Rebelión en Birmanía
Ambientada en Birmania durante los años de dominio imperial británico, esta es la primera novela de George Orwell. Su protagonista, el señor Flory, es el representante de una empresa maderera relegado a una remota provincia. Su apertura de miras hacia los nativos lo acerca al doctor Veraswami, quien tras caer en desgracia ante U Po Kyin, el poderoso y corrupto submagistrado local, necesita su patrocinio para formar parte del club social de Kyauktada, hasta ahora un reducto de los blancos. Por otra parte, la llegada de Elizabeth Lackersteen, una joven encantadora y caprichosa, provocará un terremoto en la pequeña comunidad.
Fragmento
U Po Kyin, juez de subdivisión en Kyauktada, al norte de Birmania, estaba sentado en su terraza. Eran solo las ocho y media, pero del mes de abril, y la pesadez en el aire ya anunciaba las largas y sofocantes horas del mediodía. Los débiles e infrecuentes soplos de aire, frescos en comparación, agitaban las recién regadas orquídeas que colgaban del alero. Más allá de las orquídeas se podía contemplar el curvo y polvoriento tronco de una palmera contra un cielo de brillante azul marino. En las alturas, tan alto que deslumbraba dirigir la vista hacia ellos, algunos buitres describían círculos en el aire sin apenas agitar sus alas.
Sin parpadear, casi como un dios de porcelana, U Po Kyin dirigió su mirada hacia la ardiente luz del exterior. Tenía unos cincuenta años y estaba tan gordo que llevaba mucho tiempo sin poder levantarse sin ayuda de una silla, no obstante resultaba bien formado e incluso bello en su grosor; pues los birmanos no se hinchan como los hombres blancos, sino que engordan de forma simétrica, como frutos madurando. Su cara era ruda, amarillenta y sin apenas arrugas, con ojos de color bronce. Sus pies —encogidos, arqueados y con todos sus dedos de igual largura— estaban desnudos al igual que su rasurada cabeza y vestía con uno de esos longyis de Arakan con cuadros en vivos verdes y rojos púrpura que los birmanos llevan en las ocasiones informales. Masticaba hojas de betel que sacaba de una caja lacada situada encima de la mesa y pensaba en su pasado.
Había sido una vida de éxito deslumbrante. El primer recuerdo de U Po Kyin, allá por los años ochenta, era el de un niño barrigón y desnudo observando la entrada victoriosa de las tropas británicas en Mandalay. Recordaba el terror que le producían aquellas columnas de imponentes hombres en uniforme rojo, con sus rostros sonrosados bien alimentados con carne de vaca; sus largos fusiles sobre los hombros, y el rítmico y pesado caminar de sus botas. Había huido tras observarles unos minutos. A su manera infantil había entendido que su propia gente nunca podría compararse con esa raza de gigantes. Ya desde niño, luchar junto a los británicos y convertirse en un parásito entre ellos llegó a ser su principal obsesión.
A los diecisiete años había intentado sin éxito trabajar para el gobierno. Demasiado pobre y sin relaciones para conseguirlo, había tenido que colocarse durante tres años en el maloliente laberinto de los bazares de Mandalay, como empleado para los comerciantes de arroz, a los que robaba cuanto podía. A los veinte años, un golpe de suerte en forma de chantaje le consiguió cuatrocientas rupias, con las que de inmediato viajó a Rangún para comprar un puesto como funcionario administrativo. El trabajo era lucrativo pese a su reducido salario. En aquel momento un grupo de funcionarios conseguía ingresos estables apropiándose de materias de los almacenes del gobierno, y Po Kyin (aún era simplemente Po Kyin; la U honorífica le fue añadida años después) tenía una tendencia natural hacia este tipo de negocio. Sin embargo, también tenía demasiado talento como para pasarse la vida como un simple funcionario administrativo, robando tristes cantidades de annas y pice. Un día llegó hasta él la noticia de que el gobierno, escaso de oficiales de grado inferior, iba a nombrarlos entre sus administrativos. En una semana esta decisión sería pública, pero si Po Kyin tenía una cualidad era la de estar informado al menos una semana antes que los demás. Vio su oportunidad y denunció a sus asociados antes de que pudiesen darse cuenta. La mayoría fueron enviados a la cárcel mientras Po Kyin era nombrado oficial ayudante municipal en recompensa por su honestidad. Desde entonces no había dejado de ascender. Ahora, a los cincuenta y seis años, era juez de subdivisión y probablemente pronto sería ascendido a segundo vicecomisionado, con ingleses a su mismo nivel e incluso bajo sus órdenes.
Como juez sus métodos eran simples. No se dejaba sobornar por la decisión de un caso, pues sabía que un magistrado que juzga erróneamente antes o después es atrapado. Su método, mucho más seguro, consistía en aceptar sobornos de ambas partes para luego tomar la decisión según los términos legales establecidos. Esto le consiguió una beneficiosa reputación de imparcialidad. Además de los ingresos que le proporcionaban las partes litigantes en los casos, U Po Kyin exigía implacablemente un impuesto, una especie de programa propio de tasas, a todas las aldeas bajo su jurisdicción. Si cualquiera de ellas no pagaba, U Po Kyin tomaba medidas represoras —grupos de dacoits atacaban la aldea, apresando a los líderes de la misma— de forma que siempre poco después el importe era íntegramente satisfecho. Así mismo fue partícipe en todos los robos a gran escala que tuvieron lugar en el distrito. Por supuesto, la mayor parte de esto era por todos conocido excepto por los oficiales superiores de U Po Kyin (ningún oficial británico creería nada contra sus propios hombres), sin embargo todo intento por incriminarle resultó invariablemente infructuoso. Sus seguidores, leales a cambio de compartir una parte del botín, eran demasiado numerosos. Cuando una acusación le salpicaba, U Po Kyin simplemente la desacreditaba con un buen número de testigos sobornados para posteriormente contraatacar con acusaciones que terminaban situándole en una posición más fuerte que al principio. Era prácticamente invulnerable, porque era demasiado juicioso como para utilizar cualquier instrumento erróneo, y también porque estaba tan inmerso en las intrigas que nunca podía permitirse caer en ningún descuido o desconocimiento. Se podía decir con casi total seguridad que nunca sería descubierto, que continuaría de éxito en éxito y finalmente moriría como un hombre honorable y con una fortuna valorada en varios lakhs de rupias.
Incluso más allá de la tumba su éxito continuaría. Según la creencia budista, aquellos que han hecho el mal en sus vidas se reencarnarán en la forma de una rata, una rana o algún otro animal inferior. U Po Kyin se consideraba un buen budista y como tal se proponía poner los medios para evitar tal peligro. Dedicaría sus últimos años a las buenas acciones, con lo que acumularía suficientes méritos para compensar el resto de su vida. Seguramente sus buenas acciones tomarían forma en la construcción de pagodas. Cuatro, cinco, seis, siete pagodas —los sacerdotes le indicarían cuantas— en piedra tallada, con tejados dorados y pequeñas campanas que repicarían al viento, cada repique una oración. De esa forma él podría volver de nuevo a la tierra en forma humana y masculina —porque una mujer está aproximadamente al mismo nivel de una rata o una rana— o en el peor de los casos en la forma de una bestia dignificada tal como un elefante.
George Orwell: Los días de Birmania, DeBolsillo, México.
Británicas en Oriente
Este libro recoge las vidas apasionantes vidas de mujeres atraídas por el mundo árabe que dejaron su huella en Oriente Próximo: lady Mary Montagu, la primera occidental en acceder a los harenes otomanos, la excéntrica lady Hester Stanhope, la hermosa lady Jane Digby, que vivió una apasionada historia de amor con un jefe beduino o, ya entrado el siglo XX, otras audaces exploradoras, arqueólogas y espías al servicio del Imperio Británico como Gertrude Bell, que en calidad de secretaria para Oriente ayudó a trazar las fronteras del actual Irak, la incansable Freya Stark y la famosa escritora de novelas policíacas Agatha Christie.
Fragmento
El palacio de Topkapi Sarayi, rodeado de jardines y pabellones, se levanta sobre una colina desde donde se divisa una extraordinaria panorámica del Bósforo, el Cuerno de Oro y el mar de Mármara. En 1453 el sultán Mehmet II el Conquistador tomó Constantinopla y la convirtió, tras cambiar su nombre por Estambul, en la capital del Imperio Otomano. No pudo encontrar un emplazamiento más hermoso y privilegiado para construir su residencia imperial sobre las ruinas de la acrópolis de la antigua Bizancio. Durante los cuatro primeros siglos de dominio otomano, este gran palacio rodeado de murallas fue el centro de poder de los sultanes, el lugar donde vivían alejados del mundo exterior y entregados a sus placeres cuando no se encontraban de campaña. Ningún europeo, salvo los embajadores acreditados ante la Sublime Puerta —como era conocido el gobierno otomano— que eran recibidos en audiencia por el sultán, podía acceder más allá de la Puerta de la Felicidad, contigua al Salón del Trono. En aquel laberinto de patios, quioscos, salones ricamente decorados, corredores y pasillos había un lugar que hacía volar la imaginación de los viajeros: el harén. Tras sus inaccesibles puertas, se encontraban las estancias donde vivían la sultana valide —la madre del sultán— que gobernaba el harén, las esposas y las concubinas, atendidas por una corte de esclavas y eunucos negros. En el siglo XVIII el harén imperial llegó a albergar hasta ochocientas mujeres distribuidas en sus trescientas habitaciones.
Lady Mary Wortley Montagu, esposa del embajador inglés ante el Imperio Otomano en 1717, fue la primera persona europea que accedió a las habitaciones secretas de los harenes del sultán otomano. La dama visitó durante su estancia en Estambul los interiores de cuatro harenes de importantes damas turcas, entre ellos el de la sultana Hafise, viuda de Mustafá II. En las cartas que la embajadora envió a sus amigos de Inglaterra describía con detalle estos espacios prohibidos a los hombres —salvo al esposo, los bufones y los eunucos negros—, donde era recibida por mujeres ricamente ataviadas en habitaciones de techos dorados y paredes revestidas de nácar y marfil, e invitada a comer con cuchillos de oro y mango de diamantes en manteles de seda. Las cartas de lady Montagu recordaban los relatos de Las mil y una noches, obra traducida al francés por Jean Antoine Galland entre 1704 y 1717, que causó un gran impacto en Europa a pesar de que su autor eliminó las descripciones más eróticas para no escandalizar a las damas de Versalles. A partir de la lectura de las Mille et une nuits de Galland todo en Oriente tenía que ser tan exótico y sensual como en los relatos que inventó la princesa Sherezade para entretener a su señor, el rey Sahriyar de Bagdad, a fin de que no la hiciera matar.
El harén imperial otomano despertó la fascinación de los viajeros europeos e inspiró los cuadros orientalistas. Pintores como Ingres, Delacroix o Matisse llenaron sus harenes de bellas odaliscas cautivas, en su mayoría desnudas, fumando en narguile, tocando el laúd y esperando la visita del sultán. Poco tenía que ver este harén imaginario con la realidad, como pudieron comprobar las viajeras europeas que a principios del XIX recorrieron los países árabes. Hacia 1840 la visita a un harén formaba parte del itinerario turístico por Oriente. La inglesa Margaret Fountaine, en su viaje a Estambul, descubrió algo decepcionada que el harén no era más que el espacio de la casa donde vivían las esposas y donde casi nunca pasaba nada interesante. Esta excéntrica victoriana lo describía como un lugar aburrido y terrible: «Estas mujeres no salen de los estrechos confines del hogar de su esposo, nunca ven las montañas y los árboles, pues los muros exteriores no tienen ventanas, y nunca ven la divina luz del sol, salvo la que se filtra en el patio cuadrado de su prisión».
En el siglo XIX un buen número de aristócratas británicas, cultas y aventureras abandonaron el confort de sus mansiones inglesas atraídas por las lecturas prohibidas de Las mil y una noches. En una Inglaterra victoriana marcada por una rígida moralidad, el Oriente de los harenes, los coloristas bazares, los mercados de esclavos, las caravanas de camellos y los beduinos del desierto les cautivó poderosamente. Hacia 1850 Egipto se convirtió en un destino de moda y para muchas de ellas Alejandría y El Cairo fue su primer contacto con Oriente. Medio siglo después de que Napoleón invadiera Egipto en 1798 y desvelara al mundo sus fascinantes misterios, la agencia Thomas Cook inició los viajes turísticos por el país de los faraones. El Cairo atraía a los británicos no sólo por sus monumentales pirámides sino por su clima cálido y saludable, a donde se acudía a curar las enfermedades lejos de la fría y brumosa Inglaterra. Las guías turísticas advertían a las damas protegerse del sol con sombrillas y cascos coloniales cubiertos por un largo velo, evitar las excursiones temerarias a lo alto de las pirámides y no intimar demasiado con los dragomanes o guías locales. Lady Jane Digby no hizo mucho caso a estos consejos y en Siria vivió un apasionado romance con un jefe beduino. En un tiempo en que los árabes eran considerados, sin distinción, «unos salvajes», el matrimonio de esta aristócrata con Abdul Medjuel provocó un tremendo escándalo. En comparación con sus flemáticos y estirados acompañantes británicos, la romántica visión de un beduino vestido como un príncipe del desierto con su blanca túnica y un pañuelo alrededor de su cabeza, a caballo de un magnífico pura sangre, desataba entre las damas ardientes sentimientos.
Cristina Morató: Las damas de Oriente. De Bolsillo, México.