendiera canonizar explicaciones universales. Aguerrida ante el pánico que causan las diversas formas que un hombre o una mujer elige para existir, vio en la filosofía una práctica de la libertad, el himno contra los prejuicios, contra la intolerancia, contra la homofobia, contra las interpretaciones últimas y definitivas de cómo debe comportarse quien sea. La filosofía como una disrupción, en el radical sentido nietzscheano, ante esa moral única, en la cual no hay verdad absoluta, sino meras interpretaciones. La filosofía como libertad de ser y elegir lo que uno quiera, asumiendo que en las consecuencias de ello nunca habrá gratuidad.
II
En Tecnologías del yo, Foucault escribió que los primeros maestros griegos, fundadores de la filosofía, no eran simplemente recolectores de teorías o emuladores de ideas ajenas, sino compañeros en algún momento de vida del discípulo, profesores de sabiduría práctica. Su enseñanza trascendía el ámbito meramente escolar, se erigía “en la capacidad del maestro de guiar al discípulo hasta una vida feliz y autónoma a través del buen consejo”. La enseñanza del maestro griego era sin duda una transmisión de conocimientos, pero en el sentido más amplio del término, una que no excluía los afectos, el ejemplo con actos ni la cercanía personal con el discípulo.
Escribía Marco Aurelio cartas a su “más dulce maestro”, un recuento de sus actividades diarias, como la escritura, el trabajo físico, la reflexión sobre las nimiedades cotidianas, el cuidado de su cuerpo. Un “examen de conciencia” que, como dirá Foucault, implicaba un aprendizaje práctico y amoroso de la sabiduría. Aunque se dice que los tiempos han cambiado en las relaciones entre alumnos y maestros, no hay que negar que algunas veces aquel arte griego de enseñar se trasladaba también al plano carnal, convirtiéndose en un arte erótico: “le doy a mi maestro más querido un relato de lo que he hecho durante el día, y aunque pudiera echarlo más de menos, no podría sufrir más por desperdiciar sus enseñanzas. Donde quiera que estés, mi dulce vida, mi amor, mi alegría. ¿Cómo está la cosa entre tú y yo? Te quiero y estás lejos”.
Si hemos de recuperar algo de este romanticismo escolar, más allá del espanto ético que produce el abuso de poder, es que la docencia es también esta transmisión fundada, si se quiere, en ese “amor congelado” que implica la admiración mutua entre discípulo y maestro, que inspira a ambos a sentirse implicados con intensidad afectiva en la labor compartida del aprendizaje. La transferencia como esa indómita trampa del Eros, fiel pretexto para despertar de nuevo, como escribe Zweig, “la fecunda semilla de la creación”.
Recuerdo a Heidegger en una de las primeras cartas que dirigía a su alumna, la gran filósofa del siglo pasado Hannah Arendt: “¿por qué el amor es tan rico y supera todas las dimensiones de las otras posibilidades humanas?, y ¿por qué supone una carga dulce para quienes afecta? Porque nos convertimos en eso que amamos y, no obstante, seguimos siendo nosotros mismos”. Este amor que los excedía, que superaba cualquier otra de sus actividades, esa “carga dulce” que los unía, era la filosofía como forma de vida: un saber que él legaba a ella como la fecunda patria de la inteligencia, del pensamiento que no envejece.
ÁSS