Los hombres y las mujeres/ II

Ensayo

Es necesario insistir en que las aún enormes diferencias observables entre ambos géneros en la realidad cotidiana no pueden tolerarse ni solaparse.

Hombres y mujeres somos no idénticos, sino iguales. (Generada por DALL E)
Guillermo Levine
Ciudad de México /

En la primera parte de este escrito se ofrecieron seis argumentos para mostrar la superioridad de las mujeres en diversos aspectos: 1) biología, 2) esperanza de vida, 3) potencia sexual, 4) complejidad sexual, 5) naturaleza de la atracción y 6) el temor al rechazo que en los hombres causan las mujeres (y sus infortunadas consecuencias).

La intención de esas tesis fue para llegar ahora a una conclusión que me ha impactado desde que la conocí —aunque sigo sin entenderla: ¿Por qué si las mujeres son superiores, no actúan como tales? ¿Por qué tantas suelen depender psicológicamente de los hombres? ¿Por qué la vida de cualquier hombre puede en general concebirse en forma independiente de ellas, pero la vida de muchas mujeres se asocia desde niñas con la de “su” hombre? Y no estoy hablando de las fantasías románticas (en sus versiones masculina y femenina, que son diferentes aunque ambas existen), sino de una aparente “pulsión existencial”, si pudiera usarse ese término. En general, los niños no quieren casarse cuando crezcan (más bien desean actuar sobre el mundo: ser bomberos, o pilotos o jugadores de futbol), y al menos en muchos estratos socioculturales, las niñas sueñan con su mágica boda. Durante buena parte de la historia, la liga del niño con la mujer se ha asociado con la futura necesidad de tener una familia y “trascender” (independientemente de lo que eso sea); la liga de la niña con el hombre ha estado cercana con la futura necesidad de ser.

En términos filosóficos, a un hombre ser hombre le cuesta trabajo, sí, pero a una mujer ser mujer le costará mucho más esfuerzo porque, además de las terribles asimetrías de la vida cotidiana, tiene que aprender (y muchas nunca llegan a hacerlo) a vivir una vida existencialmente autónoma. Y vaya que la independencia existencial es la clave de la vida adulta, y casi nadie —hombre o mujer— lo consigue; pero a los hombres eso no les impide funcionar en forma más o menos independiente y seguir actuando sobre el mundo, o al menos no de la misma ¿injusta? forma que a las mujeres.

Habría mucho más que decir (¡o quejarse violentamente!) sobre este tema, pero prefiero pedir al lector seguirlo pensando. (Nota amplia: “lector” en español es un sustantivo neutro —aunque simplonamente parece masculino, pero no lo es— y por su definición misma abarca tanto a mujeres como a hombres, pues no es específico. En cambio, “lectora” única y selectivamente se refiere a ellas, como sucede con prácticamente todos los demás sustantivos comunes.)

Las diferencias

Por otra parte, sí hay más que comentar acerca de la “guerra de los sexos”, entendiendo por esta (a veces jocosa) expresión una en apariencia insalvable brecha entre cómo perciben el mundo y la vida ambos “bandos”.

Desde más de un punto de vista, pareciera cierta la afirmación de que hombres y mujeres pertenecen a subespecies diferentes, pues suelen observar las cosas y las situaciones en formas disparejas, e incluso a veces reaccionan en modos contrarios. También se han detectado sutiles diferencias de género en algunas estructuras cerebrales, aunque nada de esto signifique que una de las dos variedades sea mejor que la otra: somos iguales, aunque no idénticos.

Estas diferencias se reflejan en la desproporcionada importancia que para los hombres tiene el aspecto visual de la atracción por el sexo opuesto, que para las mujeres es relativamente menor. No es casual que haya toda una gigantesca industria mundial de sitios, películas y revistas con fotografías de mujeres desnudas, y que a cualquier varón adolescente eso lo vuelva loco, mientras que al revés el atractivo resida en aspectos bastante más complejos o sutiles, como por ejemplo que el hombre sea "inteligente", o tenga sentido del humor o cosas que sí demandan esfuerzo específico de su parte pues no son regaladas. Para los hombres la importancia de la figura de la mujer es fundamental, y ni siquiera hace falta que esté viva o presente, pues una foto (o hasta un simple dibujo) basta para al menos en forma inicial llenar sus expectativas.

Esa desmedida asimetría tiene efectos inmediatos, claro: la importancia que las mujeres dan a la ropa, por ejemplo, o a su apariencia (pues igualmente hay toda una gigantesca industria mundial de cosméticos y similares), no deja de ser un reflejo de que saben cómo afecta eso a sus contrapartes y están más que dispuestas a aprovecharlo. El ahora caído en desgracia apelativo de "sexo bello" es literalmente real para ambas partes: una admiradora y la otra en principio poseedora de esa ventaja competitiva, que constituye un verdadero activo cuantificable en la lucha por conseguir pareja.

Pero lo anterior tiene otras características también, unas positivas y otras no. Por el lado amable, las mujeres cuentan de entrada con un atractivo gratuito que les da puntos extra en la carrera, sin haber tenido que hacer mayor cosa por obtenerlos. Toda mujer en principio es agradable a los ojos de los hombres, sin que deba esforzarse demasiado por lograrlo.

Por el lado negativo, los hombres suelen ser bastante burdos y precipitados, y sus pulsiones los hacen violentar los límites de la admiración para convertirla, de forma estúpida, en agresión, con lo cual ambos lados pierden: lo que bien podría ser un juego en el cual unas son admiradas y otros son admiradores respetuosos acaba convertido en una obscura competencia por agredir la belleza y terminar por ahuyentarla, pues a ninguna mujer le gusta recibir amenazas e injurias por el simple hecho de pasar por la calle.

De esa idiota forma los hombres pisotean la maravilla que espontáneamente tienen a la vista, y el resultado es que todos pierden: la mujer se vuelve temerosa de aparecer como ser bello a los ojos de los (y las) demás, y los agresores se quedan sin la gratuita satisfacción de ser cuidadosos y respetuosos. Aunque desde hace algún tiempo no es “políticamente correcto” hacerlo —y hasta algunos pugnan por volverlo un delito—, una agradable y silenciosa mirada no tiene por qué molestar a nadie si es el resultado genuino de esa admiración espontánea que las mujeres causan en los hombres, como mostraba la letra de una tontuela canción que Rocío Dúrcal popularizó en los años 60: “Los piropos de mi barrio, los guardo en mi corazón”, y que ahora suena casi como si fuera una injuria. Sin embargo, muy pocas veces sucede así con la admiración, y más bien se convierte en acoso y en groseros comentarios soeces que sólo obtienen lo contrario de lo que buscaban... o peor.

Como bien sé lo que este párrafo pudiera ocasionar, a título personal aclararé que parte central de la real asimetría consiste en el nada feo ni malo hecho (¡al contrario!) de que para los hombres la mujer es una figura bella además de ser una persona (no en lugar de ser una persona, lo cual sí sería despectivo e inaceptable), y eso puede beneficiar en forma considerable a ambos lados: uno aparece con gusto y el otro lo agradece encarecidamente. Ambos ganan (agrado y autoestima, por un lado; aprecio por el otro).

Sospecho que si se enseñara esta teoría a todos los jóvenes hombres y mujeres en las escuelas, el mundo sería un lugar muy diferente...

De este entendimiento se desprenden asimismo otras consideraciones de valor práctico, referentes a la eterna queja de la mujer cuando su pareja voltea espontánea y gustosamente a ver a la atractiva muchacha que pasa junto a ellos en la calle. El (fallido) razonamiento es más o menos el siguiente: ella piensa que si él mira a otras, eso significa que no le basta con su presencia, y él siente entonces que debe disimular o esconder su genuina admiración, pero con esto ambos pierden, cuando las cosas podrían ser diferentes si se respetaran, reconocieran y aprovecharan los contrastes.

En la gran mayoría de la población, y sin que por necesidad uno de los dos lados esté mal o excluya al otro, la fantasía del hombre suele referirse a todas las mujeres, mientras que la de ella tiende a enfocarse en su hombre (aunque ni siquiera exista todavía). Además, por supuesto, cuando la pareja se establece sucede que ni ella es todas las mujeres ni él resulta ser ese compañero perfecto.

¿Se podrá hacer algo al respecto?

Una posible respuesta positiva estaría sustentada tanto en la potencia de la imaginación compartida como en la deseable disminución del egocentrismo de ambos participantes, para estar en disposición de renunciar a la convicción absoluta de que su perspectiva es la correcta y por ende el otro lado debería (o podría) dar más de sí para mejorar las cosas.

Las diferencias de perspectiva no van a desaparecer, pues en todas las sociedades existen, son innegables y no se pueden reducir a meros actos de voluntad o presión política, por lo que bien valdría la pena intentar algo más inteligente y respetuoso de los disímiles modos de ser, en el sentido de aprovechar la real y efectiva capacidad de ella para convertirse en esa multiplicidad de mujeres anhelada por la imaginación masculina, porque para intentarlo tan sólo se requiere dejar abierta la entrada a las palabras (y lo que éstas evocan y producen) dentro de la relación de la pareja, sabiendo además que en ese juego de ensueños ninguno queda derrotado ni pierde su espacio ante el otro… suponiendo que las dos personas adultas pudieran establecer libremente esa comunicación sin que sus limitaciones de educación o sus egos destruyeran el proyecto común.

Para volverlo a decir: por supuesto que es necesario insistir en que las aún enormes diferencias observables entre ambos géneros en la realidad cotidiana no pueden tolerarse ni solaparse, y ante ello debemos mucho más que levantar la voz. En la base misma del feminismo está el que hombres y mujeres somos iguales (no idénticos, sino iguales), y por ello es indispensable aplicar toda consideración de tipo social, laboral, económica, legal y similares por igual y sin distinción para ambos géneros, con políticas públicas específicas para legislar, cuidar, y proteger como diferenciaciones mínimas las etapas previas y posteriores al parto —¡de las que depende nuestra especie!— al igual que garantizar los cuidados de la primera infancia, o aplicar políticas y medidas sociales para compensar los efectos de los anteriores tratos desiguales. Nos falta mucho trecho para conseguirlo, y no debemos ni podemos bajar la guardia. Hombres y mujeres, todos podemos ser ganadores.

AQ

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